CARTAS A TORA 195

Querida Tora: ¿Qué te cuento? El señor del 18 se puso muy malo así, de repente. Un amigo le recomendó que hiciera testamento, y ¿qué crees que le contestó? “Nunca. Hacer testamento atrae a la muerte. Y...

11 de septiembre, 2020 cartas

Querida Tora:

¿Qué te cuento? El señor del 18 se puso muy malo así, de repente. Un amigo le recomendó que hiciera testamento, y ¿qué crees que le contestó? “Nunca. Hacer testamento atrae a la muerte. Y yo todavía quiero vivir”.

Pues aunque no hizo testamento, el señor se murió. “Al fin que todo es para mis hijos”, dijo en una ocasión. Tenía dos. Pero en cuanto murió, vinieron unas personas del pueblo y le dijeron a la viuda que allí había seis, y que a ellos también les tocaba. Y empezó el pleito, porque la viuda dijo que no, que todo era para sus hijos. Los del pueblo trajeron un abogado, que dijo que había que repartir con los de allá. Y como la viuda no quería, salieron a ver el coche que el señor tenía (uno de los pocos de la vecindad que tenía una carcachita en buenas condiciones), y uno le arrancó la salpicadera, otro el parabrisas, un tercero las cuatro llantas, y en un cuarto de hora lo dejaron reducido a un esqueleto rodante (rodante ya no, porque no tenía ruedas). A los hijos de la viuda les tocó: a uno, el volante; y al otro, las bujías.

Los del pueblo se fueron con su botín. Y entonces, la viuda se acordó de que el marido hablaba de un terrenito que tenía en el pueblo. Y allá se fue con sus retoños. Tuvo que preguntar mucho, pero al fin  lo encontró: era grandecito, para estar en un pueblo, en buen lugar y tenía unos arbolitos. Pero… los hijos del pueblo ya lo habían ocupado, temerosos de que viniera la viuda a apoderarse de él, como efectivamente ocurrió.

La viuda fue con  las autoridades a reclamar, pero le contestaron que si no había testamento, todos los hijos tenían derecho a los bienes del difunto y “que andara con cuidado, porque parece que en el otro pueblo hay más hijos”. La señora dijo que sí, que podían repartir entre todos; pero que los otros hijos ya se habían asentado en el terreno, y estaban empezando a construir sus casas (más bien dicho, chozas). Y las autoridades contestaron que ellos no podían hacer nada, que se pusieran de acuerdo.

Y allá fue la viuda a hablar con los del pueblo. ¿Y sabes qué le dijeron? Que sí, que dejarían a sus hijos tomar la parte que les correspondía; pero que ya solo había lugar en el centro del terreno. “¿Pero cómo van a entrar y salir?” preguntó la señora. “Ah”, dijeron, “ese es su problema”. Uno le propuso que los enseñara a volar; otro, que podían dejar un pasillito para llegar al centro, pero que tendrían que pagarles cada vez que lo usaran; otro (el más conciliador, según lo calificaron los del pueblo) propuso construir un puente de la calle al centro del terreno, pero sin tocar sus propiedades ni dañar los arbolitos.

La señora suplicó, lloró, se arrastró ante los herederos y ante las autoridades, pero nadie quiso ceder. Entonces, la señora decidió cortar por lo sano, y ese mismo día tomó el camión para regresar a la ciudad. Ah, pero en la noche regresó, trayendo unos tambos llenos de gasolina; y ayudada por sus hijos, la regó por todo el terreno y le echó un cerillo.

Todos los del pueblo corrieron a apagar el incendio con mangueras, cubetas, lavamanos y hasta cucharas llenas de agua. Pero no lograron controlarlo hasta el mediodía. La viuda y sus hijos se habían ido corriendo, y nadie los vio, así que no los pudieron acusar de nada. Los hijos del pueblo gritaron y exigieron justicia; pero las autoridades dijeron que eso les correspondía a ellos; y que se apuraran, antes de que vinieran los hijos del otro pueblo y exigieran la parte que les correspondía.

Los herederos no quisieron ni acercarse al terreno, porque “olía mal, la gasolina se había penetrado en la tierra, los arbolitos se habían quemado y ya no valía la pena”. Con  el tiempo, las autoridades se apoderaron del terreno, para “construir un dispensario público”. Mentira. El terreno sigue ahí, quemado y lleno de ratas.

La viuda volvió a la vecindad y sacó a sus hijos adelante lo mejor que pudo. Y en la sala, bien enmarcados, colocó el volante y las bujías del coche, única herencia que les dejó su marido.

Yo no presencié toda esta historia, porque sucedió antes de que yo llegara; pero las  vecinas hablan mucho de ella.

Te quiere,

Cocatú

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