Día 4: Afluencia

Tenía apenas dos minutos de haber llegado a la casa de JG, cuando de la calle entró un grito: “¡vengo por ti en tres horas...

18 de julio, 2016

Tenía apenas dos minutos de haber llegado a la casa de JG, cuando de la calle entró un grito: “¡vengo por ti en tres horas exactas!”, era la voz de Eluviera, la esposa de Julio, quien acababa de dejarlo en la puerta junto con el anuncio de su regreso puntual, un instante antes de arrancar el vehículo hacia su destino.  JG que estaba entretenido en la cocina me pidió que abriera la puerta y lo invitara a pasar.

Después de intercambiar saludos, los tres estábamos cómodamente sentados en los mullidos muebles de la sala los cuales no tenían las sábanas que en mis dos visitas anteriores los cubrían. No quise develar el misterio.  Atento JG, nos sirvió las primeras tazas de café, en un plato nos ofreció galletas como complemento y de inmediato nos confió la razón por la que nos convocó a los dos:  

 “Quise que nos reuniéramos porque tengo un problema existencial”. Al escucharlo Julio y yo nos escurrimos en nuestros asientos para quedar apenas en la orilla y, extrañados, con un rápido movimiento ambos nos miramos a los ojos para de inmediato posarlos de nuevo en el de la voz que, divertido, nos aclaró: “pero no es para que se alarmen, sino para que pongan algo de su parte”. Perplejos, repetimos los movimientos anteriores para terminar nuevamente con nuestra mirada clavada en él. “Resulta que ustedes dos son mis mejores amigos. No sólo eso, son mis únicos amigos y, paradójicamente, entre ustedes no existe más que un simple compañerismo de oficina. Tenemos que hacer algo, es decir, ustedes tienen que hacer algo para que esta situación cambie, a menos que les disguste la idea y no quieran, pero nada me daría más gusto que mis dos amigos sean amigos entre sí”.

Julio y yo le dimos algunas excusas: trabajamos en la misma dependencia pero  somos de diferentes áreas, él en el tercero y yo en el octavo piso, por las cargas de trabajo tenemos diferentes horarios y otras más por el estilo, pero al final coincidimos con nuestro mutuo amigo y le aseguramos que  seríamos algo así como una nueva versión de los tres mosqueteros.

“Bueno –me interrumpió-, pues me parece perfecto. Entonces vamos a empezar y qué mejor que un ejercicio en el que los tres podremos dar nuestra opinión.  Les voy a platicar algo que escuché en la radio y, con dos ejemplos, trataré que el asunto quede más claro y puedan ustedes contar algo sobre el particular. Los ejemplos son libres. 

“Además, Antonio, quiero decirte que esta plática es muy oportuna porque ya es un hecho que Julio se jubila en poco tiempo y ese casi no se ven se convertirá en un nunca si entre ustedes no hay lazos de amistad. 

“Pues bien,  hace unos días escuché en la radio una noticia que me llamó la atención: en los Estados Unidos una juez redujo considerablemente la sentencia de un joven -hijo único de acaudalada familia-, acusado de homicidio con todas las agravantes, después de ser sometido a diferentes exámenes sicológicos mediante los  cuales le diagnosticaron una extraña enfermedad llamada afluencia, provocada en gran medida por sus entornos familiar y social.  Esta enfermedad, según me enteré, consiste en que, quien la padece, no conoce límites en su conducta y por lo tanto le es imposible discernir entre el bien y el mal.  En pocas palabras, el enfermo está convencido de que tiene derecho de hacer todo lo que le da la gana”. 

Conforme JG abundaba en su relato, no imaginaba cómo, en el medio en el que me desenvuelvo, puede darse una situación de ese tipo ya que la mayoría de mis conocidos no tiene holgura económica. Sin embargo lo seguí escuchando.

“De entrada –prosiguió nuestro anfitrión-, tal enfermedad, la afluencia, me pareció totalmente atípica y poco común.  Pero una vez que supe su significado literal –que según el Pequeño Larousse es abundancia-, me di cuenta que en mayor o menor medida somos muchos los que la pudiéramos padecer o contraer. En todas partes se dan  ejemplos, peores o menos malos. No es necesario tener demasiado, basta con tener o creer  tener  un poco más que los demás. Voy a citar dos casos en los que  protagonistas suponen tener total derecho de hacer lo que hacen: la afluencia, en algunos casos, puede ser contagiosa”.

Me pregunté en silencio: ¿soy un potencial receptor y emisor de esa enfermedad? Me dispuse a seguir escuchando con la esperanza de tener una respuesta.

“Como saben, acudo irregularmente a la Guay Sur en el que 8 de cada 10 personas a las que les he solicitado cerrar la llave de la regadera para no desperdiciar el agua que cae sin obstáculos directamente al piso mientras platican con otro usuario, me contestan que es mentira, que siempre procuran no malgastar el líquido y que -he ahí los primeros síntomas de la enfermedad- pagan puntualmente su cuota mensual, por lo tanto aseguran tener derecho a esos momentos de relajación. ¡Cómo culparlos!. 

