Como acordamos, acudimos puntuales a nuestro primer compromiso en “La Peninsular”. Sin ocultar la ansiedad y curiosidad que a cada quien nos embargaban (a él, me imagino, por saber si yo era la persona indicada para redactar sus historias, y a mí por necesitar de su aprobación).
Después del saludo, sin más le entregué la carpeta con mis primeros escritos. Así, en silencio, Juan Gabriel (quien me pidió que lo mencionara en los textos sólo con sus iniciales) inició una lectura que le llevó alrededor de 20 minutos. Al finalizar, me dijo que, en lo general, estaba de acuerdo con lo escrito aunque advirtió que tal vez había una que otra coma de más. Sobre este punto le comenté que me veía obligado a hacer notar su hablar pausado, y no se me ocurría de otra manera que poniendo comas porque separar esos pequeñísimos silencios con puntos suspensivos sí sería una exageración. Estuvo de acuerdo y me felicitó.
Sus palabras secaron de golpe cada gota de sudor que corría por mi frente, mis axilas y en medio de la espalda. La satisfacción me volvió la respiración y retuvo la confianza en mi mismo que estaba a punto de perder.
Llamó al mesero, pidió 2 órdenes de la consabida milanesa con su guarnición y 2 aguas minerales con limón. Comimos y platicamos lo vivido en la semana. De pronto, exclamó:
“De verdad, ¿no recuerdas o no sabes el nombre de la persona que nos presentó? –ante mi negativa continuó- Es un gran amigo y su nombre es Julio, Julio Armando Plascencia y de la Pascua”. En ese momento recordé vagamente que sí, que en alguna ocasión había escuchado que le decían Julio, pero de la letanía restante no tenía ni idea.
“Julio –me dijo JG- es un viejo amigo. Con él he sido protagonista de 2 encargos muy valiosos en mi vida: el primero, hace 10 años, cuando al percatarse de mi precario estado de salud, de mis graves problemas económicos y de mi casi desaparecida dignidad, debido todo a mi adicción etílica, un día llegó a mi casa y me pidió que lo acompañara a un lugar. Minutos después llegábamos a un grupo de Alcohólicos Anónimos, en donde me encargó con uno de los padrinos; el segundo encargo fue 8 años después, ya con la confianza de que mi recuperación era firme, se apersonó nuevamente en mi casa y me dijo: JG, quiero pedirte un gran favor: que le des posada a mi gato por 2 semanas, después vendré a recogerlo. Resulta que Eluviera (su esposa) es alérgica a los gatos. Ambos encargos han sido para bien, por eso hace 8 días acepté el tercero”. En ese momento comprendí la risa burlona de Julio y la media sonrisa de JG cuando dijo: oootro encargo.
“Esas historias luego te las contaré. Por lo pronto, antes de iniciar el relato, te quiero proponer que nuestras sesiones no vayan más allá de tres horas porque tanto tú como yo seguramente debemos atender otros compromisos. ¿Te parece?”. Le contesté que sí que aceptaba su propuesta.
“Entonces vamos a aprovechar el tiempo: Nací 22 días después de haber iniciado el segundo semestre de la segunda mitad del siglo XX, a poco más de mes y medio de que en México se celebrara el 141 aniversario del Grito de Dolores que dio origen a la guerra de independencia nacional”.
Lo que quiso decir era que el 22 de julio de 1951, en un sanatorio de las calles de Regina en pleno Centro Histórico, su madre parió a su segundo hijo, al que por nombre le puso Juan Gabriel. En honor de nadie, sólo por gusto de ella y de su esposo.
“Ésta, obviamente sin darme cuenta, pudo haber sido mi primera experiencia frente a la muerte, ya que la doctora Susana –nombre de quien atendía a las parturientas en ese nosocomio-, 40 años después fue acusada, procesada y encarcelada por practicar abortos clandestinos. Me refiero a ese caso sólo por hacerlo, porque no hay evidencia del riesgo que pude haber corrido ni tampoco de que en esa época la facultativa ya hubiera ejercido como espanta cigüeñas.
“Pero el que sí quedó para la historia, incluso publicado en los principales periódicos nacionales de entonces, ocurrió cuando estaba ya recién instalado en la casa paterna. A 3 días de la fiesta principal del mes de septiembre y del que salí indemne gracias a mi tía Adela.
