Quizá el aspecto peor calificado durante la pandemia es el liderazgo político. Presidentes, Primeros Ministros y líderes políticos han hecho toda clase de declaraciones y asumido un coctel incoherente de medidas, muchas veces contradictorias, con tal de no reconocer que no comprenden lo que pasa y que no tienen idea de cómo resolverlo.
Uno de los puntos más débiles y que ha quedado más expuesto luego de casi un año de pandemia es el del liderazgo, particularmente el político. Salvo excepciones muy puntuales, la gran mayoría de los países han cargado con una clase política muy por debajo de los niveles de destreza y eficacia que exige un desafío de las dimensiones de la Era Covid. Por ello, no sorprende que el mundo precovid, dirigido por estos mismos líderes, estuviera –como de hecho lo estaba– al borde del colapso ecológico, social y económico.
Las naciones que han contado con dirigentes solventes, serenos y atinados, que han tomado las decisiones correctas en la intensidad y el momento oportuno y, sobre todo, que han sabido cambiar y/o adaptar sus estrategias a los nuevos conocimientos acerca de la enfermedad conforme se fueron adquiriendo, podrían contarse con los dedos de una mano.
Si damos un recorrido panorámico de lo ocurrido desde el inicio de la pandemia a la fecha, cuando menos en Occidente, lo que en general tenemos es un concierto de Estados y gobiernos que se han visto rebasados, abrumados y muchas veces atropellados y humillados por un virus nuevo, del que se ha ido sabiendo poco a poco. Esta situación ha exigido de nuestros líderes dos habilidades de las que claramente la mayoría de ellos carecen: el aplomo y la serenidad para de gestionarse en contextos de incertidumbre extrema y la capacidad de adaptación y cambio ante dichos escenarios.
A pesar de que por fin contamos con una serie de vacunas desarrolladas en tiempo record –que habrán de tomar aún una buena cantidad de meses en ser aplicadas y dar resultados– la impresión que queda es que entre más sabemos del SARS-CoV-2, y sus nuevas cepas que surgen por aquí y por allá sin que haya forma de anticiparlas, cada vez entendemos menos cuáles son los mecanismos realmente efectivos de prevención y cómo aplicarlos sin el colapso económico, personal y psicológico de los ciudadanos.
Ahora mismo en Europa, Estados Unidos y muchos países de Latinoamérica los contagios están en escalada vertical con todo y las mascarillas, el aislamiento regional, los toques de queda y demás medidas de urgencia que cada nación y cada localidad ha tomado según sus posibilidades y circunstancias.
A lo largo de los meses hemos visto a presidentes, primeros ministros y líderes políticos de todas las ideologías decir un día una cosa y a la semana siguiente la contraria, como si en cada caso se tratara de verdades reveladas, absolutas y definitivas, con el deseo de que con cada nueva afirmación categórica pasaran desapercibidas las contradicciones de su gestión y el hondo desconcierto en que se encontraban.
Lo cierto es que en general las gestiones de nuestros líderes se han caracterizado por manifestar dos atributos que, combinados, han provocado un corto circuito monumental:
La primera, el hecho de que genuinamente no parece que haya una certeza y una opinión consensuada acerca de las medidas correctas a tomar, donde se salvaguarde la salud, pero sin devastar del todo la economía y el tejido social.
Y la segunda: una profunda mezquindad y baja estatura de los liderazgos en general para, por un lado, no atreverse a reconocer que la pandemia los supera y que carecen de todas las respuestas, y por el otro, anteponer sus proyectos y carreras políticas personales o partidarias al bienestar y salvaguarda de sus gobernados.
A lo largo de los meses hemos escuchado conclusiones y vaticinios de todo tipo, salvo la única declaración que no pronunció ninguno: “no tengo idea qué ocurre, ni cómo habremos de salir de esta crisis, pero sepan que tanto mi gobierno como yo hemos dejado de lado cualquier interés personal y trabajamos sin descanso en busca de las mejores soluciones. Esperamos la cooperación, respaldo y participación de todas las fuerzas opositoras en una gran coalición nacional, porque éste es un problema que nos aqueja a todos y, más allá de las diferencias ideológicas, tenemos como prioridad a la gente que nos vota y por ello los invito a pactar una tregua para trabajar juntos hasta que toda esta pesadilla termine”.
