Era Covid: el hábito como motor del cambio verdadero

Conocer nuestras limitaciones y áreas de oportunidad es el primer paso hacia el desarrollo personal, pero el mero conocimiento de nuestras deficiencias no implica un cambio verdadero. Éste sólo llegará si se acompaña de un cambio de...

13 de noviembre, 2020

Conocer nuestras limitaciones y áreas de oportunidad es el primer paso hacia el desarrollo personal, pero el mero conocimiento de nuestras deficiencias no implica un cambio verdadero. Éste sólo llegará si se acompaña de un cambio de hábitos, de lo contrario todo quedará en una buena intención.

En semanas anteriores decíamos que el controlar nuestros ritmos internos, desarrollando la capacidad de hacer pausas, realizar una buena dieta cultural y el llevar a cabo procesos apropiados de introspección antes de tomar decisiones importantes nos habilita para responder mejor a los retos y situaciones que la existencia nos obliga a encarar. Esta clase de herramientas nos permiten conocernos mejor y, en última instancia, nos dan las armas para detectar carencias, defectos y áreas de oportunidad que por una razón u otra nos lastran o constriñen.

Conocer nuestras limitaciones y potencialidades es sin duda el primer paso para desarrollo personal, pero el mero conocimiento de ellas no implica por sí solo que emerja un cambio verdadero. Darnos cuenta de nuestras deficiencias no conlleva de manera automática subsanarlas.

Para autores como Anthony Robbins el cambio existencial puede ocurrir en un instante. Según su visión, es producto de decidirlo de manera comprometida y controlar los estados emocionales que lo impiden.

Lo cierto es que para la inmensa mayoría de las personas cambiar de forma duradera y consistente aspectos internos que nos han limitado por años no resulta tan simple. Lo más frecuente es que a las pocas semanas de recibir una fuerte lección de vida, al sumergirnos nuevamente en las actividades cotidianas, terminamos por volver a las mismas conductas de siempre.

Sin embargo, para bien o para mal, la Era Covid se está encargando de “ayudarnos” –esto dicho de forma tanto irónica como literal– a no poder volver a esa normalidad indeseable tan fácilmente. Esta imposibilidad, si decidimos que así sea, puede convertirse en una coyuntura única para llevar a cabo cabo cambios sustantivos internos y externos que en otra época no podíamos permitirnos.

Por ello, el proceso de cambio en sí se vuelve fundamental. Es posible que para algunos el cambio emerja de manera súbita y se estabilice de inmediato. Pero en mi caso y en el de muchos otros, aun cuando en diversos momento de la vida recibamos comprensiones existenciales profundas y repentinas acerca de diversos temas, la transformación en sí, cuando llega a suceder, tiene lugar casi siempre de una forma lenta y progresiva.

Para el cambio duradero la paciencia y la persistencia se convierten en activos invaluables. Lo mismo que asumir una actitud compasiva (que no complaciente) con nosotros mismos cuando las cosas no se dan del todo como esperamos o la velocidad que nos gustaría.

Más allá de milagros y satoris –instante de comprensión suprema para el budismo zen–, la forma más eficaz de generar cambios consiste en tomar acciones pequeñas, posibles y realizables dentro de nuestra vida cotidiana, muchas veces de consecuencias imperceptibles en principio, pero que, al ser realizadas con intención y constancia, nos ponen en la dirección en la que deseamos encaminarnos. Esto, en lenguaje simple, se puede resumir en que el verdadero motor del cambio, tanto interno como externo, es la construcción de hábitos.

 

El poder del hábito

 

La Era Covid se caracteriza por ser un periodo de cambio y estancamiento al mismo tiempo, de adaptación, de proyectos truncados y nuevas soluciones, de afectaciones y oportunidades en casi todos los ámbitos de la vida. Se trata de una era paradójica que, al mismo tiempo que nos ha permitido toparnos cara a cara con nuestras limitaciones y debilidades, nos ha mostrado también nuestras fortalezas y potencialidades.

Por eso se trata de un momento muy oportuno para afrontar el hecho de que, aun cuando las circunstancias extremas en que vivimos nos permitan acceder a comprensiones profundas acerca de la vida, de nosotros mismos, o de aquellos con que nos relacionamos, casi nunca estos “veintes que nos caen” derivarán por sí mismos en cambios verdaderos y sostenibles en el tiempo a menos de que se acompañen de una transformación de nuestros hábitos.

En su origen etimológico la palabra “hábito” viene del latín “habitus”, participio pasivo del verbo tener. Un hábito es “algo que se tiene”, con lo cual, dejando de lado la compresión materialista, podemos entender el término como una habilidad, una costumbre, una destreza o una capacidad.

