Nunca Pude Hacer Algo Extraordinario

La odisea para abordar el Metrobús, la desesperante y cada vez más recurrente lentitud del Metro y las doce cuadras que...

20 de febrero, 2017

La odisea para abordar el Metrobús, la desesperante y cada vez más recurrente lentitud del Metro y las doce cuadras que caminé de la estación Portales hasta la calle en la que vivo, completaron un día que deseo olvidar, porque mañana será igual y no quiero acumular este tipo de recuerdos en la memoria.

Son las diez de la noche y apenas estoy llegando a mi casa. A la pesadez de mi traslado, se suma que en la oficina se me había juntado el trabajo porque ayer, martes 14 de febrero, “Día del Amor y la Amistad”, sin tener con quien festejar el primer pretexto, solicité permiso para no regresar por la tarde y poder ir al hospital a visitar a Fernando, entrañable y viejo amigo a quien por nuestros dispares ritmos de vida no había visto en los últimos dos años y únicamente sabemos de nosotros por el WhatsApp del celular, vía por la cual antier canceló nuestra cita de la amistad porque fue internado de urgencia. Sin embargo, yo cumplí con nuestro compromiso anual y, aunque fuera en el hospital, lo fui a ver, estuve una hora con él en el cuarto –el cual comparte con otros dos pacientes-, pero él no estuvo conmigo: la doctora me pidió que lo dejara descansar, y ni siquiera intenté despertarlo. También me informó que lo había visitado una persona que dijo ser su hermano, al cual le era imposible quedarse a cuidarlo por lo que trataría de enviar a alguien. Lo más que hizo fue dejar bajo la almohada el celular de Fernando, que recogió de la casa de mi amigo cuando antier fue por él. Con eso en la mente entré a mi domicilio y cerré la puerta.

Ya en la sala, acompañado de una taza de café soluble y recostado en el sillón, me dispuse a revisar mis mensajes en el teléfono. Tenía dos: uno sin leer de mi jefe que me solicita estar más temprano mañana en la oficina, porque “se presentó un trabajo urgente”; el otro, que releí, era el de antier de Fernando:

“Estimado Antonio: No nos vamos a poder ver mañana porque estoy

 internado en el López Mateos por un repentino malestar. Saludos, F.”

Cinco minutos después, el sonido del teléfono me anunció la entrada de un mensaje más:

“Gracias por venir a verme ayer. Saludos, F.”

Una vez que lo leí, me quedé recostado en el sillón y pensé y pensé en mi amigo hasta que me dormí y soñé y soñé lo que tanto pensé.

En mi sueño inicial recordé pasajes que despierto había olvidado, como cuando asistíamos a la preparatoria. Desde entonces, entre ambos nació plena identificación a pesar de nuestras diferentes formas de ser. Él –con un hermano mayor que se fue con su madre cuando se disolvió el hogar paterno después del divorcio-, tenía todo lo que un joven de su edad puede ambicionar. Todo, excepto compañía y cariño, lo que seguramente influyó en su personalidad, pues era evidente la falta de confianza en sí mismo y baja autoestima. Él, ahora sé que lo supe desde los primeros días, era de esas personas a las que no le gusta estar solas, por lo que siempre buscó mi cercanía: “Antonio –me decía- mañana tengo examen de literatura universal y me gustaría que me ayudaras a estudiar. Tú eres bueno para esa materia”; dormitando, también recordé cuando una compañera de la escuela lo invitó a su fiesta de cumpleaños y él vio la forma de que la participación se hiciera extensiva a mi persona, se justificaba– lo supe porque al poco tiempo me enteré- con pretextos tales como “es que me da pena que yo me divierta y mi amigo Antonio no tenga esa oportunidad. Siento feo por él”, aunque en realidad lo que quería, y necesitaba más que nada, era sentirse acompañado y apoyado por mí. Como lo conocía, lo justificaba sin rencor.