No tengo noticia de que ningún líder nacional haya dicho algo como esto, y muy probablemente tienen razones para no hacerlo, porque la mezquindad mencionada se da en la misma proporción en líderes gobernantes que en opositores. Con lo cual, todas las voces al unísono, en un ensordecedor diálogo de sordos, se descalifican mutuamente sin ton ni son, pensando solo en sí mismos, sus partidos, sus carreras y utilizando con despiadada perversidad a los enfermos y fallecidos como balas de cañón para derribar al oponente.
Se dice con ligereza que “toda crisis es una oportunidad” y las fuerzas opositoras en la mayor parte de las naciones de Occidente así lo ha entendido: la “oportunidad” de utilizar la tragedia colectiva para obtener un beneficio personal y político, sin importar demasiado los muertos o las consecuencias económicas, educativas y relacionales que ha ido dejando a su paso la Era Covid.
Y es entonces que se combinan los dos elementos que faltaban para la tormenta perfecta: se confunden y se mezclan los críticos serios, informados, lúcidos y bien intencionados con los críticos sistemáticos que desean el fracaso del gobierno en turno sin importar los costos y consecuencias para la población y el gobierno. Sin una auténtica capacidad para distinguir a los unos de los otros, quienes tienen el poder deciden ignorar a ambos y continuar dando palos de ciego con la esperanza de que la pandemia desaparezca sola.
Tengo la impresión de que esta dinámica perversa nace y se fortalece de una convicción que se ha construido a lo largo de las últimas décadas, pero que es absolutamente equivocada: que un líder que se muestra genuinamente conmovido ante el sufrimiento de su gente, que reconoce su desconcierto, que se manifiesta temporalmente perturbado por la magnitud de la crisis, y, sobre todo, un gobernante que pide ayuda al resto de las fuerzas políticas nacionales, es un líder débil. Cuando en realidad sería lo contrario.
Lo mismo ocurre con los opositores, quienes su motor interno para actuar no es casi nunca el bien común sino el anhelo de poder. Desde esta perspectiva, cualquier éxito del gobierno de turno es un fracaso para la causa, y por ello se mueven todos los hilos para que esto no ocurra.
El problema es que esta dinámica nos ha alcanzado para llegar hasta aquí, pero no nos permitirá continuar evolucionando como humanidad. Aunque ahora así lo parezca, la Covid-19 no es el único problema grave que enfrenta la civilización humana. Podemos enumerar algunos: el cambio climático, la migración, la salvaguarda de la democracia –claramente en riesgo incluso en las grandes potencias que la presumen como parte de su ADN fundacional–, la instauración de una auténtica justicia que llegue en la misma medida a todos, una educación y oportunidades de calidad para cada niño y cada joven que nace en este planeta, una distribución más equitativa de los recursos y la lista podría seguir por varias páginas. Para resolver cada uno de estos problemas, todos ellos sistémicos y estructurales, no basta de la buena intención de un gobernante, ni mucho menos de un caudillo providencial, sino de una clase de liderazgo –tanto en el gobierno como en la oposición, tanto en cada nación como desde una visión global– que anteponga los acuerdos y las soluciones a sus propios intereses personales, por legítimos que sean.
Este es uno de los aprendizajes más importantes que deberíamos asumir de esta Era Covid: un líder que da la cara para decir “no sabemos lo que ocurre, pero trabajamos para remediarlo”. Aun así necesitamos la cooperación de todas las fuerzas políticas en busca de mejores soluciones porque muchas cabezas piensan mejor que una” no sería débil, sino responsable y democrático. Pero ante la imposibilidad de que algo así ocurra, en el sistema precovid en que vivíamos –y vivimos–, lo que rinde frutos es la postura del “sabelotodo”, del “impávido de aparador” a quien en apariencia nada perturba, con lo cual lo que termina por premiarse es la bravuconería de quien cierra los ojos ante la realidad y asegura que todo va bien, y que él, y solo él, es la solución a todos los problemas de la nación.
A pesar de los costos propios de la pandemia que vivimos, si algo bueno podemos sacar de la Era Covid es la certeza de que esta dinámica destructiva no conduce a ningún sitio ni es eficaz para resolver los problemas verdaderos de los seres humanos.
Y es aquí donde viene la verdadera posibilidad de sacar provecho ante una crisis: debido a que la Era Covid ha puesto al descubierto la inoperancia, injusticia e inequidad de nuestro sistema global precovid, tenemos no solo la oportunidad, sino la obligación de cambiarlo.
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