Nuestra vida está constituida por los días transcurridos en ella. Cada una de las experiencias que nos hacen ser quienes somos tienen lugar durante nuestro tiempo concreto de existencia. Y cada uno de esos días están hechos de 24 horas. Para que algo –relación, competencia, actividad, costumbre, etc.– forme parte de nuestra vida, necesariamente tendría que estar inserto en nuestro tiempo vital. De lo contrario podríamos estar hablando de las mejores intenciones, de las más sabias comprensiones, de las más avanzadas teorías, pero, de no ir acompañados de un cambio de rutinas, hábitos y conductas que tengan lugar en el tiempo, no serán más que eso: buenas intenciones.

Centrarnos en los hábitos es centrarnos en el proceso y no en el resultado. Centrarnos en el proceso nos anima a seguir trabajando, a mantenernos avanzando, y a observar día con día cómo los retos y las oportunidades para progresar se presentan y se aprovechan, con lo cual dejamos de tomarlas como amenazas de fracaso.

El ejemplo paradigmático de las buenas intenciones fracasadas son los conocidos propósitos de Año Nuevo. Casi nunca se consiguen, y esto se debe esencialmente a dos motivos:

El primero, porque están centrados en el resultado. Una conducta o aspecto personal no nos gusta y lo queremos cambiar; es decir, escogemos algo de connotación negativa de lo que nos gustaría librarnos –como por ejemplo, fumar– sin tomar en cuenta que si está en nuestra vida es porque algún beneficio nos otorga –en el caso de fumar, por ejemplo, liberar ansiedad–. Además, este tipo de propósitos son de “todo o nada”: cualquier cosa que no sea erradicar dicha conducta es un fracaso, con lo cual todo esfuerzo parcial se considera inútil y a esto se suma el hecho de que no solemos tomar en cuenta que debemos obtener de alguna forma el beneficio que esa actividad “aparentemente negativa” nos aportaba, de lo contrario, volveremos a ella, con lo cual las posibilidades de éxito son muy estrechas y demandantes.

El segundo motivo es porque la nueva actividad –ir al gimnasio diariamente, por ejemplo– no cabe en nuestras rutinas. De algún modo nuestros días ya están estructurados de alguna manera y para que entre un nuevo hábito debe desplazarse alguno de los existentes que libere ese tiempo vital, de lo contrario, esa nueva actividad literalmente “no cabrá” en nuestras 24 horas, lo que la convertirá en irrealizable.

Los hábitos se asientan y perfeccionan con la repetición, y, nos guste o no, esta dinámica es la materia prima central del cambio verdadero. No hay milagros ni magia, simplemente se trata de sustituir unas conductas por otras, de preferencia de forma paulatina, y sostener dicho cambio en el tiempo.

Así como en lo individual la auténtica transformación emerge a partir de los nuevos hábitos, lo mismo sucede en lo colectivo. Solo por citar un ejemplo: podemos reconocer toda la corrupción que queramos en las instituciones públicas y gubernamentales. Podemos meter a la cárcel aisladamente a tantos funcionarios como se quiera, pero en tanto no se modifiquen (y se sostengan en el tiempo) nuevos hábitos administrativos –transparencia en asignación y gasto de recursos, rendición de cuentas, eliminar la impunidad, etc.– será casi imposible que el fenómeno cese, por más evidente y deplorable que nos parezca y por claras y elocuentes que sean las diatribas en su contra. Para de verdad erradicarla, los servidores públicos deberán “habituarse” a prácticas obligatorias que limiten paulatinamente la discrecionalidad y la opacidad en las decisiones y actos, con las sanciones claramente señaladas por el incumplimiento y solo así, con el paso del tiempo, el problema se reducirá de modo gradual y progresivo. La mera decisión ejecutiva de “no ser corruptos” no basta. Sin importar cuantos memorandos se escriban, cuantos discursos de den y lo mucho que los individuos parezcan convencidos, para que esa “buena intención” se convierta en práctica cotidiana, requiere ir acompañada de procedimientos, metodologías, criterios, sistemas… en una palabra: hábitos, que fomenten el objetivo de transparencia, honestidad, aprovechamiento de recursos y eficacia. “Erradicar la corrupción” se parece mucho a esos buenas intenciones de inicio de año que jamás se cumplen. Pero mejorar los procedimientos de forma paulatina pero sostenida permite conseguir éxitos intermedios mesurables que alienten a sostener el esfuerzo.

Lo mismo ocurre con el cambio individual. Ya sea empezar una rutina de ejercicio, sujetar nuestros gastos a un presupuesto mensual, hacer dieta o terminar la tesis para por fin titularnos aprovechando la pausa a que nos forza la Era Covid, nada de esto se concretará sin acciones específicas sostenidas en el tiempo que los hagan posibles. Y eso es justamente un hábito: una acción voluntaria con un propósito específico que se hace repetidamente en el tiempo.

El habito, del mismo modo que la introspección, la pausa y la dieta cultural, es otra forma eficaz de relacionarnos con nosotros mismos. Con la combinación apropiada de las herramientas mencionadas es posible una gestión más consciente y eficaz de nuestra propia vida.

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