Al 2020 lo recordaremos como un año aciago, aunque si sabemos sacarle provecho, también podemos recibir grandes enseñanzas. Como ejemplo, sólo dos:
Reconocer que el control sobre el entorno, los demás y nuestra propia vida es una ilusión.
Encontrar maneras distintas de relacionarnos con nosotros mismos, con el entorno y con los demás.
Se termina –por fin– este extraño 2020. Un año que lo recordaremos por los enormes desafíos que nos planteó, y que en gran medida aún no están resueltos. Sin embargo, si sabemos sacarles provecho, pueden transformase en importantes enseñanzas.
Para no abrumar en una fecha como esta, me centraré sólo en dos posibles enseñanzas:
La primera de ellas consiste en aprender a vivir en la incertidumbre. Nos rodeamos de bienes y de compromisos, hacemos planes y proyectos, nos sumergimos en relaciones poco saludables, saturamos nuestras agendas de tareas y quehaceres creyendo de ese modo tendremos control sobre los demás, sobre las circunstancias y sobre nuestra propia vida. Sin embargo, esa certeza no es otra cosa que una ilusión. No vayamos más lejos; si en la Navidad de hace un año alguien nos hubiese contado lo que ocurría en 2020, lo hubiésemos propuesto como candidato al psiquiátrico.
Una pandemia, que si la vemos en abstracto es incluso de baja letalidad, nos restregó en la cara lo frágil que es nuestra supuesta vida segura, cómoda y organizada y lo sensible que son nuestras “poderosas” instituciones de salud, nuestros omnipotentes Estados y nuestra adorada sociedad capitalista de consumo. Nos permitió ver a nuestros líderes al desnudo, con sus contradicciones y sus miedos, nos quitó la venda de los ojos acerca de lo inútil y agotador que resulta luchar contra las fuerzas de la naturaleza.
Ahora bien, todo lo anterior no es producto de un accidente aislado y extraordinario, de un castigo divino, de un “cisne negro” incomprensible que trastocó a la civilización humana, a la manera de las películas apocalípticas donde una invasión extraterrestre, un fenómeno natural imposible o un meteorito gigante destruye la paz mundial, hasta que la sagacidad, el valor y los talentos extraordinarios de Bruce Willis “desfacen el entuerto”. Lo ocurrido en 2020 no es equivalente al inverosímil escenario en el que se funda, por ejemplo, la serie de televisión The Walking Dead, donde de pronto, sin razón aparente –o cuando menos no desvelada aún hasta la temporada 8– los seres humanos que mueren, “resucitan” como zombies con la extravagante misión de morder a todos los humanos posibles con la intención de convertirlos también en zombies.
Nada de eso tiene semejanza alguna con la aparición del SARS-CoV-2. Más allá de su origen, se trata simplemente de un nuevo virus, como han aparecido infinidad de ellos a lo largo de la historia humana, situación que da cuenta de la naturaleza cambiante, evolutiva y versátil de nuestro planeta, naturaleza mutable que, por cierto, permitió que de una remota bacteria unicelular pudiésemos devenir los seres humanos.
Ése es el planeta en que vivimos, en el que hemos vivido siempre; un mundo incierto, imprevisto, uno donde la vida se abre camino sin que en ocasiones parezca importarle demasiado las reglas de la estadística y la probabilidad.
Lo que nos enseña lo vivido en el 2020 es que la certeza que tanto añoramos es ilusoria y que la verdadera realidad planetaria está inmersa en el cambio, la transformación y la incertidumbre. Y con todo, para nada se trata de una enseñanza novedosa. Ya Heráclito, filósofo nacido en Éfeso en el siglo VI a.C., dejó cuenta de este conocimiento con su famosa conclusión de que jamás nos bañamos dos veces en el mismo río, haciendo referencia a que todo cambia, a que la realidad está inserta en un devenir en permanente transformación del que los seres humanos no tenemos el menor control.
Si nos lo permitimos, la pandemia por Covid 19 nos puede enseñar que si bien el dominio de nuestro entorno y de nuestro devenir es imposible –y, por lo tanto, la certeza ilusoria–, no se trata de un castigo sino de una manera más profunda de entender la naturaleza del mundo que habitamos.
La incertidumbre no es una anomalía sino una condición existencial inevitable y si asumimos nuestro papel de humanidad adulta y la aceptamos como es, vivir en lo incierto puede convertirse en una manera novedosa y creativa de contactar con la esencia más profunda de la realidad.
Aprender a vivir y a confiar en los procesos evolutivos, escuchar a nuestro cuerpo y a quienes nos rodean, poner atención a las pequeñas señales que nos da la vida pueden ser brújulas más precisas y eficaces que el espejismo de pretender controlarlo todo a partir de nuestra visión limitada y parcial.
Otra de las grandes lecciones que nos ha dejado la pandemia a partir de las restricciones y el confinamiento obligado está en la necesidad de abordar de manera distinta nuestra forma de relacionarnos, tanto con nosotros mismos, con el entorno y con los demás.
Si bien es cierto que hemos tenido que restringir y modificar nuestro modo de contacto con los demás tanto en el entrono laboral, como social, personal y familiar en aras de evitar contagios y reducir la propagación del virus, lo peor que podría pasarnos sería salir de esta crisis asumiendo al “otro” como una amenaza.
No debemos olvidar que ese “otro” que nos rodea, que viaja a nuestro lado en el transporte público, que camina por la nuestra misma acera, que está en la mesa de junto en el restaurante, vive el mismo dilema y experimenta la misma vulnerabilidad y frustración que nosotros. Ese “otro” también tiene una familia que quiere proteger y tiene tanto miedo a enfermar, morir o contagiar a los suyos como lo tenemos cualquiera.
Asumir nuevas formas de socialización, que velen por la seguridad y la salud, pero que al mismo tiempo contemplen maneras aceptables de convivencia y vinculación verdadera es un imperativo central. Ante este escenario la propuesta es buscar una “convivencia consciente”, que implica tomar las medidas apropiadas para reducir al máximo el riesgo de contagio, pero también cuidar de nosotros en todos los aspectos que nos componen: en lo físico, pero también en lo emocional, en lo mental, en lo psicológico, en lo energético y en lo relacional. Esta intención nos exige mantenernos presentes, informados y cuidadosos, pero también proactivos, empáticos y responsables.
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