“Somos lo que hacemos día a día. De modo que la excelencia no es un acto sino un hábito”. -Aristóteles (384 a.C. – 322a.C).
A riesgo de meterme en camisa de once varas, hurgaré en el recuerdo de aquellos días escolares de mi infancia, lejos de etiquetas, modismos, movimientos, discriminación y jarritos de Tlaquepaque, en los que recibir un sello en el cuaderno de trabajo era un mensaje claro: platica en clase, no trabaja, impuntual, buen trabajo y/o excelente cuando se cumplía con todos los criterios para obtener la mejor calificación.
Pongo la lupa en el término excelencia (areté en griego antiguo = cualidad del que sobresale) que para los sofistas era el conjunto de cualidades cívicas, morales e intelectuales que llevan a pensar, hablar y obrar con éxito. El concepto es profundo y requiere de más espacio del que dispongo, pero lo retomo desde la perspectiva de lo que ocurre en la actualidad y esa percepción mía de que todo está “a medias” porque nos encontramos de frente a los estragos de una pandemia (que aún no desaparece) y al efecto avasallador de una crisis económica, social y política; así que parece que se vive en un ambiente de medio hacer, medio decir y medio parecer que no conduce sino al conformismo y la mediocridad en todos los sentidos, de forma voluntaria o involuntaria, consciente o inconsciente, pero al fin y al cabo es lo que permea en el ambiente día con día.
Lejos están los momentos en que era obligado ser excelente como un hábito diario que se notaba en el vestir, el caminar, el hablar, el actuar y más importante aún: en el cumplir los compromisos. Y digo que han quedado lejos porque se ha confundido a la excelencia con la apariencia, la opulencia, la petulancia o la arrogancia sin dar paso a la reflexión del por qué conviene ser excelente y por qué se nos exigía con tanto ahínco desde las aulas escolares, así que parece que queda mejor quedarse a medias pues la exigencia ha quedado atrás.
Al parecer, no tiene nada de raro que un acta de nacimiento recién expedida tenga como fecha de nacimiento el año 2042 en lugar de 1942, que un vuelo se retrase, que un tren se descarrile, que los políticos se vayan a los golpes, que se agreda a la autoridad policiaca, que se transgredan los derechos y tantos ejemplos más que denotan la falta de excelencia en el actuar porque todo se disfraza de una falsa consideración a la humanidad escondida detrás de cada acto, en cuyo caso pareciera ser mejor rodearnos de máquinas que se rigen por protocolos y programas que pueden ser inviolables y dar resultados magníficos siempre y cuando el propósito sea bueno.
Parece también que nada tiene de malo que las grandes marcas transnacionales exploten a su fuerza trabajadora y desdeñen a sus clientes preferenciales con pedidos incompletos o que nunca llegan a su destino porque sus ganancias millonarias les dan el margen necesario para quedar mal con unos cuantos que les compran apenas lo que significa un pelo para un gato.
Y por supuesto, menos malo será que un padre o madre de familia rete a la autoridad escolar a pesar de la formación académica que respalda dicha autoridad porque según parece, la excelencia es sinónimo de discriminación o superioridad injustificada. Es el mundo del revés.
Hemos dejado a la excelencia colgada en el olvido porque es innecesaria en un mundo cada vez más caótico, sin normas ni reglas que seguir bajo el falso y manipulador argumento de la tolerancia y la inclusión, así que bienvenidos sean los mediocres, los perezosos, los descuidados, los irrespetuosos, los incumplidos, los ignorantes y los agresivos porque también tienes derechos y son humanos, así que tienen derecho a equivocarse cuantas veces quieran; mientras tanto, que el mundo siga sufriendo las consecuencias por olvidar que la excelencia es parte de #laspequeñascosas de la vida que le dan orden, formación, sentido, justicia, por mencionar sólo unas cuantas virtudes que hoy brillan por su ausencia.
A manera de colofón: a propósito del deceso de la Reina Isabel II (1926-2022) del Reino Unido, me gustaron un par de reflexiones en torno no a la grandeza de su reinado y su posición en el imperio sino al peso de la corona que le impusieron a muy temprana edad y de las cuales, replico un fragmento: “Idéntica sonrisa de moneda, de timbre postal, jamás perturbada por una emoción impropia. La garantía de permanencia capaz de reiterase a través de divorcios, trágicos accidentes, abusos y escándalos, siempre tranquilizadora, cordial y distante, más allá y extremadamente lejos, incorrupta en su falta de contacto con las vidas, los deseos, las angustias y proyectos del común de los mortales” (Adriana González Mateos, Narradora y ensayista mexicana). Descanse en paz, su excelencia.
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