Las (Auto)Viudas de la Cuarta Cerrada de Porto Alegre

Esto que te voy a contar, Eduardo, no se lo digas a nadie porque no tengo testigos ni más evidencia...

13 de febrero, 2017

Esto que te voy a contar, Eduardo, no se lo digas a nadie porque no tengo testigos ni más evidencia que lo que vas a escuchar. Ya sacarás tus propias conclusiones, porque yo no voy a culpar a nadie.

Un sábado de hace un año, cuando apenas estaba por cumplir dos semanas de rentar un pequeño cuarto con baño en la azotea de una casa de la Cuarta Cerrada de Porto Alegre, tuve la necesidad de ir al supermercado para comprar artículos para mi aseo personal. Solo eso porque, afortunadamente, no tengo que preocuparme de la despensa pues mi casera, doña Pilar, viuda desde hace 30 años -quien como te he dicho y comprobaste la vez que fuiste a la casa, es una excelente cocinera y una campeona en la repostería-, me ofrece de lunes a viernes el desayuno y la cena, y los fines de semana los tres alimentos del día a cambio de una cantidad mensual en extremo económica, por lo que muy pronto no solo recuperé los kilos que había perdido por mi desordenado ritmo de comidas de antes sino que gané algunos de más.

Era prácticamente la primera ocasión que salía sin dirigirme a la oficina, pues el sábado y domingo anteriores me los pasé encerrado acomodando mis pocas pertenencias y mis libros. Por la seguridad que brinda una calle cerrada, sobre la banqueta y debajo de ella no me llamó la atención –a pesar de ser un día no laborable-, ver a varios niños y niñas jugar a la pelota y en bicicleta, acompañados, exclusivamente, de quienes seguramente eran sus madres y abuelas.

Ya en el centro comercial –convenientemente localizado a dos calles de mi nuevo domicilio-, rápidamente encontré lo poco que buscaba y me dediqué a recorrer sus pasillos. De repente escuché una voz: “Hola, Pineda”. De la sorpresa pasé al asombro cuando identifiqué a la persona que había pronunciado mi apellido. Solo podía ser doña Tina, la mamá de Guillermina y de Herminia, una mujer ya mayor, claramente octogenaria, que con familiaridad –a pesar de haber pasado casi cinco décadas de la última vez que con esas mismas palabras me recibió en la que entonces era su casa- se   acercó para plantarme un beso en la mejilla a manera de saludo y, aunque turbado, atendí su gesto de igual manera. En unos cuantos minutos platicamos de tantas cosas que la verdad –estimado Eduardo- no puse mucha atención. Lo único que se me quedó gravado es que ella también –desde que se casaron sus hijas, ambas en 1973-, vive en la Cuarta Cerrada de Porto Alegre, a cuatro casas de donde rento, nada más que en la acera de enfrente.  Antes de despedirnos acepté su invitación para comer en su casa 15 días después. “Te voy a hacer las albóndigas que tanto te gustaban y les pediré a mis hijas, que heredaron mi ´toque´ culinario, ese pastel de yema de huevo que te encantaba cuando ibas a la casa”. Con la promesa de vernos pronto, me pidió que no les preguntara por sus maridos pues –me confesó- habían enviudado recientemente.  

De regreso recordé que éramos adolescentes cuando Guillermina, su hermana Herminia y yo nos conocimos siendo vecinos.  Vivían solo con doña Agustina, su mamá. Nunca me contaron nada de su padre, ni yo consideré prudente preguntarles. A mi edad, era lo mismo que el matrimonio se hubiera disuelto o que el padre ya estuviera muerto. Sin embargo, hoy casi estoy seguro que la señora también enviudó siendo muy joven. 

Al entrar a la Cuarta Cerrada de Porto Alegre, el paisaje que minutos antes me había parecido normal, en ese momento hizo preguntarme ¿en dónde estarán los papás y los abuelos?

Cuando llegué a la casa, de la cocina de doña Pilar emanaba el delicioso aroma del pozole estilo guerrero prometido para la comida, del cual me comí dos platos de regular tamaño, y a cada uno – por recomendación de su autora- le agregué chicharrón, dos sardinas y un huevo crudo, para continuar con dos porciones de “bienmesabes”, un riquísimo postre oriundo de ese mismo estado sureño.

En la sobremesa le platiqué a mi anfitriona del encuentro con doña Tina y de los años de conocerla, que eran casi los mismos que tenía de no verla. Le dio mucho gusto pues –me aseguró- que ella y las otras veinte vecinas de la Cuarta Cerrada de Porto Alegre, hace tiempo, regularmente los martes, se reunían ahí, en su casa, para intercambiar recetas de cocina, y preparar los más suculentos platillos con los que una buena y amorosa esposa debe agasajar todos los días a su marido.  “Con el mismo afán –me siguió contando doña Pilar- cada una de nosotras enseñó a sus hijas el arte de cocinar con manteca”. Su orgullo era evidente cuando afirmó que “era rarísimo si nuestros señores no llegaban a la hora de la comida para reclamar el platillo del día y, si por alguna razón no habían podido venir, en la cena nos cumplían”, pero pronto desapareció y en su rostro se pintó la tristeza al recordar que, infortunadamente, la costumbre se fue perdiendo pues “cansados del diario trajín de su trabajo, uno a uno de nuestros maridos se fue haciendo viejo hasta que la vida ya no los aguantó.  Por cierto –apuntó-, Tina ya sabía cocinar; ella nos enseñó muchas recetas, pero cuando llegó a vivir aquí, a la Cuarta Cerrada de Porto Alegre, ya venía sola. Años más tarde, sus dos hijas llegaron a vivir con ella”.

Sobra decirte amigo Eduardo que con doña Tina fui a comer en la fecha comprometida y, a partir de entonces, en el transcurso de este año cada dos sábados estoy en su casa, estenn o no sus hijas, sin dejarle en los días restantes la mesa servida a doña Pilar.

Te lo comento, estimado Eduardo, porque siento que el trajín del trabajo ya me está cansando y creo que me estoy haciendo viejo y, no sé por qué, pero me preocupa que cuando la vida ya no me aguante, yo no tenga viuda amorosa que me recuerde y extrañe a la hora de la comida.

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