“Vivíamos en una casa de la colonia Vista Alegre, con vista al oriente en la esquina de José Antonio Torres y José T. Cuellar, a 4 o 5 kilómetros del centro, construida de una planta. La puerta de entrada y las ventanas de la sala y de la recámara de mis padres eran de hierro forjado, protector de los vidrios por los que plena entraba la luz del sol. En la mañana del 12 de septiembre, como todos los días desde que llegamos del sanatorio, en su alcoba mi progenitora me ponía a recibir el calor y la energía del astro, para poderse dedicar a sus quehaceres domésticos.
“Mientras tanto (según las crónicas periodísticas de la época, corroboradas en la hemeroteca), cerca de allí un comerciante, ayudado por el chofer, llenaba con su mercancía la cajuela y el asiento trasero de un taxi que lo llevaría a expender su producto en los alrededores de La Merced. En diálogo imaginario, seguramente el taxista le preguntó: Qué lleva patrón, recibiendo como respuesta: mercancía de temporada para las fiestas patrias, mi buen. La ruta hacia su destino los obligaría a pasar frente a mi domicilio.
“Como lo prometió, mi tía Adela llegó para conocer al nuevo bebé. Mi madre la invitó a pasar y la condujo hasta, por el momento, mi aposento. Por la ubicación del moisés en el que me tenían metido en relación con la ventana y para poderme apreciar en plenitud, la visita se instaló necesariamente entre ambos, bloqueando con su enorme figura la luz solar que hasta antes de su presencia me confortaba cálidamente. Desde ese sitio (cuando de la calle entraba el sonido del motor de un automóvil que se acercaba), se inclinó hacia la improvisada cuna para tomarme entre sus brazos. De pronto, ¡BOOOOM!, un estruendo espantoso y luego muchos más de menor intensidad, destrozaron los vidrios de la puerta y ventanas exteriores de mi casa y de todas las puertas y ventanas de las casas cercanas a ese crucero vial. El taxi, cubierto de fuego, voló alrededor de quince metros del sitio en el que estalló la mercancía de temporada, que no era otra cosa que cientos de kilos de cohetes y pólvora. Despedazados, también, y calcinados, quedaron los cuerpos del chofer y del comerciante.
“Los cristales, que como dardos asesinos hubieran atravesado mis párpados y las sábanas para incrustarse en mi cuerpo, quedaron clavados en la espalda de mi tía quien, afortunadamente, además del clásico corsé, llevaba blusa y chaleco y suéter de Chiconcuac. Ahora sí que de pura casualidad no morí la primera vez que se me acercó la muerte sin solicitar audiencia” –concluyó JG-.
Cuando terminó ese relato, cumplidas exactamente las tres horas a las que nos habíamos comprometido, pedimos la cuenta. Instantes después al momento de pagar, por una de las puertas de la cantina, como seguramente era su costumbre, entró una enorme rata que obligó a todos los presentes, prácticamente por instinto, a levantar las piernas para evitarla. El animal, sin inmutarse, corrió directamente a refugiarse debajo del refrigerador/vitrina en el que se exhibían, frescas y suculentas, las viandas sin cocinar que aguardan ser seleccionadas según el antojo de los comensales, porque de la vista nace el amor. El mesero, seguramente para preservar el prestigio del local puesto en entredicho por el roedor, se dio a la tarea de cazarlo seguido en todo momento por los, aproximadamente, cuarenta pares de ojos de las personas que estábamos en el lugar. Después de unos minutos de estar empinado abajo del refrigerador, como si se tratara de un trofeo, victorioso el mozo mostró a su público un nido con cinco crías de la furtiva rata. La más buscada había huido.
Asombrados y asqueados todos nos quedamos callados e inmóviles. Todos excepto JG que sacó del bolsillo de su camisa una pequeña tarjeta a la que le hizo unas anotaciones. Ya en la calle, cuando me la dio me dijo: “En tanto encontramos otro lugar de reunión, si no tienes inconveniente, el próximo viernes nos vemos en mi casa, a las cinco”. Acepté, nos despedimos y se fue.
La tarjeta tenía impreso: Juan Gabriel, Taxista. Su dirección y teléfono fueron las anotaciones adicionales.
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