Si consideramos la historia mexicana propiamente a partir de la llegada de los españoles a estas tierras, habría que acordar que México nació con una muy profunda polarización social. Los venidos de España, que pronto se hicieron de toda la riqueza habida en los territorios conquistados y los indígenas que básicamente quedaron a su servicio. México, como toda hispanoamérica nació dividido entre amos y esclavos, siguiendo la conceptualización hegeliana, donde unos eran incapaces de reconocerse en los otros. “Nada qué ver” entre güeros y prietos, blancos e indios o mestizos acomodados versus mestizos jodidos. Más que polarizados racialmente, nuestra polarización es de clases sociales y ésta tiene su causa en la profunda desigualdad económica que nos ha acompañado desde entonces y que sorprendió a Alexander Von Humboldt cuando vino a conocer este bello e interesante lugar del planeta. Muy desigual durante el virreinato, lo siguió siendo durante el caótico siglo XIX, la desigualdad se acentuó durante el porfiriato, se trató de mitigar un poco con los afanes de la Revolución y el desarrollo estabilizador para volver a recrudecerse al final del siglo XX y hasta ahora.
Sin embargo, pensamos que estamos viviendo un momento particular de polarización aguda en el ámbito político. Entre amlofóbicos y amlofílicos estamos perdiendo espacios de diálogo en torno al centro político. A diario atestiguamos una mentadiza tras otra en redes sociales tanto como en la prensa y los medios masivos de comunicación. El espectáculo es triste porque llegamos al filo donde parece que no cabe el discurso racional, analítico, civilizado, que busca la verdad, la justicia y el encuentro en torno a la realidad que vivimos, sus problemas y sus posibles soluciones. Como en cuadrilátero de boxeo, en una esquina están los buenos, que son puros y tienen en todo la razón. En la otra esquina están los malos, impuros y en todo equivocados. En cada esquina los contrincantes se miran a sí mismos como los abanderados de lo correcto en esta historia. Ninguno parece darse cuenta de sus defectos, errores, vicios y de su propia estupidez. Son los otros los que están mal. Absolutamente.
Los amlofóbicos acusan al presidente de la República de ser un polarizador profesional, que como populista que es, divide al mundo nacional entre una élite podrida, conservadora, cerrada y reaccionaria, y el pueblo bueno, sabio y progresista. La división que promueve activamente el presidente, un día sí y el otro también, parece que le es útil a su estrategia política, consistente en pretender destruir al país para quedarse como amo absoluto de un país configurado por sus clientelas serviles comiendo de su mano.
Del otro lado, los amlofilicos, mejor llamados chairos, ven a la derecha polarizando al país desde aquella campaña de un peligro para México en 2005. Los polarizadores de la derecha temen perder sus privilegios de clase y son profundamente inconscientes de los dramas que en materia de justicia social vive la gran mayoría de mexicanos. Desde un penthouse en Santa Fe o en San Pedro no es posible comprender la miseria de los mexicanos. Entonces, “los adversarios” están decididos a bloquear el avance de la agenda social del país e irán a fondo para proteger sus mezquinos intereses económicos.
Realmente ambos grupos tienen razón, en parte. Es verdad que el activismo polarizador del presidente calienta de manera importante la arena política y contribuye severamente a la turbiedad que prevalece en nuestro horizonte nacional. Y es verdad también que los opositores a “la 4T” también han contribuido bastante a la polarización calentando la arena política, incluso acudiendo a la guerra sucia, cada vez que AMLO intentaba acercarse a la presidencia de la República. Ahora que lo logró, los más extremistas polarizadores antiamlo han pedido su renuncia desde el 1 de diciembre del 2018. En esta polarización ninguna de las partes es inocente. Desde los extremos priva la irracionalidad y la incomprensión, prevalecen los prejuicios y los temores paranoides. Una desgracia. Como atestiguar un pleito entre borregos cimarrones, pero tuertos: aferrados en darse de topes hasta que el otro desaparezca e imposibilitados a ver el otro lado de la realidad en que se encuentran.
Estas aventuras de estupidez social tienen historia. En el último siglo, para mencionar algunos ejemplos, ocurrió en España antes de la Guerra Civil, en Chile durante el gobierno de Salvador Allende o en Yugoslavia cuando Slovodan Milosevic rompió el equilibrio que había conseguido Josip Broz Tito. Cuando se empieza a romper el espacio del centro político y va creciendo el número de personas que se van desplazando hacia los extremos, llega un momento en que resulta imposible contener la ruptura y el estallido puede resultar caótico y violento. Allí todos pierden. De modo que es imperativo bajarle a nuestra polarización, esforzarnos muy seriamente en recuperar la sensatez, abrir la mente, aumentar nuestra capacidad de entendimiento y abrir también el corazón para, con generosidad, recibir los reclamos de los otros.
