Día 8: El pasado que se hizo presente

¡Qué pequeño es el mundo! En la boda de Anita y Alejandro me enteré que la escuela en la que se conocieron es la misma...

15 de agosto, 2016

¡Qué pequeño es el mundo! En la boda de Anita y Alejandro me enteré que la escuela en la que se conocieron es la misma en la que estudié tres años antes que ellos. Es difícil de creer pero lo que me contaron de su paso por la secundaria 59, en la colonia Viaducto Piedad, es tan diferente a los que este encuentro hizo que regresaran a mi mente, que deseo compartirlos hoy con ustedes, queridos amigos, Julio y Antonio.

Lo que oirán, no pasó hace uno ni dos años: ¡sucedió casi 50 años atrás! No comentaré las anécdotas de la feliz pareja, únicamente les relataré lo que a mí me consta. Les expondré lo que más me marcó en cada uno de esos tres años.

1967: Sin modestia -con casi 16 años de edad y poco más de 1.75 de estatura-, mi presencia impactó a mis condiscípulos. Algunos preguntaban si yo era el profesor o el prefecto y la gran mayoría, me hablaba de usted. Fue fácil integrarme al grupo pues siempre procuro hacer amigos y en pocos días ya era conocido como JG alias El Papi. Tampoco fue difícil ubicar de quiénes debía cuidarme. Por su fama y sus apodos, de inmediato ubiqué a El Perro y a sus contrapesos, todos ellos cursaban el segundo grado. Pronto me hice amigo de El Monchis, El Greñas, El Tocallo (así lo escribía él) y El Semental. De mi grado de estudios, mis más cercanos fueron por el lado de ellos, Jesús y Miguel y por el de ellas, Selene, Alejandrina y Teresa. Aunque en ese mi primer año no hubo sobresaltos, sí pude darme cuenta que en esa escuela, de apariencia normal, el peligro era latente.

1968: Ya en segundo grado las cosas cambiaron. Llegué a pensar que debido al movimiento estudiantil, lo que menos quería el gobierno era que las secundarias se contagiaran y salieran a las calles, por lo que con los complacientes nuevos directivos y una sociedad de alumnos de enorme influencia, la disciplina se relajó en extremo. No fueron pocos los compañeros que anunciaban con la futura víctima/cómplice de testigo, que al día siguiente dos de ellos la llevarían de pinta para darle hasta para llevar. En cada caso, a los tres o cuatro meses, sin decir nada, las niñas abandonaban la escuela.

El Día del niño, fue fiesta segura. Para lograrlo, cobramos la entrada y así obtener recursos. Luego, algo que ahora me parece increíble: el Director nos prestó su auto para ir a Garibaldi por mariachis, con la condición de que no se introdujeran bebidas embriagantes. Por supuesto que aceptamos tal condicionamiento. Al final de la fiesta no éramos pocos con varias copas de más.

Era un secreto a voces que El Perro, con diez chamaquitos de la escuela, se dedicaba a recorrer comercios de la zona para asaltarlos y robar mercancía y dinero. Físicamente El Perro se parecía a Mike Tyson y como éste en el cuadrilátero, aquel en la calle o en la escuela una vez sometida no dejaba a su presa; y ni forma de intervenir, porque siempre llevaba en el cinto uno o dos desarmadores de largo alcance. Tenía el apodo bien ganado. Ese mismo año, este sujeto fue a parar a la cárcel por matar a una persona con un desarmador. Seis meses después lo encontré en la calle de Coruña y su único comentario fue: me salió caro el güey ése.

1969: En las horas libres nos sacaban al patio de deportes, regularmente entre las seis de la tarde y las nueve de la noche, cuando ya al sol primero le impedían el paso las enormes paredes del frontón y más tarde el horizonte. Algunos compañeros se reunían al fondo a fumar mariguana, inhalar cemento y tomar alcohol y cervezas, que introducían por la barda de la vecina casa de uno de ellos.

