Cuando hace diez años decidí jubilarme, después de casi cuatro décadas de trabajar como servidor público en diferentes dependencias del gobierno federal, ya tenía previsto que no me quedaría en mi casa para ver transcurrir el tiempo. Sin embargo, también tenía presente que mis estudios de licenciatura no me servirían de nada para montar un despacho puesto que, al no haber ejercido nunca profesionalmente, mi experiencia como abogado postulante era nula.
Del mismo modo, tenía presente mi total incapacidad en el ámbito de los negocios y, por lo mismo, no me aventuraría siquiera a hacerme cargo de una miscelánea o una tienda de abarrotes, ya que sería presa fácil de aquellos que regatean precios y piden fiado; tampoco, a pesar de mi apariencia debido a algunos rasgos físicos heredados de mi abuelo paterno de origen español, hubiera sido atinado dedicarme a la industria panificadora, ya que soy tan afecto a sus productos que ponerme a vender pan sería casi equiparable a haber estado al frente de una cantina en mis tiempos de bebedor. En cualquiera de los dos expendios yo mismo habría sido mi cliente principal y el motivo de su quiebra.
En virtud de lo anterior, dada también la triste realidad de que no tengo la habilidad necesaria para ejercer oficio alguno, llegué a la conclusión de que no servía para casi nada, digo, para algo cuya práctica me resultara en un beneficio económico, no me fue difícil decidirme a engrosar la fila de los taxistas, pues para esa actividad sí me consideré capacitado. En ese entonces, tenía casi cuarenta años de manejar mi propio automóvil, conocía los principales rumbos del Distrito Federal y, lo más importante, contaba con el capital suficiente para comprar un coche nuevo, acondicionarlo con todos los aditamentos propios para el servicio y adquirir la concesión junto con las placas, con lo que yo sería mi propio patrón. Así, en junio de 2006 inicié mi nueva etapa laboral, ahora como servidor público motorizado.
Sobre la vida del taxista hay muchos mitos. Entre todos, destaca aquel que dice que el trabajador del volante es un gran conquistador; que no hay día que pase sin que tenga la oportunidad de concretar una aventura amorosa. Incluso, los mismos pasajeros (hombres) varias veces me preguntaron si era cierta tal fama. Mi respuesta, basada en la experiencia vivida tras el volante, siempre fue negativa. Desconozco si tal leyenda tenga fundamento, pero en mi caso nunca recibí insinuaciones ni di lugar a situaciones de esa índole a grado tal que, tratándose de pasajeras, siempre aducía que la puerta delantera no se abría para evitar que ocuparan el asiento del copiloto, incluso era mi costumbre desviar el espejo retrovisor para que al yo revisarlo no topara con los ojos de la mujer que iba en el asiento trasero. Así, posiblemente, me evité muchos problemas y malas interpretaciones por una mirada furtiva.
Lo que sí, debido a la diversidad de la gente que solicita el servicio, viví momentos desagradables, otros de tristeza por la ignorancia de las personas y unos, los más, que afortunadamente me hacían olvidar los tragos amargos. Por el espacio, narraré sólo dos casos. Los buenos los dejaré para otra ocasión.
La fe ciega, ciega.
El pasaje lo conformaban tres mujeres: la abuela, la hija y la nieta. Al indicarme su destino, la mujer mayor me pidió las llevara a la iglesia de “sannomeacuerdoquién”. De la mejor manera le contesté que de iglesias no sabía nada; que por favor me diera la dirección o me indicara el camino a seguir. Después de decirme la ubicación del templo, me preguntó si yo no iba a la iglesia y le contesté por supuesto que no, que no era creyente. Sorprendida me dijo que era necesario que todos creyéramos y nos encomendáramos a dios. No quise tocar ese tema, pero si le aclaré que las iglesias, sobre todo la católica, estaban tan desprestigiadas que mi recomendación era, como le sugería siempre a mi esposa, que rezara en la casa y no en un lugar en donde al frente estuviera un posible pederasta, abusador de menores. Me contestó que eso se da en todos lados, que debía de todas formas ir a la iglesia. Imagínese –le dije- que ese sacerdote antes de subirse al altar hubiera estado con un niño o una niña. ¿Qué opinaría si eso le pasara a su nieta? –pequeña a la que en ese momento llevaba en sus piernas-. Su respuesta me dejó mudo: “ay, si cuando sea grande le va a pasar, pues el padre nada más se adelantaría”. Llegamos y se bajaron. No lo podía creer.
Periquito burrrro, periquito burrrro.
Eran dos mujeres, una de veintitantos años y la otra ya de la tercera edad, que se conocieron en la esquina esperando el microbús el cual las llevaría a la colonia en la que ambas viven. Oscurecía y ante la tardanza de su cotidiano transporte convinieron tomar un taxi y cubrir entre las dos la dejada. De esto, y de lo que relataré a continuación, me enteré por su tan animada como dispersa plática que sostuvieron durante el trayecto hacia la zona oriente, a la parte más alejada de Iztapalapa con el centro de la ciudad. La una, que si la otra conocía a fulana; la otra, que si la una era familiar de perengano; que una era fundadora de la colonia y la otra apenas tenía seis meses de vivir por allá. La mayor le confió que afortunadamente ya no tenía que llegar a darle de comer o de cenar a nadie, porque su marido hacía tiempo que aprendió a calentarse sus alimentos que ella deja en el refrigerador y sus hijos ya habían hecho su vida lejos del hogar paterno, así es que llegaría a comerse un taco con café y se acostaría de inmediato. La más joven –madre soltera- reconoció que ella si tenía varias cosas que hacer: recoger a su hijo de apenas cuatro años que dejaba encargado con una vecina; darle de cenar y bañarlo; lavar la ropa sucia del día; cenar y cocinar para llevar algo de comer a la fábrica y así ahorrarse algo de dinero al no tener que comer en la cocina económica cercana. También le comentó que, como cada noche, trataría de hacer hablar a Tobías, su hijo, quien a pesar de estar próximo a su quinto aniversario todavía no puede expresarse con palabras. Todo lo pide con sonidos guturales o a señas. Al escuchar eso, su sexagenaria compañera de viaje le dijo, casi con el mismo tono de aquellos merolicos al anunciar la pomada quita barros, espinillas, lunares, verrugas y cualquier otra mancha en la piel, o el jarabe para la tos que además le proporcionará voz de barítono, que ella le daría en ese momento el mejor remedio para que el pequeño Tobías empezara a hablar, si no al día siguiente, a más tardar en una semana. No se lo apunto porque es muy fácil: Consígase un perico verde, ya bien emplumado. Aliméntelo bien y lo que no se coma y deje en el piso de la jaula, ya sea de plátano, cacahuates o de lo que usted le dé, todas esas sobras que deja caer del pico el animal póngalas en la licuadora con tantito jugo de naranja luego, sin colar, se lo da a tomar a su hijo todas las mañanas y verá como pronto va a hablar hasta por los codos. Con la renovada esperanza de que pronto escucharía a su vástago decir sus primeras palabras, la joven mujer no encontró otra forma de agradecer el favor de la receta que pagando ella sola lo que marcó el taxímetro. Las dejé y me fui directo a mi casa.
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