Hoy más que nunca, nuestro mundo necesita de paz. De vivir una festividad que nos una en armonía, para celebrar el nacimiento del amor más grande que ha habido sobre la tierra.
Regresemos a la sencillez y al asombro de los niños hasta descubrir el sentido último de la Nochebuena.
Que los sones de temporada acompasen nuestro corazón hacia el compartir con otros, exaltando el verdadero sentido de la celebración. Procuremos entregar regalos de gran valor, de esos que no se compran con dinero, sino que llevan un poco de nuestra esencia personal.
Tengamos presente que el amor auténtico se expresa en actos. Las palabras vuelan ligeras e inaprehensibles con el viento, y su valor se pierde pronto, cuando no van acompañadas de hechos tangibles que planten ese amor en terreno firme.
Trabajemos por lograr unas festividades auténticas y trascendentes. Que nuestros sentimientos se traduzcan en formas tangibles, de esas que moldean el alma.
Hay ruido en el mundo y ruido dentro de nosotros, barullo que aturde la conciencia y no permite distinguir con claridad lo que sentimos, como tampoco lo que hay alrededor. Una cacofonía que termina por robarnos la paz.
Recibamos las fiestas de la mejor manera, dispuestos a vivirlas a profundidad, como un motivo para celebrar el espíritu del hombre, independientemente de la fe religiosa que cada uno de nosotros profese. Que sea una ocasión para compartir aquello que nos lleva a trascender más allá de tiempo y geografía.
Que, lejos de restringir nuestros afectos, optemos por prodigarlos alrededor, de modo de enriquecer el ambiente que todos compartimos.
Finalmente, prodiguemos en hechos la palabra “perdón”. Desde el fondo de nuestro corazón, dispuestos a sanarnos. Porque el perdón tiene su mayor bondad en quien lo otorga, que se libera así de una pesada losa que viene cargando sobre la espalda.
Vivamos unas fiestas para el espíritu que nos renueven interiormente, al lado de los nuestros: los de sangre y los del corazón, quienes nos vienen acompañando por el camino.
¡Felices fiestas!
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