Dia 0: Sin Daños En Soledad

No recuerdo el nombre de quien me lo estaba presentando, pero él, de inmediato, extendió su brazo derecho en cuyo extremo se enarbolaba una mano...

20 de junio, 2016

No recuerdo el nombre de quien me lo estaba presentando, pero él, de inmediato, extendió su brazo derecho en cuyo extremo se enarbolaba una mano -casi cuadrada y con dedos gruesos y largos, como los del pianista que todos los días ejercita en el instrumento que es su pasión.

Éramos cinco compañeros de trabajo que, sin ponernos de acuerdo, coincidimos en una de las puertas de La Peninsular (famosa y acogedora cantina ubicada sobre la calle de Corregidora esquina con la de Alhóndiga, atrás de Palacio Nacional) y el lugar estaba atestado, por lo que tres, sin previo aviso, renunciaron a esperar que se desocupara una mesa y se fueron. La persona que se quedó conmigo era mi guía en esa mi primera incursión en el sitio que se hubiera convertido en mi favorito para comer y tomar agua mineral con limón, de no ser por el incidente ocurrido en mi segunda visita.  De repente, mi solidaria comitiva caminó y casi me remolcó hacia una mesa del rincón en la que identificó a ese alguien que bebía en la soledad. Al verlo acercarse, aquel dejó su copa y se puso de pie. En seguida, mi acompañante volteó y me dijo: “Te presento a un amigo”. El aludido me saludó cortésmente y exclamó “Me llamo Juan Gabriel”, al tiempo que nos indicaba con la mano izquierda, porque la derecha prolongó el apretón de su mano con la mía, que le hiciéramos el honor de acompañarlo, y fue así que nos sentamos.

La plática (acompañada de una suculenta milanesa de pollo, con papas a la francesa y ensalada de jitomate con cebolla, bañada, como era de rigor, con una discreta dotación de cubas por parte de los recién llegados, ya que Juan Gabriel tomaba únicamente agua mineral con limón), al principio se centró en las clásicas preguntas de dos viejos amigos que tenían –ambos lo destacaron- dos años de no verse: ¿cómo has estado? ¿qué has hecho? ¿a qué te dedicas? y cosas por el estilo.

Aproximadamente una hora después, satisfechas las curiosidades de los personajes que tenía a mis costados, la conversación tomó otro rumbo: me enteré que el matrimonio de Juan Gabriel sucumbió al alcoholismo padecido por casi treinta años; que, por lo mismo, sus dos hijos se olvidaron de él a partir de haberlos abandonado a su suerte; que, gracias a mi escolta de ocasión, tenía diez años de sobriedad; que, a pesar de todo, se jubiló y pensionó; y, para no quedarse en su casa junto con su soledad, decidió convertirse en taxista. Todo esto, resumido en unas líneas, Juan Gabriel lo narraba de una manera fluida, extensa, detallada y, para mi, con un excelente manejo del lenguaje. Y lo hacía, además, con ligeros movimientos de manos en armonía total con su cuerpo el cual, a pesar de los excesos vividos, era esbelto y no denotaba estrago alguno a sus casi 65 años de edad. Incluso, de su abundante cabellera, apenas, recelosas, se asomaban algunas canas. 

En esas estábamos cuando mi acompañante original (de cuyo nombre no puedo acordarme) se despidió aduciendo que tenía un compromiso muy importante. Me preguntó si también me iría, a lo que sin darme cuenta y de manera automática le contesté “no, estoy muy a gusto”. Y es que la plática y la forma de envolver a la gente en ella me tenía fascinado. Antes de irse, volteó a ver a Juan Gabriel y, con una risa aparentemente burlona le dijo: “ahí te encargo a mi amigo”, lo cual provocó que el aludido esbozara una media sonrisa, moviera la cabeza de un lado a otro y musitara, casi para sí: “oootro encargo más”.

La cantina acusaba ya el paso de las horas. Había algunas mesas vacías. Cuando se acercó el mesero para preguntarnos si queríamos otra ronda de bebidas, le contesté que sí, pero que a mi también me sirviera agua mineral con limón. No me di cuenta de inmediato, pero sí, ese fue el primer gran regalo que recibí de la amistad que nacía entre Juan Gabriel y yo.

Ya entrados en confianza, en parte por las copas que me había tomado y también por la sencillez y honestidad con la que se comportaba mi ya gran amigo, con pésimo sentido del humor, le pregunté qué se sentía llevar el nombre de el Divo de Juárez, Juan Gabriel.  Mi interlocutor se puso serio más no molesto y me contestó: 

“Querido amigo (en ese instante me di cuenta que no le había dado mi nombre, pero no me importó), prefiero que el honor de llamarme así sea por dos grandes escritores: Uno mexicano, de Jalisco, Juan Rulfo y el otro, colombiano, Gabriel García Márquez”. 

Me confesó que él también había querido ser escritor, pero fracasó en el intento.  En su empeño, me explicó, tomó varios cursos de redacción, más su principal virtud, la expresión oral, fue también su principal enemigo:

“Pienso y hablo más rápido de lo que escribo y, cuando termino un texto, a éste le faltan palabras”, me dijo.

Le comenté que, aún cuando yo no conocía mucho de libros y de escritores famosos, se me facilitaba redactar, más o menos, coherentemente. Quizás, le confié, a mi me pasa lo contrario: al hablar, me cuesta trabajo encontrar las palabras precisas, pero cuando escribo, como lo hago sin prisa, aparecen poco a poco, como por arte de magia.

“Entonces, hagamos un trato: te voy a contar muchas historias. Yo hablo y tu apuntas; luego escribes, me presentas los textos, los leo y, si fuera necesario, los corrijo. Afortunadamente me acuerdo de todo. Creo que el alcohol no me quitó esa capacidad.  Estoy en plenitud: Sin daños en soledad. Así sabrás de todas las veces que he estado en riesgo de morir, que van desde mi primera infancia a lo que denominan ahora como mi adultez mayor.  Es más, no me explico cómo es que no he muerto ni una sola vez. Te contaré, sin orden cronológico, algunas vivencias, convertidas en anécdotas, que me impactaron, ya luego clasificaremos los textos, algunos pasajes de mi vida que me parecen interesantes, superados la mayoría de manera  inconsciente, no siempre por el alcohol sino a veces por las circunstancias. Habrá de todo, desde el reciente concierto de los Rolling Stones en el DF, hace apenas unas semanas, hasta la admiración que me inspira un héroe anónimo, como lo es don Ricardo Benito Ramírez, promotor de El Día de la Bandera, a quien conocí hace cuarenta y cinco años, y otros relatos más”. 

Así quedó el compromiso y, después de una visita al baño, tan prudente como necesaria por la abundante cantidad de líquidos ingeridos, nos dirigimos a la salida del bar.

Como la persona con la que llegué a la cantina (el sinnombre) había pagado lo consumido por los tres hasta el momento de irse, entre Juan Gabriel y yo dejamos una muy buena propina que, además, cubría con creces las últimas cuatro aguas minerales con limón pedidas.

Ya en la calle y caminando rumbo a la estación Zócalo del Metro, al despedirnos, quedamos en volvernos a ver el siguiente viernes, a la misma hora y en el mismo lugar, para revisar la crónica de nuestro encuentro -a la que para tales efectos en este momento pongo punto final-, y escuchar la primera de sus historias de vida.

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