Para ese entonces El Perro, cual vil fósil, seguía yendo para reclutar incautos y continuar los asaltos, así como para vengar a alguno de sus hijos si cualquiera de éstos consideraba necesario que así fuera. El prefecto le tenía miedo. Por sus antecedentes, todos evitaban tener un problema con él o con sus hijos, pues sabían que quien osara ofender a uno de los suyos se tendría que enfrentar al mismísimo demonio. Sin embargo, la fiesta tenía que continuar y para eso, no había nadie más que un compañero de apellido Plata, hijo de un bodeguero de La Merced, quien todas las mañanas le encargaba depositar cheques y efectivo cobrados en la madrugada, encargo que cumplía casi a la perfección, porque de lo que debía ingresar al banco cada día, se quedaba con el equivalente a mil pesos actuales, y con ese dinero y cuatro de sus mejores amigos, tres de los cinco días de la semana se iba de pinta a donde quisieran sin recato alguno con, obviamente, las cinco novias. Hasta que un día a Plata se le ocurrió que podían formar un grupo de rock: yo les compro los instrumentos -les dijo- y todos se animaron. Pero, como hasta en los peores relatos hay un pero, antes de adquirir las guitarras y la batería ocurrió lo que tenía que suceder: uno de ellos tuvo un roce con un hijo de El Perro. No había más, la suerte estaba echada, de darse, el pleito sería al más alto nivel. Así es que a partir de ese día el sueño de formar un grupo de rock se esfumó cuando el patrocinador les anunció: ya no voy a comprar instrumentos, mejor les voy a comprar pistolas a todos. 

Una tarde cuando disfrutábamos de una de las frecuentes horas libres, ya con los precoces pistoleros deambulando por la escuela, me encontré a Plata. Estaba recostado de lado con el frente hacia la cortina metálica del mostrador de la tiendita ubicada en el pasillo que comunicaba al gran patio y con el suéter escolar a manera de almohada. Al verlo, no se me ocurrió otra cosa que empujarlo para que despertara. Lo hice y su reacción fue inmediata: con un rápido movimiento, como impulsado por el miedo, al tiempo de incorporarse metió su mano izquierda debajo de la almohada  para sacar de allí la pistola con la que en un segundo me estaba apuntado. Al reconocerme, y antes de acomodarse nuevamente en el mostrador para seguir dormitando, exclamó: eres tú, Papi.

Seguramente El Perro se enteró que de presentarse en la escuela cinco prospectos de sicarios lo estarían esperando, por lo que ya no se supo nada de él el resto del año. Los frustrados músicos se deshicieron de sus armas después de un pleito afuera de la escuela, en el que uno de los mirones resultó con un rozón de bala en la pantorrilla.

Era abril, en tres meses más terminaría el ciclo escolar y con él, mi paso por la secundaria. El último día de clases, cuando esperaba que Teresa me invitara a su fiesta de quince años, lo que recibí fue la invitación a su boda con Jesús, de apenas dieciseís.

De aquellos amigos, solo he visto a tres: a Selene, hace unos quince años, ya no era rubia y sus ojos tristes perdieron el azul de antes; a Monchis, feliz cerca de Jalapa, lo visité creo que en el 2012, se dedica a la venta de huevos de gallina orgánicos; con Alejandrina, en compañía de su hermana Rocío, tomé un café creo que en el 2013 y observé que aquella niñota regordeta, ahora solo conserva la estatura, pues es una mujer madura y muy guapa. De los demás no sé. Si les dije que siempre procuraba hacer amigos, debo reconocer que nunca procuro conservarlos. Así ha sido con mis compañeros de la preparatoria y de la universidad. Algo que con el tiempo lamento mucho.

El Caifán y El Perro, cada uno por su lado, tenían a su grupo de seguidores, la mayoría de los cuatro salones de primer grado. El Caifán no era de peligro, toda vez que en su afán de conquistador, un tanto cuanto amanerado, se la pasaba peinando y acicalando su ridículo copete, y sus incondicionales para lo único que servían era para llevar y traer recados entre él y la presunta en turno.

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