¡Ya sabía que en algún momento me iba a pegar! y se siente muy feo. En mi caso, la depresión y el insomnio son las características principales. Ya en mis dos experiencias anteriores las viví. Y es que el síndrome de abstinencia es canijo. Cuando dejé el alcohol, durante el día no quería hacer otra cosa que no fuera dormir y por las noches me sentía como pollo en rosticería de tanto dar y dar vueltas acostado en la cama sin poder conciliar el sueño. Afortunadamente después de un periodo un tanto cuanto largo, lo superé conforme avanzó mi recuperación. Pero previo a ese mi inicio en el alcoholismo anónimo, ya había sufrido el abandono por parte de mi esposa y de mis hijos por seguir en la bebida. Privación filial que me dolió, me duele y ¡me duele! Dolor constante y profundo que, invariablemente, viene acompañado por esos intratables síntomas: depresión e insomnio. Sin embargo, después de diez años de padecerlo, con resignación he aprendido a sobrellevarlo y puedo dormir en las noches y tener los ojos abiertos durante el día.
Tal autocontrol se me facilitó grandemente a partir de que conocí a Antonio con quien, gracias a su invaluable apoyo en la redacción de los primeros diez relatos, concretamos la aventura de escribir mis historias de vida y paulatinamente publicarlas de forma semanal en estas páginas de ruizhealytimes.com. No obstante, la seguridad que durante tres meses me brindó mi amigo con su desinteresada colaboración, desapareció a partir del momento en que me avisó que se iría a residir a Querétaro.
Sintiéndome experto en duelos y separaciones, me convencí que tenía que superar la disolución de nuestra “sociedad relatora”, para lo cual, como lo escribí hace quince días, me preparé hasta lograr ser yo mismo el escritor de mis relatos, no sé si con la calidad con la que lo hacía Antonio, aunque sí estoy seguro que lo hago con similar cuidado.
Pero esta semana la depresión y el insomnio me asaltaron nuevamente. El síndrome de abstinencia, ahora provocado por la ausencia de mi amigo, me pegó nuevamente en plenas fiestas septembrinas, y es que el Mes de la Patria hace muchos años que dejó de ser aquellos que viví en mis primeros once años como servidor público, de finales de 1969 a principios de 1981.
Con esas ideas, y casi listo para escribir el texto de esta semana, apagué la computadora y sin escribir ni una sola letra, me encaminé a la sala en la que, acompañado por mis cuatro perros y el gato, recordé aquellos festejos patrios que no se parecen en nada a los actuales.
Me acordé de mis inicios como empleado federal. En el año mencionado ingresé a la Dirección General de Acción Social del entonces Departamento del Distrito Federal (DDF), dependencia creada en 1966, la cual estaba integrada por las oficinas de Acción Educativa, de Acción Cultural, de Prevención Social y de Acción Cívica, siendo esta última la de mi adscripción, por lo que entre la comunidad de empleados éramos conocidos como los cívicos y, sin aparentarlo siquiera, era una de las oficinas más importantes de aquel DDF, pues además de realizar la labor asignada por normatividad, al no existir áreas como protección civil, por señalar sólo una, era común que los cívicos asistiéramos en apoyo de la ciudadanía ante desastres tales como una inundación o como cuando chocó el metro en calzada de Tlalpan.
Pero nuestra tarea primordial estaba regida por el Calendario Cívico de la Ciudad de México, del cual, para que tengan un panorama más amplio de su alcance, a continuación transcribo dos párrafos de su presentación en la edición de 1981, misma que diseñé, redacté y estuve al cuidado de su edición y publicación:
“La anual edición del Calendario Cívico de la Ciudad de México (…) se ha convertido ya en una tradicional actividad dentro de las funciones propias del gobierno de la capital de la República tendientes a mantener presentes la memoria y el ejemplo de los hombres más destacados, así como el sentido y significación que tienen para el país los hechos históricos nacionales más importantes.
“(…) la publicación y distribución del Calendario Cívico de la Ciudad de México es una invitación abierta, general y anticipada, a todos los habitantes del Distrito Federal para asistir y participar en los actos cívicos que organizan las autoridades del gobierno capitalino (…)”.
Releer este documento me llenó de nostalgia y me llevó a hacerme las siguientes preguntas: ¿en dónde distribuyen actualmente el Calendario Cívico de la Ciudad de México? ¿existe? Si existe un documento de este tipo y se llevan a cabo ceremonias conmemorativas ¿la invitación es abierta y general a todos los habitantes de la Ciudad de México? ¿Por qué el 13 de septiembre no pude acercarme a ver la ceremonia conmemorativa del Aniversario de la Gesta de los Niños Héroes, ahora organizada por la Secretaría de la Defensa Nacional y el H. Colegio Militar, en el monumento erigido a su memoria en el Bosque de Chapultepec? ¿Por qué la noche del 15 tampoco me dejaron entrar al Zócalo de mi ciudad, que es la capital de todos los mexicanos, a ver la ceremonia del Grito de Independencia a cargo de Enrique Peña Nieto? ¿Debí haber llegado con cuatro horas de anticipación?, pero además ¿tenía que llevar una etiqueta en el pecho, pulsera de color en la muñeca e identificarme como habitante del Estado de México para ser considerado como invitado a esa fiesta “popular”?
Y esas preguntas sin respuesta me hicieron recordar los tiempos en que fui un trabajador cívico orgulloso de mi labor y de la forma en que se realizaban las ceremonias. Voy a dar un ejemplo de los diálogos que sosteníamos con el Estado Mayor Presidencial (EMP) poco antes del arribo del primer mandatario a la Columna de la Independencia.
EMP: “Faltan diez minutos para que llegue el presidente y todavía hay lugares vacíos. Quiten la sillería desocupada”;
Cívicos: "Denos cinco minutos más y, si no se ocupan, las mando quitar”;
EMP: "Está bien, pero no más de cinco minutos”.
Seis o siete minutos después la sillería estaba ocupada con personas que iban pasando libremente hacia su trabajo o hacia la esquina o que miraban de lejos y no se acercaban por timidez. Una invitación cordial era suficiente para que, felices, ocuparan esos lugares. No había vallas, no había cateos, no había granaderos que impidieran el paso. Había trato amable y casi personal.
Después de ese descanso en la sala y rememorar tiempos idos, me levanté para dirigirme a mi estudio y encender la computadora para escribir esto que están leyendo, aunque todavía alcancé a hacerme unas últimas preguntas:
¿Por qué todo ha cambiado?, ¿por qué las cosas son así?, ¿algo nos pasó?, ¿algo hicimos mal o dejamos de hacerlo? No sé. Lo único que recuerdo es que antes, a todos, sin arenga previa, nos nacía gritar ¡VIVA MÉXICO! Hoy, quiero invitarlos para que gritemos ¡QUE REVIVA MÉXICO!
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