“¡Pobre padre, va destrozado!” fue el primer comentario que escuché de la señora que se acababa de subir al taxi frente a la puerta principal del Hospital “Darío Fernández” del ISSSTE, en Barranca del Muerto. Era una mujer de aproximadamente 60 años que seguía con la mirada al sacerdote que caminó hasta perderse, también de mi vista, al dar vuelta en avenida Revolución entre el mundo de gente que en esa esquina espera noticias de sus enfermos internados en el nosocomio, o bien que llega a una consulta o sale de ella.
Sé que debo ser congruente y no hacer lo que no me gusta que me hagan, principalmente en el caso de aquellas personas que buscan adeptos para sus iglesias e insisten en hablarme de las bondades de la práctica de determinada creencia la cual pretenden reforzar con la entrega gratuita de folletos alusivos, sin embargo, no encontré mejor ocasión para poner en práctica mi recalcitrante ateísmo por lo que a mi novel pasajera le pregunté: "¿Destrozado? ¿por qué?" “Es que se acaba de morir su papá” –me contestó-. "Oiga señora –le dije-, una de dos, o ese sacerdote no cree en lo que predica o es muy egoísta. Si su religión promete una mejor vida después de la muerte, ¿acaso, siendo católico practicante, dudará que eso sea verdad y sepa que su padre no subirá al cielo para vivir en la Gloria eterna al lado de su dios?". Me respondió que la muerte de alguien cercano siempre es dolorosa y que “es muy difícil tomarla fácil. Imagínese –continuó- yo todavía extraño a mi abuela que, por otra parte, fue quien me crió. Incluso, cuando mastico chicle y me acuerdo de ella rápidamente me lo saco de la boca y lo tiro porque se que a ella no le gustaba. Es más, cada año, en la cena de Noche Buena, todavía le ponemos su lugar en la mesa y con su recuerdo nos ponemos a llorar, sin importarnos que esté en el cielo desde hace más de treinta años”.
Más que la sinceridad de mi interlocutora fue su inocencia la que mi hizo no abundar en el asunto y cambié de tema. Así continuamos el camino hasta su destino y al bajar se despidió amablemente; por mi parte, decidí que mi jornada había terminado y me dirigí a casa.
En el trayecto, y también ya recogido en la soledad de mi domicilio acompañado de mis cinco perros (“Thor” se sumó a la manada) y de “Jagger”, el gato, frente a la ofrenda de “Día de Muertos” que monté en la sala, traté de recordar qué muerte cercana me había dejado destrozado y que, a través de los años, su recuerdo me hiciera llorar. En un rápido repaso llegaron a mi mente todas aquellas que se han sucedido durante mi existencia: mi abuela materna, mis abuelos paternos, alrededor de 10 tíos, un sobrino y una prima, pero, de todas ellas, las tres más significativas son: la de mi padre, en 1969; la de mi suegro, hace casi 24 años; y la de mi madre, que el 11 de diciembre cumplirá 18 años.
De estas tres, sin duda, la que más lloré fue la de mi progenitor, no porque lo haya querido más que a todos (lo amaba tanto como a mi madre), sino por lo inesperada y porque, en virtud de su trabajo (era agente viajero) de los 18 años que yo tenía cuando ocurrió, apenas habríamos convivido efectivamente unos cinco o seis años, ya que tres meses estaba de viaje y un mes con nosotros en la casa. Lo lloré más también por la impotencia de, por falta de dinero, no poder traer su cuerpo de Parral, Chihuahua, al Distrito Federal. Lo sepultaron allá, con la única presencia de su hermana mayor, mi tía Teresa, a dos metros de la tumba de Francisco Villa.
El llanto por la muerte de mi suegro fue discreto. Lo quise, claro que sí. Sin habérselo dicho nunca, y sin él proponérselo, a partir de mis casi 22 ocupó en mi vida el lugar que había quedado vacante cuatro años antes de casarme con su hija.
La muerte dolorosa más reciente fue la de mi madre. Al pensar en el preludio a su ocurrencia no puedo desasociarla de la segunda ocasión que enfermé de cáncer. La primera, cuatro años antes de su muerte, no tuvo mayor relevancia, aún y cuando hace 22 años al hablar de cáncer éste se tomara casi como sinónimo de muerte. En esa ocasión no hubo problema: me operaron y, para asegurar el resultado, padecí 15 sesiones de radiaciones en la zona de la cual habían extirpado el tumor maligno. Físicamente no sufrí ningún cambio.
Sin embargo, cuatro años después, en mayo de 1998, empecé a ver que atrás de la clavícula izquierda tenía una protuberancia nada normal. No era un grano ni grasa acumulada. Era una bola que crecía desde el interior de mi cuerpo amenazando con romper, aunque no de inmediato, la piel que le impedía el paso. Acudí a Oncología del Centro Médico Nacional Siglo XXI, lugar al que me presentaba regularmente a revisión desde aquella primera vez. Después de auscultarme, el médico me recetó una tomografía para “descartar metástasis”. A los dos meses, ya con un dolor permanente, me presenté para los estudios, cuyo resultado me fue dado dos días después con gran delicadeza por parte del médico. Ese día me presenté y noté que el galeno parecía estar enojado porque, nadie sabía la razón, habían faltado muchas enfermeras. Con la placa en la mano, el que me pareció enojado le ordenó a otro que la revisara. Este último cuando la vio dudó un poco y le pidió opinión a su jefe. El aparentemente malencarado médico se acercó y después de ver la placa pegada en la lámpara le dio una nueva orden: “mándalo a quimioterapia”. En ese momento, como pude por el dolor, me acerqué y le pregunté si no había otro recurso antes de la quimioterapia para atacar el mal. Su respuesta confirmó mi percepción: el médico estaba más que enojado. Así es que, casi con gritos, me contestó: “¿Ya se vio? Está usted invadido, el tumor está por todo el mediastino y no se puede operar. Se va a quimioterapia”.