También vino a mi ilusión nocturna su incondicionalidad para conmigo, pues desde entonces era de esos amigos que están dispuestos a dar la vida por uno, antes que atender un asunto personal. Evoqué cuando se dio la convocatoria para formar parte del equipo de futbol americano en la prepa, él fue el que me convenció para que me inscribiera y cuando le dije que también lo hiciera me contestó: “No Antonio, el bueno eres tú, yo no tengo aptitudes, seré solo porrista”. El día que me aceptaron, por la tarde Fernando llevó el uniforme de futbolista que acababa de comprar a mi casa: “Toma, ojalá sea de tu talla”. Lo recibí después de acordar su pago aunque fuera poco a poco. En esa época el dinero no le importaba, pues su padre tenía y mucho.

Así crecimos. Y seguí mirando mi pasado con los ojos cerrados, como el día que terminamos la preparatoria para luego ingresar a la universidad, y en un tiempo razonable recibirme de abogado, carrera que mi amigo truncó en el cuarto semestre. Ya adultos, el problema de personalidad de Fernando aumentaría y mi apacible sueño se convirtió en pesadilla con la imagen reciente de Fernando –tal vez poco más de dos años atrás- exclamando, con cierta irritación y sin motivo aparente: “¡Nunca pude hacer algo extraordinario! ¡Éste fue mi destino!”. Sus palabras de entonces me alarmaron, y sin embargo traté de disimularlo e intenté animarlo: “Cómo puedes decir eso Fernando. Tu amistad ha sido extraordinaria, tienes todavía muchos años por vivir y tu destino lo vives día con día. El destino no es fatal, no es una meta. El destino fue, es y será tuyo siempre. Así como el destino hizo que nos conociéramos y disfrutemos de nuestra cercanía por tantos años, lo puedes moldear con tu comportamiento. El destino es una serie de eslabones, es una constante de vida que te depara algo extraordinario momento a momento”. Nunca me convencí de que mis palabras hubieran logrado el efecto deseado, aunque la respuesta de mi amigo me dijera lo contrario: “tienes razón Antonio, voy a tratar de forjarme un destino mejor”. Al poco tiempo me ofrecieron ingresar al despacho de abogados en el que continúo trabajando, por lo que el trato personal con mi amigo perdió la frecuencia acostumbrada y adoptamos la comunicación a través de los mensajes de texto.

Por la incomodidad del sillón, un dolor en la espalda interrumpió mi sueño y desperté más temprano de lo acostumbrado, cosa que me alegró pues tendría tiempo de visitar a Fernando en el hospital y llegar puntual al despacho. Al salir me percaté que mi celular estaba apagado pues la pila se descargó totalmente durante la noche. Ya no tenía tiempo de conectarlo y así me fui.

Cuando llegué al hospital y vi la cama de Fernando vacía, encaré a la doctora con la que había platicado dos días atrás: “Hubo una complicación y su paciente falleció en la madrugada, a eso de la una de la mañana. El hermano se encargó de todo y me pidió que si usted venía, le dijera que para conocer los detalles de los funerales se comunicara al teléfono de Fernando”.

La noticia me caló hondo. No quise que la doctora viera mis primeras lágrimas y me fui rápidamente. Ya en la calle desahogué un poco el dolor y, sin teléfono para comunicarme con el hermano, dirigí mis pasos hacia el despacho.

Al llegar, de inmediato conecté el aparato y casi al mismo tiempo escuché el timbre de un nuevo mensaje. Lo abrí. Era del teléfono de Fernando, enviado a las 12:45 de la noche, 15 minutos antes de su muerte. Me apresuré a leerlo. Aunque con errores –naturales dada su gravedad-, el texto no era breve.

“Estimado Antonio: perdóname, me dolio mcho no verte antier qe vniste a visitrme, pero ya vez hasta sim moverne hago las cosas mal. Nunca formalicé una relación, no trmine la universidad, no tuve una familia y pra colmo nosupe conservar tu amistad. Pero al final, y no m djarás mentir, hoy ya no tngo la absoluta certeza de que nunca pude hacer algo extraordinario…pero si estoy seguro que hoy se cumple mi destino. Y, mira, eso es extraordinario. Adiós querido Antonio, amigo de toda la vida. Se despide de ticon gran afcto, tu amigo F”.

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