Hoy cumpliría 77 años de edad mi señor padre si no hubiera sucumbido ante la demencia vascular que le apagó la luz un 10 de junio del 2019. Abro los álbumes de fotografías tamaño postal (sí, en el siglo pasado las fotografías se colocaban en un álbum para poder verlas tantas veces como se quisiera después de ser reveladas e impresas, lo cual implicaba todo un proceso artesanal que duraba al menos siete días) y descubro que la historia de mis primeros cuarenta años se cuenta a través de todas ellas, incluso en aquéllas que ya no ocuparon un lugar en los viejos álbumes porque la tecnología las fue sustituyendo con el formato digital y la posibilidad instantánea de disfrutar el recuerdo pero ¿Qué es el recuerdo?
Mi padre es (en tiempo presente porque es su forma de permanecer vivo en mi corazón) los crucigramas dominicales publicados en los diarios, fan absoluto de Elvis Presley y quien opina que la música de Javier Solís es para las cantinas, es también la pulcritud, la exactitud y la puntualidad en todo compromiso formal o informal. Es la exigencia que me mostró el camino de la excelencia y la generosidad que me enseñó que la paternidad es un acto de amor y no mera cuestión genética. Es el olor del tabaco a hurtadillas (un tumor en la faringe le provocó una cirugía y la prohibición médica para volver a fumar, la cual nunca siguió al pie de la letra), los tacos de chamorro (los cuales no pudo volver a disfrutar debido a la pérdida temprana de sus dientes y la falta de una buena dentadura que le permitiera comer sin preocupaciones), es la historia que se cuenta a través de los discos de vinilo, de los libros de “best sellers”, de las enciclopedias, de su cámara réflex, de los periódicos, del bien vestir, de la diplomacia y la cortesía andando.
Creo que murió justo a tiempo para que su cerebro no se confundiera aún más ante una realidad que hoy rompe con todo lo que era imprescindible para él: el contacto cara a cara, la conversación en la sobremesa, las extensas llamadas telefónicas, la convivencia familiar, el contacto visual, la escucha atenta, el acompañamiento (¡Cuántas veces me acompañó a todas partes con un entusiasmo pueril!) la quietud de una lectura vespertina, la atención al noticiario radiofónico, la llamada diaria para saber que todo estaba bien, la inyección matutina de insulina.
Mi padre miró el mundo siempre con optimismo y con una sed inmensa por conocer, por saber, por ser mejor, por entender el comportamiento humano, su mirada fue curiosa, sabia, inteligente y amorosa. Su principal anhelo fue la felicidad y quizá por eso se despedía diciéndome: ¡Sé feliz! Lo acompañé cada día durante los últimos nueve meses de una vida a medias, con una memoria intermitente por los microinfartos cerebrales que duraban microsegundos pero que lo desconectaban de la realidad, me aseguré de captar casi cada momento a su lado para la posteridad porque en el fondo de mi corazón sabía que cualquier día podía ser el último en que lo viera y lo escuchara. Anthony (como lo llamé los últimos meses en tono de juego) me dio las mejores lecciones de vida y al morir, puso a prueba todo lo que me enseñó y fue así que pude seguir adelante a pesar de no tenerlo y no escucharlo más.
Lo extraño, un día más que el otro y al siguiente también pero su entusiasmo y la fe que tenía en mí me hacen sentirlo presente y lo está en las canciones de Elvis, en las noticias que hoy serían motivo de asombro para él, en la fotografía que ocupa mi sala en la que estamos juntos, sonriendo y mirándonos a los ojos, esa fue la última vez que salimos juntos y lo invité a comer, su cerebro nos regaló una tarde de lucidez absoluta, estaba reconciliado con la vida y se sentía feliz con nuestra existencia, yo sabía que podía ser la última sonrisa que me regalaría y por eso la guardé no sólo en la memoria sino en la eternidad de una imagen que dice más que mil palabras.
La vida nos regala #laspequeñascosas para disfrutar, para amar, para compartir, para recordar, para agradecer, para conectar, para sentir y principalmente para saber que estamos de paso y que cualquier día puede ser el último. ¡Por favor, sea feliz!
A manera de colofón
El Halloween se nos atravesó y nos regaló cantidad de disfraces por todas partes, es increíble que hasta los disfraces evolucionen conforme aparecen nuevos personajes, tendencias, videojuegos, películas y/o series pero el riesgo es muy alto en una sociedad que ya no distingue entre el material destinado a los niños y lo que corresponder ver, oír y hacer a los adultos. La tradición está pasando de ser una costumbre familiar heredada de generación en generación a ser la mera imitación sin fondo ni forma de los nuevos contenidos y las nuevas narrativas que no tienen nada nuevo qué aportar, la alienación a todo lo que da sin distingo de edad y mucho menos género. ¡Nada qué celebrar!
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