En mi condición de jubilado, ya sin la obligación de tener que ajustarme a ningún horario para atender rutinas laborales, dispongo de mi tiempo como mejor me place de tal manera que mis escasos compromisos sociales, una vez cubiertos los domésticos propios de un hombre que vive solo con cuatro perros y un gato, los programo en el tiempo y en la forma que más me acomodan. No obstante, en algún momento se presentan imponderables que alteran inopinadamente mi relajada cotidianeidad. Así me ocurrió el sábado anterior, cuando después de eludir la invitación de mi amigo Julio Armando Plascencia y de la Pascua para desayunar cualquier día entre semana, logré que aceptara trasladar nuestro encuentro para ese día alrededor de las diez y media de la mañana, sin embargo no pude evitar que él escogiera un alejado restaurante en San Ángel, distancia que me obligaba a utilizar el auto.
Ese día, como cualquier otro, me levanté temprano, salí a comprar el periódico, lo leí tranquilamente y, previo aseo de los patios en los que retozan los perros y del espacio íntimo del gato, le di de comer a mis mascotas. Los siguientes treinta minutos los dediqué a mi persona y a las nueve y media estaba listo para salir a cumplir con mi compromiso. Pero, ¡oh sorpresa!: frente a la reja de mi casa estaba estacionado un vehículo que me imposibilitaba sacar el mío y cuya propiedad no identifiqué con la de algún vecino. Pregunté en las casas de ambos lados de la mía y en las de enfrente y nadie me supo dar razón del dueño del obstáculo de cuatro llantas. Se hacía tarde.
A las diez y cuarto, de la nada apareció un individuo que al ver la reja abierta y mi desesperación alcanzó a decir: "Disculpe usted, ahorita lo muevo". Más que molesto le respondí que de ninguna manera lo podía disculpar pues era evidente que él tenía la culpa, por lo que rematé: "Si quiere intento perdonarlo, pero no le puedo quitar la culpa". Seguramente sin entender lo que le espeté, se subió a su carro y se fue. Yo hice lo propio y me dirigí a San Ángel, a la velocidad que me permite hacerlo el Reglamento de Tránsito de la Ciudad de México. Al llegar media hora después de lo acordado, mi disculpa por el retraso fue prácticamente el único tema de conversación y 45 minutos después ya iba de regreso a mi casa. Al tiempo que deploré que un incidente sin importancia me haya impedido compartir más tiempo con mi querido amigo, lamenté también el que la mayoría de las personas al ofrecer disculpas sinceras, sentidas, profundas, o con el adjetivo que más les acomode, crean que ya cumplieron: borrón y cuenta nueva y no hay de qué preocuparse.
Con esa idea, al llegar a mi casa lo primero que hice fue buscar en los libreros mi viejo Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española (DLERAE), del cual tengo los dos tomos de su vigésima primera edición, y en la letra D encontré los significados siguientes: Disculpa. Razón que se da o causa que se alega para exculpar o purgar una pena; Disculpar. Dar razones o pruebas que descarguen de una culpa o delito. De ahí busqué en la P y vi: Perdón. Acción de perdonar. 2. Remisión de la pena merecida, de la ofensa recibida o de alguna deuda u obligación pendiente. Para aclarar el punto, me fui a la letra R y resultó que: Remitir. (…) 2. Perdonar, alzar la pena, eximir o liberar de una obligación.
Al obtener esas respuestas recordé algunos casos en los que altos funcionarios del gobierno federal, incluido el Presidente de la República, recurren erróneamente a la disculpa como método para tratar de limpiar su imagen por los garrafales yerros cometidos.
El primero que me vino a la mente fue el del presidente Enrique Peña Nieto quien, a raíz de que salió a la luz el caso conocido como La Casa Blanca, y ante la mala percepción generada entre los ciudadanos, más o menos dijo lo siguiente: "En carne propia sentí la irritación de los mexicanos, la entiendo perfectamente. Por eso, con toda humildad, les pido perdón. Les reitero mi sincera y profunda disculpa por el agravio y la indignación que les causé".
