Las naciones que han salido mejor libradas de esta crisis, más que héroes salvadores y milagrosos, poseen instituciones sólidas, confiables y funcionales.
Se requieren Estados cuya fortaleza resida en la solidez de los procesos y sistemas que componen sus instituciones y no del carisma personal de sus líderes.
Una de las crisis más claras, y quizá la menos esperada, que nos ha dejado esta pandemia es la del liderazgo. Esta percepción surge en parte de la ineptitud auténtica de quienes nos gobiernan y en parte porque tenemos una comprensión errónea de lo que es y debe hacer un lider, en especial los políticos.
Habitualmente se piensa que un jefe de Estado, –en el mejor de los casos, producto de una contienda democrática– una vez que es elegido debe resolverlo todo, proveernos de todo aquello que nos falte, poseer todas las respuestas, mejorar sustancialmente el estado general de las cosas y todo ello sin elevar impuestos, sin salirse de tono, sin caer en corruptelas, sin cometer un sólo error y sin perder la sonrisa.
Esto, desde luego, no es posible. Por eso conviene mucho más apostar a la construcción cuidadosa y sostenida de leyes e instituciones que den solidez, credibilidad y confianza al Estado en su conjunto, más allá profesar fe ciega hacia los personajes individuales que lo conformen.
Si algo hemos aprendido en la práctica es que las naciones que han salido mejor libradas, más que héroes salvadores y milagrosos, poseen instituciones sólidas, confiables y funcionales. Lo que en realidad se requiere es un Estado fuerte, pero cuya fortaleza resida en la solidez de los procesos y sistemas que vigorizan el funcionamiento de sus instituciones y no del temperamento, carisma o estridencia personal de sus lideres.
La pandemia por Covid-19 se ha expandido por el mundo entero; sin embargo, los resultados no han sido los mismos en todas las naciones. A estas alturas estoy convencido de que el desastre es directamente proporcional al rechazo que el lider máximo expresa por las instituciones del Estado. Es decir, donde las políticas públicas, económicas y sanitarias dependen menos del lider y más de las instituciones del Estado, el caos y la catástrofe es menor.
No se trata de ningún fenómeno inexplicable. En general las naciones con mejores instituciones –parlamentarias, educativas, de justicia, financieras, comerciales, etc.– suelen funcionar de manera más eficiente, suelen entender y atender problemas más complejos y hacerlo con mayores matices, y suele tratarse de sociedades con mejores sistemas –el de salud incluido– que suelen operar según sus propios protocolos y procedimientos en vez de por decisiones impulsivas o irreflexivas del mandamás de turno.
En general, los Estados con instituciones sólidas poseen presupuestos equilibrados y equitativamente distribuidos a lo largo y ancho de las instituciones del Estado, lo cual facilita el aprovechamiento de los recursos y con ello una mayor fortaleza para afrontar con éxito cualquier contrariedad. Incluso los errores individuales son más fáciles de detectar y subsanar, existe una mayor transparencia, lo que obliga a una mejor utilización de los recursos disponibles y la obligatoriedad de rendir cuentas desincentiva la corrupción y la desidia.
En 2016, durante la campaña del Brexit, donde los ingleses decidieron mediante un plebicito abandonar la Unión Europea, uno de los argumentos que se repetía con mayor insistencia a favor de salir de la unión era el de la supuesta “pérdida de soberanía”. Los ingleses a favor del sí, solían hacerse preguntas del tipo: ¿por qué un grupo de políticos por los que no votamos habrían de decidir desde Bruselas la funcionalidad de las leyes británicas?
La pregunta tiene su pertinencia, sin embargo, si bien es cierto que al formar parte de una organización como la Unión Europea debe cederse un cierto nivel de soberanía al tener que ajustar las políticas internas a las políticas colectivas dictadas por la comunidad, una vez que se forma parte del club, en caso de una crisis se tiene acceso a una cantidad y calidad de recursos –institucionales y no discrecionales– de todo tipo que permiten atender a la población propia de una manera más eficaz y justa. Además, la fuerza misma de la red institucional tejida entre las naciones permite poner límites a liderazgos fuera de tono, a corporaciones rapaces, así como subsanar cuando menos en parte, la posible ineptitud o pasmo del lider de turno.
Lo mismo ocurre en una nación en lo individual. Si las decisiones de gobierno emanan de la voluntad caprichosa de un estrecho grupo de personas, es casi natural que tendrán sesgos autoritarios y estarán basadas en intereses personales o de grupo. Mientras que en un Estado institucional, las funciones y decisiones están entrelazadas y coordinadas por procedimientos y sistemas que se pueden perfeccionar y adaptar a las nuevas condiciones que emerjan, pero no están sujetas al capricho de alguien en particular, con lo cual la posibilidad de errores o desvaríos individuales se reduce.
Pero hay otra razón fundamental para priorizar, no solo las instituciones de carácter nacional, sino los acuerdos regionales e incluso globales entre naciones institucionalizadas: la democracia ha entrado en una etapa donde lo que pone y quita gobernantes no es tanto el voto popular como el poder económico, que controla campañas, información y redes sociales. Es impensable ganar una elección sin dinero, y empieza a serlo también la idea de ganar una elección sin descalificar al oponente con “fake news”, “bots” o cualquier otra herramienta, legal o ilegal, siempre y cuando penetre e incline la opinión pública a favor de quien la patrocina. Estos mecanismos otorgan un enorme poder a las grandes corporaciones financieras, energéticas, industriales y comerciales de todo tipo que, sin tener que someterse a buena parte de la legislación local, dada su condición de “empresas globales”, apoyan a candidatos a modo en aras de defender sus intereses.
Este fenómeno es uno los principales causantes del desencanto en la democracia que priva en diversas naciones y que ha abierto la puerta nuevamente a caudillos, supuestamente “anti-sistema”, que prometen cambiarlo todo, para que al final lo único que resulta de verdad debilitado sean justamente esas instituciones que en el fondo son la verdadera salvación.
Esta es otra de las grandes enseñanzas de esta Era Covid: cuando funcionan bien, los Estados con instituciones fuertes, con facultades y atribuciones equilibradas y bien gestionadas son mucho más eficaces y justos que los gobiernos unipersonales o formados por minorías política y/o económicamente dominantes; en especial en tiempos de crisis.
En las naciones donde el líder en turno adapta las instituciones a su “estilo personal de gobernar”, la fragilidad del Estado en su conjunto es mucho mayor. Más allá de la buena intención, el acierto o error del dirigente máximo, en una organización donde el poder se ejerce de forma piramidal, determina la suerte de la mayoría.
Mientras que en las naciones institucionalizadas mandan los procesos, protocolos y sistemas, que se construyen e interrelacionan de forma horizontal –tomando en cuenta experiencias previas y escuchando expertos en diversas áreas–, en el caso del liderazgo unipersonal, puesto que las decisiones del gobierno están concentradas en un puñado de elegidos, muy pocos deciden por demasiados.
En última instancia la Era Covid vino a confirmar que las naciones, o agrupaciones de naciones, sólidamente institucionalizadas son capaces de abordar los grandes desafíos –globales y locales– de manera mucho más eficaz y solidaria que las naciones dependientes de mandatarios carismáticos y autoritarios. De hecho, en gran medida es la debilidad institucional la que abre espacios a la tentación de caudillismos mesiánicos desaforados, por eso todo esfuerzo que se haga por fortalecerlas tonifica la esperanza de un futuro más justo y mejor.
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