“El presente virgen, vivo y bello.”
– Mallarmé / Poeta y crítico francés (1842 – 1898).
El mundo actual en que vivimos no se detiene pese a estar sumergido en una de las más grandes pandemias en la historia desde hace poco más de un año (a partir de su origen). El mundo se mantiene en constante movimiento según dictan las leyes de la Física. Pero no es el único universo que sigue activo. Del mismo modo, nuestro organismo sigue sus propias leyes: el aire entra por nuestra nariz, llega a nuestros pulmones, pone un funcionamiento al corazón, oxigena al cerebro a través de las venas y arterias, percibimos aromas y un largo etcétera que transcurre en tan solo un segundo gracias a la interconexión entre todos los sistemas que conforman el cuerpo humano.
El mundo que conocíamos antes de la pandemia ya no es el mismo. Sin pretenderlo, ahora habitamos más en un espacio virtual que si bien limita el contacto físico con lo exterior, simultáneamente nos conecta a grandes distancias. En este cambio de hábitos y de espacios, nos encontramos de frente con algo que muy pocas veces percibíamos: la quietud.
En su origen etimológico, “quietud” se deriva de quietus (inmóvil) y el sufijo –tud (cualidad) y significa carencia de movimiento. También se define como sosiego, reposo, descanso, el lugar donde habita el silencio, la cualidad de la mente libre de pensamientos vertiginosos, el instante preciso para la contemplación, el momento presente donde todo ocurre y que nos llevó del ritmo acelerado a un ritmo marcado por la velocidad en que viajan los datos a través de la red virtual y que hacen posible realizar una videollamada para darnos la bienvenida al home office en el que estamos inmersos desde el mes de marzo del año 2020. Desde esta fecha han ocurrido un sinfín de sucesos: miles de contagios y decesos a causa del virus, desempleo, pérdida de un ciclo escolar, cierre de negocios, quiebra de emprendedores… y, sin embargo, la vida sigue su curso.
“En el Barroco surgió el concepto de individuo, los descubrimientos científicos y tecnológicos detonaron la carrera insaciable de la modernidad, la filosofía se separó de la teología, entonces un grupo de rebeldes se negaron a entender el progreso como motivo de su existencia. Decidieron que el silencio y la inacción los acercaba al saber y en el rechazo al mundo estaba la salvación de su espíritu. Los Quietistas, los silenciosos, los abandonados, los alejados, lo que dijeron NO a ese ruido, los que se entregaron a una paz mítica que no pensaba en el destino” (Avelina Lésper). El quietismo surgió en el siglo XVII como un movimiento místico dentro de la Iglesia Católica. Fue liderado por el sacerdote español Miguel de Molinos quien fue perseguido por la Inquisición hasta su captura en 1685.
Más de tres siglos después, sin sospecharlo ni planearlo, de pronto la vida nos colocó en un estado de quietud al obligarnos al confinamiento en nuestros hogares, lejos de la rutina diaria y de cerca a una realidad alterna que desconocíamos: la ropa y los trastes sucios, la necesidad de preparar comida, el tiradero por todas partes o los gritos de los hijos. Al mismo tiempo, nos enfrentó a nuestro propio universo interno y aunque no se trata de que todos nos volvamos místicos, la quietud nos mostró un escenario que cuesta trabajo entender porque la celeridad y el estrés nos separan de la reflexión y la meditación y, en cambio, nos exige cumplir en tiempo y forma con una agenda saturada de compromisos, algo para lo que estamos adaptados y que nos hace movernos como peces en el agua. En la quietud de un mar embravecido es posible nadar y también en la quietud de una ciudad sin largas filas de autos donde se nos revela el canto de las aves citadinas. Aunque la quietud nos pueda resultar enloquecedora y paralizante, también revela otra realidad que puede resultar placentera y aleccionadora al mismo tiempo porque nos permite discernir, evaluar, transformar e intentar nuevos caminos.
Un año de quietud que tiene todo que ver con un estado del alma y que nos ha permitido voltear la mirada a #laspequeñascosas. En palabras de Miguel de Molinos: “Muchos dejan las cosas temporales; pero no dejan su gusto, su voluntad, y a sí mismos, y por eso son tan pocos los verdaderos solitarios”.
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