La crisis es el camino más efectivo para confortarnos con esas grandes preguntas de la existencia. Podemos tratar de no pensar en ello, podemos intentar vivir tan distraídos y enajenados como para no tener tiempo de encararlas, pero las preguntas están ahí para recordarnos que para estar vivos de verdad tenemos que intentar responderlas.
Debido al periodo vacacional, esta semana haré una pausa en la publicación de los artículos relacionados con la Era Covid para abordar brevemente un tema sin duda cercano a estos tiempos: el hecho de “entrar en crisis”. Basado en texto de Joseph Gevaert, El problema del hombre: Introducción a la antropología filosófica, veremos las tres formas posibles de entrar en crisis.
Admiración y Maravilla
Todos, en algún momento, hemos experimentado esa sensación de maravillarnos ante lo que vemos y sentimos. No es extraño que esa cubetada repentina de conciencia vaya acompañada incluso de un estremecimiento físico. Tan impactante nos resultó esa vivencia en que interactuamos por un instante con el mundo, que nuestras terminaciones nerviosas se maravillan también.
El espectáculo de la naturaleza, la creación o descubrimiento que realiza otro hombre, la experiencia del amor o de alguna epifanía mística, pueden ser los caminos que nos conduzcan a sensibilizarnos sobre nuestra propia existencia y nos orillen a buscar respuesta sobre nuestro lugar en el mundo, en la existencia y aun en el universo.
Tras esa experiencia luminosa tratamos de asimilar lo que nos rodea. De entender por qué somos lo que somos y no de otra manera; por qué pensamos lo que pensamos y no otra cosa; por qué somos quienes somos y no otros; por qué, mientras nosotros no maravillamos con una pintura en especial, otros se maravillan con otra; por qué somos seres únicos y no somos todos iguales, como aseguran esas ideas demagógicas y simplistas que tratan de unificar por decreto lo que no puede siquiera entenderse por separado.
La admiración y la maravilla son la manera más alegre y dichosa de entrar en crisis, entendiendo ésta como un instante de sobresalto causado por una razón externa y que nos hace reflexionar y actuar de tal manera que no somos los mismos antes que después de ella. Esa manera feliz de cuestionarnos nos permite dar un pequeño paso hacia el entendimiento del mundo en que vivimos y nos permite abatir parcialmente el miedo de interiorizar y tratar de entender, no quienes queremos ser, sino quienes somos en realidad. Nos alienta a taladrar en nuestra conciencia para conocernos mejor y diferenciarnos del otro y así ser más cercanos a nosotros mismos.
Frustración y desilusión
Normalmente, lejos de mantener nuestra atención y sentidos abiertos al presente, vivimos demasiado ocupados haciendo cosas como para detenernos a meditar y dejamos que sea la propia existencia, cuando nos golpea con sus reveses imprevistos, la que nos exija que hagamos un alto en el camino para intentar entender lo que nos rodea.
No es ni remotamente agradable sentir de pronto que tras años de esfuerzo y de lucha por alcanzar una meta específica, ésta se nos niega convertida en fracaso y de pronto nada tiene sentido. Al igual que el caso anterior, también las consecuencias de ese estremecimiento interior pueden repercutir en manifestaciones físicas hasta llegara a la enfermedad y es justamente en ese momento en que caemos en el tobogán de la frustración y el sinsentido hasta que tocamos fondo y la mente nos exige tratar de entender nuestra situación. Ahí es donde nos cuestionamos sobre la existencia, sobre nosotros y sobre los demás, sobre el mundo y nuestro lugar en él, sobre si algo de lo que hemos hecho o que podemos hacer tiene el menor sentido, o todo es simplemente el cumplimiento de una labor biológica que terminará con nuestra muerte.
Estos son quizá los momentos de mayor soledad que puede vivir un ser humano; sin embargo, buscando en el fondo de nuestra mente podemos encontrar respuestas, todas parciales y momentáneas, desde luego, pero que nos permiten reconciliarnos con el mundo y quizá encontrarle algún sentido a nuestra existencia; o al menos que nos brinden un alivio momentáneo que nos regale un poco de esperanza como le sucedió al protagonista de ese breve cuento de Frederic Brown: “El último hombre sobre la tierra estaba sentado en su habitación. Llamaron a la puerta.1”
Lo negativo del vacío
Detesto esa idea de que todo tiempo pasado fue mejor; me parece, no solo absurda, sino también inútil. Yo no sé cómo vivían su cotidianidad hace dos o tres siglos, pero sé cómo la vivimos nosotros como país occidental e industrializado. En principio somos una enorme masa de individuos cuya identidad se reduce a un número y es solo por lo que poseemos por lo que nos podemos distinguir y así poder integrarnos a algún grupo social donde seamos aceptados, nos sintamos a gusto y podamos relacionarnos con otros con quienes compartamos ciertas características y deseos. Es ahí donde el automóvil que nos transporta, la zona de la ciudad donde vivimos, la ropa que usamos, los sitios de esparcimiento que frecuentamos, cobran una importancia capital. De pronto, sin saber bien a bien cómo, nos encontramos enajenados y saturados. Por un lado, absorbidos por el trabajo y la falta de tiempo y, por el otro, esclavos de la publicidad y el consumismo, atentos a aquello que “necesitamos” adquirir para completar esa “identidad social” con la que aparentemente estamos tan a gusto.
De pronto, algo sucede –una pandemia, por ejemplo– y nos damos cuenta que nada de eso que hacemos es realmente importante y que todo lo que nos rodea carece por completo de sentido y de significado. El mundo y el universo se mueven y rigen por sus propias reglas y hemos estado tan ocupados viviendo que no hemos sido capaces de existir con plenitud. Una vez más la crisis nos arrincona y la única manera de salir de ella es, o bien enajenarse más y continuar con nuestra rutina hasta que la muerte nos separe de ella, o reflexionar para encauzar nuestra existencia de tal manera que encontremos algún significado en el hecho de levantarnos cada mañana.
Del vacío es poco lo que se puede obtener, así que el aquejado por la crisis de vacío tendrá que luchar con su propia conciencia para salir de ahí o de lo contrario se convertirá en un muerto en vida.
A manera de conclusión
La crisis es quizá el camino más efectivo para confortarnos con esas grandes preguntas de la existencia para las que pocas veces encontramos respuesta. Podemos tratar de no pensar en ello, podemos intentar vivir tan distraídos y enajenados como para no tener tiempo de encararlas, pero las preguntas están ahí para recordarnos que para sabernos vivos de verdad necesitamos intentar responderlas. Esto no tiene que ser un martirio, al contrario; bien mirado, aun sin conocer las respuestas, estas dudas nos permiten sentirnos vivos y concientes de que existimos y de que es menester personal e íntimo entender quiénes somos y el universo misterioso que nos rodea. Los tiempos de cambio nos exigen enfrentar la vida (y las crisis) de forma constructiva. Las crisis siempre serán una oportunidad para hacer un alto y transformarse o sumergirnos en la angustia y hacer solo lo necesario para continuar viviendo. Es responsabilidad de cada uno optar por la opción que considere más oportuna.
1 Lavín Mónica, “Leo, luego escribo”, Lectorum, México, 2001, Pág. 126.
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