Mi nombre es Obdulio Servando y desde hace cinco años soy paramédico voluntario de un servicio de ambulancias independiente. Como habrán de suponer, mi labor consiste en acudir a las llamadas de emergencia y proporcionar los primeros auxilios a las víctimas de un gran número de los accidentes que ocurren en la enorme superficie que ocupa la Ciudad de México, para de inmediato canalizarlas, de acuerdo a su gravedad, a la institución hospitalaria que corresponda. No obstante, mi natural curiosidad y, en algunos casos, la imposibilidad para conocer la identidad tanto de los heridos como de las víctimas fatales, por propia iniciativa y en principio sin comentarlo con ningún compañero de trabajo, amplié mi campo de acción hacia la investigación de los antecedentes personales y familiares de muchos de los desconocidos que el destino pone en mi camino. Pese a mi discreción, al poco tiempo la calidad subrepticia de tal actividad desapareció por lo que en la institución dejé de ser Obdulio Servando para convertirme en “ObServando”, el investigador.
Ninguno de mis procedimientos indagatorios ha salido a la luz pública. Si acaso, cuando es necesario, el resultado únicamente se informa a las autoridades del hospital en donde fue internada la víctima, a los familiares, si los hubiere, o se da a conocer su identidad a través de los medios de comunicación. El caso más reciente, el cual en un principio creí que sería complicado, lo resolví en solo un día, sin embargo aún estoy impactado. Es el que les narro a continuación:
Acostado en el camastro del hospital público al cual lo canalizamos después de haberlo recogido gracias al reporte recibido en el 911 -realizado por “alguien” que se compadeció de “…masculino, de aproximadamente 70 años, en situación de calle, con hemorragia en la entrepierna, tirado desde hace dos días a un costado de la fuente de la Plaza de la Santa Veracruz, atrás de la Alameda Central, del Centro Histórico de la Ciudad de México…”-, el hombre soportaba los fuertes dolores provocados por el cáncer de colon, con metástasis en huesos y pulmones, diagnosticado en etapa terminal apenas ayer por los doctores que recibieron ese lastimoso cuerpo.
Entre las escasas pertenencias que llevaba consigo, encontré una cartera de plástico con dos credenciales electorales, ya caducada una y otra aún vigente, una vieja y borrosa fotografía en la que aparece 30 años más joven acompañado por una mujer y un joven –lo que me hizo pensar que pudiera tratarse de su esposa y un hijo-, unas cuantas monedas y un boleto del metro, objetos que entregué en la administración del nosocomio, después de anotar en una libreta los datos necesarios para mi investigación. De su ropa –desde los zapatos hasta el saco- aunque ya un poco gastada, puedo asegurar que toda fue adquirida nueva por el interno, pues algunas de las prendas tenían gravadas las iniciales HGA, detalle que me llamó muchísimo la atención.
Con el interés incrustado hasta la médula, fui al hospital a visitarlo para intentar platicar un poco con él y hacerle algunas preguntas consideradas por mí, indispensables. Llegué a su cuarto y, como anticipé, lo encontré acostado en el camastro. Me identifiqué de inmediato y sin darme oportunidad para iniciar el interrogatorio, el enfermo comenzó un largo monólogo.
Me enteré que a pesar de nunca haber vivido algo de tal gravedad, Hermelindo García Aguilar –nombre bajo el cual se expidieron las identificaciones encontradas y con el que fue registrado en el hospital-, no obstante los dolores que los analgésicos suministrados no alcanzaban a mitigar, sin alterarse, musitó que lo mejor era conservar la calma: no había razón para preocuparse pues tenía como principio no esforzarse en la resolución de problema alguno ya que toda dificultad –según él- tiene una solución predeterminada y, por lo tanto, no era necesario buscarla en tanto todo se resuelve por sí solo, de una u otra forma. Esa manera de ser, la cual marcó su vida, le trajo infinidad de problemas para los que, obviamente, siempre esperó el desenlace que el destino le diera.
Postrado y sin otra cosa que hacer, pues por supuesto estaba convencido de que, como fuera, pronto saldría del estado en el que se encontraba, me comentó algunos pasajes clásicos de su vida.
Hijo de un matrimonio cuya descendencia directa fue muy numerosa –él fue el quinto de nueve-, pasó su infancia sin cuidados mayores de parte de un padre, todo el día ausente en busca del sustento familiar y de una atribulada madre que siempre quiso pero no supo darles la atención necesaria, por lo tanto muchos de los considerados “buenos hábitos” nunca fueron aprendidos por ninguno, especialmente por él, así que el aseo personal, las tareas escolares y cualquier otro tipo de responsabilidad que le implicara algún esfuerzo para su resolución, ésta la dejaba al azar.
Recordó que hasta los 18 años rara vez se había lavado los dientes. Por esa razón, a esa edad ya había perdido todas las muelas y, solo por insistencia de sus padres, tenía colocada una prótesis para cubrir el hueco dejado tras la extracción de sus incisivos superiores, pues en aquellos tiempos la caries los había dejado insalvables.
Me comentó que a los 20 años ingresó al primero de una larga cadena de efímeros trabajos, de los cuales era despedido o él mismo renunciaba, por ni siquiera intentar resolver los problemas propios de su labor. Del último, en el que logró récord de permanencia, pues lo soportaron alrededor de cinco años, lo echaron en febrero de hace dos. De ahí en adelante, por la edad, le fue imposible encontrar empleo, cosa que, de acuerdo a su muy particular forma de ver la vida, no le preocupó, pues encontró que en el diccionario la palabra “trabajo” tiene varias acepciones o significados y entre ellos están “impedimento, estorbo o dificultad” y, para no meterse en problemas, decidió ya no ocuparse.
Sin tener a quién visitar o recurrir, para él vivir en la calle no era problema: dormía en donde le agarrara la noche. Sabía que si le daba hambre conseguiría algo en cualquier parte. En caso contrario, la solución llegaría de inmediato cuando le empezara a doler el estómago pues, con ese malestar, se le quitaría el deseo de comer.
Cuando le pregunté si tenía algún familiar para informarle de su situación, me contestó que no, que nunca se casó y que todos sus hermanos habían muerto. Entre ellos, su hermana y su hermano, el más pequeño de la familia, que fallecieron en el terremoto del ’85, “con los que aparezco en la foto que traía en mi cartera”.
Sin importarle los dolores, su risa era casi franca al contarme que algunas personas le advertían que si no le daba solución a un problema determinado, éste podría empeorar, pero para él no era así, pues aseguraba que “cuando un problema desaparece ya está solucionado y el problema que se queda en su lugar, por más grande que sea, es nuevo y hay que esperar su solución”.
“Si no me creé –me aseguró-, véame aquí, sufriendo, con unos dolores casi insoportables. Y le pregunto ¿usted piensa que mi situación no tiene solución? Yo sé que si la hay y será pronto”.
Sin saber qué más decirle, me despedí de Hermelindo, esa persona que para ser feliz en la vida siempre escogió de lo malo, lo peor.
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