Desde luego es imperativo exigirle al presidente de la República “que le baje dos rayas” a sus fobias contra “los conservadores” y que abra tantito sus entendederas para comprender su posición y sus temores. Es el líder principal de la nación y todo lo que hace o dice, y también lo que no hace y no dice, genera movimientos emocionales y políticos. Tendría que ser el primer sensato de la nación y el primer gran despolarizador. Es fundamental que comprenda que este país no se puede gobernar sin “los conservadores”, porque de ellos depende buena parte de su sostenimiento económico y financiero. Además, tan conocedor de las ciencias históricas, exigirle una reflexión en torno a las experiencias de cambio social: que siempre ha sido mejor la reforma sin ruptura que la ruptura que deviene en caos para regresar a los pacificadores de línea dura que restauran el orden al costo que sea.
Con ganas que nuestro presidente se pareciera, aunque fuera tantito, a Nelson Mandela. Al promover la profunda transformación en Sudáfrica, liberándola del nefasto régimen del Apartheid, sorprendentemente no potenció el conflicto con los afrikaaners sino que procuró el acercamiento con ellos: hablándoles en su idioma, incorporándolos a su gabinete, hasta defendiendo su equipo de rugby. Sabía que los necesitaba, y había que cuidarlos, porque de ellos dependía la economía, el ejército y las relaciones con el mundo del estado sudafricano. Entre las lecciones sobre el proceso de negociación en torno a la gran transformación que llevó a cabo durante su presidencia, Mandela decía lo siguiente: “No debemos considerar que nuestro enemigo es nuestro enemigo. Más bien, tenemos que esforzarnos para poder construir con ellos esta nación. Debemos respetarlos humanamente, tratar de comprenderlos, entender sus temores para que no se realicen y superar sus expectativas. Tener nosotros claros nuestros objetivos y ser tan firmes como creativos para cumplirlos”.
Estas lecciones que ojalá y considerara nuestro presidente López Obrador, también deberían ser tomadas en cuenta por parte de sus encendidos opositores. Ellos también deberían reparar en que los problemas subyacentes a la polarización de este país vienen de muy lejos en nuestra historia, y que los perdedores de siempre tienen causas muy justas que reclamar a las élites de siempre mexicanas. Hay un muy legítimo anhelo de justicia y desarrollo que alimenta la situación político-social que hoy vivimos. Ese anhelo de justicia social debe reconocerse y atenderse. Y eso no va a pasar si no modificamos el modelo de desarrollo socio-económico que hemos seguido en los últimos 35 años. Debemos ir más allá del paradigma neoliberal.
En estos días, el presidente habló de la formación de un Bloque Opositor Amplio (BOA), contrario a sus políticas y acciones de gobierno. Pero este BOA, por lo que se ve, carece de un diagnóstico claro de la problemática del país y carece de propuestas para resolver esa problemática. Lo único que queda claro, por los reportes periodísticos, es están a favor de la economía empresarial y el libre mercado. ¡Cómo si no tuviéramos y hubiéramos tenido precisamente eso desde al menos la presidencia de Miguel Alemán y hasta la fecha! Como que no entienden ni que no entienden: a nosotros nos gusta la economía empresarial y el libre mercado, pero claramente no ha alcanzado. Necesitamos ir más lejos, con otras iniciativas, con otros actores, con otras formas de organización, sin que esto suponga, de manera alguna, pretender sustituir a los empresarios: son importantísimos promotores de desarrollo.
Tal vez a los más radicales actores de la “4T” les haga falta valorar mejor la importancia social de las virtudes burguesas y el poder de desarrollo social que tienen los empresarios capitalistas. Y a los empresarios capitalistas les haría mucho bien reconocer la crítica al capitalismo que se formula desde el pensamiento marxista, que ha sido muy atinada y que, cuando se ha atendido desde la socialdemocracia, se ha contribuido muy bien a la disminución de la conflictividad social. Con cierto conocimiento y valoración de la crítica que se hace desde la izquierda a la situación actual del mundo, tal vez no se asustarían tanto con el petate del muerto. A ambos grupos les haría bien conocer algunos de los planteamientos centrales del pensamiento social cristiano, para reconvertir nuestra economía y nuestras posibilidades de desarrollo hacia una sociedad donde se respete mejora la dignidad de la persona humana y se avance hacia el bien común, con solidaridad, justicia y diálogo fraterno.
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