La tristeza del alma puede matarte mucho más rápido que una bacteria. John Steinbeck (1902-1968), escritor estadounidense, ganador del Nobel de Literatura.
Debo confesar que me asusta lo que veo cada día al salir a la calle y que no tiene nada que ver con variantes, semáforos epidemiológicos ni saturación de hospitales, sino con la vorágine que se ha formado tras el tiempo de confinamiento y la inactividad por la que pasamos en todos los sentidos. La necesidad (real) nos obliga a salir la calle por diversos motivos que van desde el compromiso laboral por conseguir el sustento diario, hasta el gusto por disfrutar de un rato de diversión, pasando por la convivencia familiar fuera de un espacio que al inicio de la pandemia era casi desconocido y después se convirtió en un cuarto de aislamiento de manicomio.
Más allá del caos diario que empieza a percibirse a “nivel de cancha” (porque el transporte público ha vuelto a ser insuficiente, el tránsito de vehículos es imposible entre manifestaciones y ciclistas, los lugares públicos tienen lleno total entre ruido y prisas) también es posible notar un ambiente sombrío, desolador en las calles de la ciudad con negocios cerrados, abandonados, olvidados o asegurados para protegerlos de las expresiones radicales en las manifestaciones. No hace falta recorrer grandes distancias para percibir que nada es igual; el café de costumbre cerró porque sus dueños no sobrevivieron al COVID-19 o no pudieron soportar el pago de la renta o sus clientes no regresaron más, presas del home office y así por el estilo con los comercios pequeños (e incluso alguno que otro grande). Los códigos, usos y costumbres también han cambiado: una mujer puede ser motivo de agresión tanto de hombres como de mujeres porque o somos feministas todas y utilizamos lenguaje inclusivo o somos traidoras de la causa del feminismo y lo más penoso de todo es la agresión latente que corre por las venas de cada ciudadano que se nos cruza por el camino (a pie o en transporte público o peor aún, en auto). El aislamiento nos ha convertido en fieras y al salir nuevamente a la tan ansiada “libertad” estamos pasando por encima de la buena educación, la tolerancia, el respeto y más aún, la empatía.
Como siempre digo: dejo el tema en manos de los especialistas. Yo solo estoy autorizada para compartir la experiencia en primera persona y el resultado no es alentador porque bastó una cita para comer con una artista joven, heredera de la nueva ola feminista, caminar unas calles por el centro histórico, utilizar el transporte público y hacer unas cuantas compras para notar el radicalismo, el hartazgo, la crueldad, la violencia y el impacto que los meses de confinamient. Las crisis por las que atravesamos han tatuado en cada uno, a diferentes niveles, claro está, pero la marca es visible para todos y tristemente no se trata de lo que algunos optimistas creían en los primeros meses de confinamiento respecto a que esta coyuntura nos haría más humanos, que nos cambiaría el paradigma para ser mejores y que saldríamos siendo mejores personas de lo que éramos, nada de eso es verdad, al menos no en la colectividad que se mueve a diario en lo que parece un inframundo urbano casi invisible.
Digo que sentí tristeza en menos de cuatro horas durante un recorrido exprés al primer cuadro de la Ciudad de México, una tristeza que se agudizó porque tengo años caminando por el centro histórico y en mi última visita sentí todo menos identidad porque si bien en cada sexenio las reglas cambian, hoy se percibe un ambiente desolador que inclina más hacia el temor que a la esperanza, pero también es cierto que #laspequeñascosas de la vida incluyen tanto la luz como la oscuridad. Ya lo dijo Carl Jung: “La palabra felicidad perdería su sentido si no se equilibra con tristeza” porque las emociones son nuestro termómetro y porque sentirnos tristes nos alerta para conducirnos hacia la felicidad nuevamente. Es una forma de recuperar el camino pero antes, debemos hacerle espacio, atravesarla, transformarla de forma positiva y aprender de ella para seguir adelante, siempre adelante y aunque el panorama sea desolador siempre es mejor enfocarse en aquello que sí podemos controlar (o al menos podemos intentarlo) como nuestras emociones.
A manera de colofón: el día de ayer dio inicio el periodo de adviento (del latín adventus = venida), que en la religión cristiana significa el tiempo de preparación espiritual para recibir el nacimiento de Cristo y que es un periodo de introspección que invita a la reflexión en torno a las virtudes que se deben mejorar como la tolerancia, fe, amor y paz. Religiones y costumbres aparte, conviene aprovechar la temporada para meditar y hacer un recuento de lo que ha sido y significado este año pandémico, intentar planear lo que queremos lograr el siguiente año y agradecer por seguir vivos porque lo demás, viene detrás.
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