La última ocasión que me puse frente a un espejo para ver reflejada mi imagen fue hoy en la mañana, poco antes de la llegada de mi sobrino –hijo de mi hermano mayor- quien amablemente se ofreció para llevarme al Hospital de Cardiología del Centro Médico, en donde me internaré debido a que mi operación está programada para esta tarde. Aunque a mis 70 años era imposible no tener memorizado mi rostro, la verdad, no lo hice por gusto o porque fuera mi costumbre, sino por un insano deseo de curiosa comparación, porque ayer -contraviniendo a los doctores que me recomendaron ya no salir a la calle-, a bordo de uno de los vagones del metro, sin otra cosa con la cual me pudiera entretener que no fuera pensar obsesivamente en mi cita médica del día siguiente o para evitar el riesgo de quedarme dormido y soñar con el cardiólogo durante la próxima media hora más de trayecto, encontré que observar las caras de mis ocasionales compañeros de viaje era el mejor pretexto para desprenderme de mis pensamientos y de la pesada carga apenas sostenida por mis débiles párpados.
Vale advertir que para realizar el breve examen físico rápidamente me fijé algunas mínimas condiciones: para evitar malos entendidos, no revisé los rasgos de las mujeres, y únicamente miré a los hombres que “a ojo de buen cubero” fueran unos quince años más jóvenes que yo, o más o menos de mi edad; deseché a aquellos que tenían alguna cicatriz muy grande y también a los que, a diferencia mía, se abandonaron a Morfeo, pues consideré que su postura –agachados o de plano con la cabeza vuelta hacia atrás o a alguno de los lados- deformaba sus facciones. De todos, preferí a quienes llevaban anteojos o audífonos o las dos cosas; así también a los que se rasuraron o usaban bigote o barba, sin importar la forma de su recorte y, naturalmente, los que con todas esas características fueran además calvos. Aunque parezca increíble, de las treinta o cuarenta personas más próximas, únicamente pasaron el filtro cuatro sujetos.
Con la discreción del caso, para no provocar suspicacias, analicé las redondeces de sus cabezas, sus perfiles –tanto izquierdos como derechos-, sus frentes, las formas de sus ojos, sus cejas, narices, orejas y bocas. También fueron objeto de mi privado escrutinio sus frentes, mejillas y, hasta donde me alcanzó la vista, las texturas de sus pieles. Con toda esa “información”, llegué a mi estación/destino, salí de ella y caminé tan rápido como mi decaído organismo me lo permitió, a esa hora en la que el sol le entrega su responsabilidad lumínica a la fila de postes “sembrados” en la banqueta para que cada uno intente hacer llegar su artificial y lánguido brillo hasta donde inicia el de su par más cercano. Diez minutos después, alarmantemente sofocado y cansado por el esfuerzo, entré al departamento que habito. Como vivo solo, y el edificio es muy tranquilo, nunca instalé una chapa de seguridad, por lo que para abrirla mi sobrino solo utilizará una llave. Preparé café que alcancé a servir en un jarro el cual dejé a medias junto con un pedazo de pan dulce que apenas mordisqueé, pues no lograba reponerme de la fatiga y un inesperado dolor en el pecho imposibilitaba mis movimientos por lo que para tratar de regularizar la respiración me recosté en la mesa y de inmediato cerré los ojos.
A la mañana siguiente, aunque hubiera jurado que no habían transcurrido ni cinco minutos y que todo se sucedió en un cerrar y abrir de ojos, totalmente repuesto de mis malestares previos –en tanto llegaba mi familiar-, me detuve frente al espejo para mirarme en él y mentalmente compararme con aquellos que revisé la tarde/noche de la víspera en el metro. Desde siempre –pues no había otro remedio-, sin ser desagradablemente feo, he estado consciente de que mi cara no es algo de lo que pueda sentirme orgulloso, pero tampoco como para preocuparme por ello. Sin embargo, con la “información” recogida ayer, mirándome en el reflejo hoy descubrí “nuevas” imperfecciones en las que nunca había reparado.
Encontré que mi frente había crecido de manera impresionante, pues aquellos cinco o seis centímetros entre las cejas y el nacimiento de la cabellera pasaron a ser algo así como 20, es decir ahora esta parte de mi rostro colinda con mi nuca y, sin cabello que lo cubra, emerge un cráneo casi cuadrado; para ver mis perfiles, tuve que apoyarme en un par de espejos laterales encontrando que entre ambos apenas se guardan cierta similitud, por lo que muy bien podrían ser de personas distintas; mis cejas, lo mejor que siempre tuve, de estar perfectamente delineadas y formar cada una un pico en su parte media/alta, ahora crecen al garete; los ojos, los ojos están tan cambiados que parece como si me los hubieran trasplantado de dos individuos diferentes –tal vez cada uno corresponde a cada uno de mis perfiles-, además de que uno es más pequeño que el otro; mi nariz no es otra cosa que la razón por la que nunca pude usar anteojos para protegerme del sol, pues es tan ancha que ningún artefacto de esos embonaba en ella; las orejas, de haber tenido valor, habría imitado por duplicado a Vincent van Gogh cortándome las dos pues, además de estar llenas de pelos, no me sirven para nada, debido a que por una extraña razón para fijar los audífonos en ellas solo puedo hacerlo utilizando cinta adhesiva, sin contar que estos apéndices cada día crecen más y, para colmo, casi en forma horizontal; mis mejillas, como es natural, debido a su flacidez y a la fuerza de gravedad, cuelgan de mi cara sin mayor recato lo que, en combinación con la nariz, me da aspecto de guajolote; mi piel, esta parte… ¡Ring, ring!
Ya no pude continuar porque me interrumpió la voz de mi sobrino y el sonido del timbre que oprimió, pero me fue imposible levantarme para abrir. Al escuchar mi silencio, utilizó la llave que le presté solo para encontrar mi frío cuerpo ya sin vida recostado en la mesa del comedor, un jarro de café tirado y roto en el piso y un pan de dulce a medio comer cubierto de hormigas.
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