Recordé también que en su cuenta de Twitter la secretaria de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, Rosario Robles, escribió: "Ayer dije una desafortunada frase sobre los periódicos. Sé de su importancia y honestamente me disculpo de ello". Tal disculpa fue a raíz de que un día antes, en Chihuahua, al tratar de defender a César Duarte, gobernador de ese estado, de las críticas que ha recibido en los diferentes medios de comunicación, había vociferado que "los periódicos se hicieron para matar moscas y limpiar vidrios".
También recordé la "disculpa" de Alfredo Castillo, Presidente de la Comisión Nacional de Cultura Física y Deporte (CONADE), por haber llevado a su novia a los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro (quien además lució el uniforme oficial igual que los deportistas mexicanos sin llevar representación alguna), y de otros funcionarios que por la presión de los medios de comunicación, así como también de las redes sociales, se ven en la necesidad de disculparse ante la ciudadanía.
De igual manera, se han dado casos en los que por requerimiento de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), los titulares de algunas dependencias del gobierno (principalmente de aquellas encargadas de la seguridad y de impartir justicia), han tenido que acatar las recomendaciones que van desde el ofrecimiento público de disculpas a los afectados, hasta la "reparación" del daño a los mismos, ambos obligatorios por ley, pero inútiles en la práctica, porque ¿una disculpa pública y uno, cinco, cien, mil millones son suficientes para reparar el daño causado por la pérdida de un hijo?
Pero en cuanto a las simples disculpas, las supuestamente espontáneas, las que los "apenados servidores públicos" nos hacen llegar a través de los medios que consideran pertinentes, hemos visto que de acuerdo al diccionario consultado todos esos funcionarios, sin excepción, se han limitado al ofrecimiento de las disculpas sin, en concreto, decir cuáles son esos argumentos por los cuales consideran no ser culpables del hecho, o bien, aún siéndolo, se les puede perdonar porque su proceder se debió a causas ajenas a su voluntad o porque el propio afectado decida hacerlo.
Si en otro ámbito, por ejemplo en el comercial, el comprador se limitara a ofrecer sinceramente cierta cantidad por un producto sin hacerla efectiva, se podría dar un dialogo similar al siguiente: -"Oiga por qué se lleva la pantalla si todavía no me paga". –"No te he pagado, pero mi ofrecimiento fue sincero. ¿qué no te acuerdas? " Por supuesto que el vendedor no aceptaría tal trueque: producto por palabras.
Por todo lo anterior, me gustaría saber ¿en qué momento los funcionarios mencionados (Enrique Peña Nieto, Rosario Robles, Alfredo Castillo), así como todos aquellos que han recurrido a la figura de la disculpa pública la han perfeccionado, es decir, ¿cuándo han dado las razones suficientemente necesarias para que se les exculpe, para que se les perdone, se les remita o alce la pena que por su proceder amerita un castigo?
Por eso desde aquí les digo: Discúlpenme, pero perdónenme, ustedes no están disculpados y perdonados menos.
Ya para terminar, quiero comentarles que la semana pasada tuve un incidente de tránsito cuando un joven no tuvo la precaución de observar por el espejo retrovisor si podía bajar de su vehículo y abrió intempestivamente su portezuela lo que provocó que golpeara mi auto a su paso. Ulises, su nombre, no tenía seguro automotriz por lo que recurrí al mío. El ajustador le informó el monto del deducible que debía cubrir, cantidad con la que no contaba pero que trataría de conseguir. Sin conocerlo, acepté prestarle esa cantidad con la condición de que dejara su auto en mi casa como prenda. Aceptó y concluimos el trámite con el ajustador. Al otro día como lo prometió, llegó con la mitad de dinero acordado, con la necesidad de utilizar su automóvil y con su palabra de pagarme el resto al siguiente día. Con toda las dudas del mundo, y en mi fuero interno renunciando al complemento de lo que le presté, acepté su petición y le permití llevarse el vehículo. En contra de mis presentimientos, cumplió su palabra. Por esa lección que recibí, le ofrezco una sincera disculpa a Ulises. Mi razón es que quería comprometerlo a la reparación del daño, por eso recurrí al seguro, pero tal vez en un taller de hojalatería y pintura le hubiera salido más barato. Ojalá me perdone. Todavía hay gente que respeta la palabra empeñada.
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