“Un segundo ejemplo lo escuché en la radio, lo vi en la televisión y lo leí en los periódicos: Un general del ejército en retiro, secretario de seguridad pública municipal de la capital del estado de Querétaro, después de haber sido difundida en las redes sociales su imagen comprando la despensa familiar auxiliado por varios de sus colaboradores en vehículos oficiales, argumentó: (…) con 50 años de servicio, tengo justo derecho de utilizar de esa forma los recursos públicos. Me lo he ganado (…). Cuando me enteré quería recomendarle  que no se desgastara ni forzara una justificación por antigüedad laboral ya que, para su tranquilidad, no era culpa suya ni tenía razón para apenarse. Le diría: Mi general en retiro, está usted enfermo. Es un claro caso de afluencia

“Como ven, son ejemplos sencillos, pero en ambos ya se asoma irremediablemente la enfermedad.

“¿Quién continúa?” –nos preguntó y Julio levantó la mano e inició su comentario.

“Debo reconocer –advirtió de inicio- que en un principio pensé que encontrar un ejemplo de tal enfermedad me iba a ser muy difícil, pero con los casos que expusiste se me aclaró el panorama. Espero no estar equivocado.

“¿Recuerdas –le preguntó a JG- cuando de estudiantes nos llevaron detenidos a la entonces delegación de policía de la calle de Goya, por Mixcoac?. Bueno, pues ese caso, que califiqué como un acto de prepotencia y franca delincuencia institucional, ahora me doy cuenta que sólo lo podían haber cometido personas enfermas.

“Pues bien, después de una comida en la casa de un amigo que se prolongó hasta la media noche, ya en la madrugada caminamos a la esquina de Insurgentes y Félix Cuevas en busca de un taxi, cuando frente a nosotros, de manera abrupta, se detuvo un auto particular del cual se bajó un tipo acompañado por dos policías. Esos fueron -les dijo el civil-, y de ahí en adelante se dio el siguiente diálogo:

Policía: Súbansen al carro; Nosotros: ¿pero por qué?; Policía: Le rompieron el espejo retrovisor y la antena al señor. Súbansen; Nosotros: No es cierto; Policía: Que se suban les digo.  Después de una o dos invitaciones más y de sendas negativas nuestras, la arremetieron a toletazos contra JG, por lo que sin remedio nos subirnos al vocho.

“En la delegación el juez cívico ordenó que nos encerraran sin escuchar nuestro reclamo de un médico que constatara los golpes recibidos.  Más tarde, sin explicaciones nos trasladaron a “El Torito”, del cual salimos como a las seis de la tarde del sábado, gracias a uno de los hermanos de JG. Por supuesto salimos libres porque no había cargos”.

“El colofón –intervino JG- se da un año después, cuando una compañera de la facultad me reconoció y comentó que en esa delegación esos dos policías y el civil, en contubernio con el juez cívico, cada fin de semana hacen lo mismo. Grave caso de afluencia.

“Te toca” –me invitó JG-.

Les dije que sería breve, porque ya casi se cumplían las tres horas comprometidas. Entendí perfectamente lo que es esta enfermedad. Por lo tanto mi comentario estaba encaminado a justificar y defender a Javier Duarte, todavía gobernador de Veracruz; a Roberto Borge, en igual circunstancia en Quintana Roo; a Cesar Duarte de Chihuahua; y tantos otros inocentes funcionarios públicos de todos los niveles de gobierno, federal, estatal y municipal, titulares y segundones, que día a día se esfuerzan y desgastan inútilmente por querer cubrir lo que toda la sociedad califica como fechorías, latrocinios y crímenes, sin saber que estos desgraciados funcionarios están enfermos y que, con sus miserables cuantiosas fortunas, sufrirán en la impunidad todo lo que les resta de vida la calumnia generalizada de gente desinformada,  que ignora los avances en el campo de la sicología y, por lo tanto, la existencia de este pandémico mal que es la afluencia”. Así concluí mi comentario. 

“Creo que nuestra primera reunión de tres cumplió su propósito –intervino JG-. Como sabía que el tema les iba a gustar, con muchos trabajos escribí un estribillo como punto final. Ya nada más falta la música. La letra va así:

“¡Hey, malandros, malandrines y pillos, gobernadores, presidentes municipales, diputados y senadores de todos los partidos, jueces y magistrados, líderes sindicales, empresarios, conexos, cárteles y grupos afines!: Adiós a las culpas y a las crudas morales (bebedores y abstemios); ¡por fin la justificación a todos sus males! A continuación les daré la respuesta que han buscado por siglos. ¡basta de preocupaciones!. Pongan atención:

“Afluencia, afluencia ¡Yea, yea!”

Después de escucharlo los tres soltamos una sonora carcajada que se interrumpió con el claxón del carro de Eluviera, lo que provocó que Julio brincara de su asiento: “Bueno, ya vinieron por mi. Me voy, nos hablamos en la semana para ponernos de acuerdo. Como decía el clásico: ¡Adiooós amigooos!” y se fue agitando la mano como Cachirulo.

Antes de irme yo también, JG me confirmó que los relatos ya se publican en la página ruizhealytimes.com, en Cultura para todos, pero que por los comentarios que hicimos esta tarde/noche, teme que el equipo responsable de su revisión inaugure con esta historia la sección de Nota Roja.

“Por cierto, los perros y el gato están en su revisión mensual con el veterinario. De eso se encargan mi esposa y mi hija. ¿te asombra?, dentro de ocho días te amplío la información”, -alcanzó a decirme JG con la felicidad marcada en el rostro.

 

 

 

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