A la semana siguiente me interné por primera vez para el tratamiento de quimioterapia, el cual consistía en que, al ingresar por la mañana, de inmediato me ponían el suero que se me suministraba hasta las ocho de la noche porque a partir de ese momento, y hasta las ocho de la mañana, ese primer líquido era sustituido por el de “quimio”, como todo mundo le decía en el hospital. Tal procedimiento se repitió una semana al mes, de lunes a sábado y de julio a noviembre. Afortunadamente desde el primer trancazo de quimioterapia mi organismo reaccionó positivamente y los dolores desaparecieron por lo que dejé de tomar morfina. Sin embargo los estragos en mi apariencia no se hicieron esperar: bajé casi 20 kilos de peso y perdí todo el cabello, la barba, cejas, pestañas y los vellos que cubrían mis brazos y mis piernas, incluso los de las fosas nasales. Mi piel tomó un color amarillo claro que hacía que mis venas se vieran más azules.
Por su parte, en agosto de ese año, mi madre se enfrentaba a una tercera y “sencilla” operación (según el médico de un hospital particular) para extirparle un recurrente y creciente lunar en la planta del pie. Después de cada una de las intervenciones a que fue sometida, su salud se deterioraba cada vez más. Verme no la animaba, al contrario, tener enfrente de ella a uno de sus hijos con un aspecto como el que adquirí con el tratamiento le afectó aún más. Nunca me lo dijo, pero su tierna mirada y su cariñosa voz, me indicaban que sentía una gran pena por mí, que daría cualquier cosa por ser ella la que tuviera el mal que me aquejaba. En esas circunstancias llegó diciembre. Para el sábado cinco de ese mes, mi cuñada bautizaría a su hijo y mi esposa y yo seríamos los padrinos. Programamos un almuerzo para después de la iglesia, al que por supuesto habíamos invitado a mi mamá y a mi hermana. Me aseguró que nos acompañarían. No obstante, en la noche previa me llamó para decirme que se sentía mal y que no asistirían. Le insistí pero no la pude convencer y me enojé. Yo estaba seguro que su negativa era porque no quería verme; que mi aspecto le afectaba mucho y la deprimía a grado tal que su malestar aumentaba. Por la tarde, después del festejo, se comunicó conmigo para decirme que se quería internar. Le comenté que le hablaría a mis hermanos para ir por ella, la ayudaríamos a bajar las escaleras y la llevaríamos al hospital. No quiso. Quería que una ambulancia fuera por ella y la bajaran en camilla. Así fue. Se internó y la operaron de una oclusión intestinal el martes o miércoles siguiente.
Después de la operación, y recuperada de la anestesia, mis hermanos y yo pudimos platicar unos minutos con ella. Inesperadamente, dos días después entró en coma. El viernes once yo tenía cita en el Centro Médico para conocer los resultados de los últimos estudios que periódicamente me hacían como seguimiento después de la semana de quimioterapia. Ese día pasé primero a ver a mi madre quien aún no salía de su aletargamiento. Hablé con ella. Le dije que iría a mi cita mensual a oncología pero que de inmediato regresaría para estar con ella.
En el Centro Médico, después de revisar mi expediente, el médico tratante me dio de alta; me dijo que no era necesario que me internara por sexta ocasión para el tratamiento puesto que los resultados de los últimos estudios reportaban que no había rastros de mal, pero que seguiría en revisión semestral y tal vez anual, según fueran dándose los resultados.
Salí corriendo feliz del Siglo XXI. Quería llegar lo más rápido posible con mi madre para darle la buena nueva. Llegué como pude, subí las escaleras y entré a su cuarto. En el estaban mis tres hermanos y mi hermana. Me acerqué y le dije: "Mamá, me acaban de dar de alta, ya estoy bien". Luego le di un beso en la frente y la abracé. De inmediato les dije a mis hermanos, también contentos por la novedad, que quería darles personalmente la noticia a mi esposa y mis hijos. Que iría y regresaría en dos horas.
Al igual que actualmente, en cualquier momento en el Viaducto es “hora pico”, por lo que después de media hora todavía no llegaba a la mitad del recorrido rumbo a mi casa. De repente sonó el timbre de mi celular. Era mi hermana avisándome que mi mamá se había puesto mal. Que por favor me regresara. Así lo hice.
Cuando llegué al hospital me informaron su fallecimiento. No se lo dije a nadie, pero estoy seguro que, en medio del dolor, mis hermanos pensaron lo mismo que yo: Mi mamá se fue contenta. Todos sus hijos están sanos.
Desde entonces, a diferencia de mi pasajera, a mi madre no le reservamos un lugar en la mesa en Noche Buena ni lloramos cuando nos acordamos de ella. La tenemos siempre presente y nos hace felices su recuerdo.
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