Estamos en el mero corazón de las ahora llamadas Fiestas Decembrinas. En la sociedad neopagana en que vivimos, o postcristiana según se quiera ver, se trata de un periodo de regocijo porque se suman, para muchas personas, unos días de vacaciones, la recepción del aguinaldo y del fondo de ahorro -si se tiene-, y encuentros de cariños con familiares y personas queridas. A juzgar por las más recientes series o películas navideñas que se muestran en Netflix y otras plataformas de streaming, la Navidad es una especie de espíritu de fraternidad que gira, durante el mes de diciembre, en torno a la central figura de Santa Claus: un anciano gordo, barbón y bonachón, vestido de rojo, que reparte regalos ayudado por renos y duendes. Ese llamado espíritu de la Navidad, está casi absolutamente vaciado de su sentido cristiano original en que se celebra el nacimiento de Cristo. Supongo que una mayoría de ciudadanos occidentales no reparan ya en la relación etimológica existente entre las palabras Navidad y Natividad, en castellano, o Christ y Christmas, en inglés. Por supuesto, el moderno Santa Claus que mercantilizó la Coca Cola Company tampoco suele relacionarse con aquel obispo católico de la ciudad de Myra, en la actual Turquía y que, en el siglo IV prodigaba alimentos y cuidado a los desamparados, particularmente a los niños. Por cierto que, según la página de Infovaticana, San Nicolás fue perseguido, encarcelado y torturado hasta la muerte durante la persecución religiosa del emperador romano Diocleciano.
Aunque los mexicanos solemos referirnos a este bello periodo decembrino como el del Maratón Guadalupe-Reyes, denotando las claras raíces cristianas de esta época, la verdad es que, para una mayoría de familias en México, la Navidad es también, apenas marginalmente -si acaso-, una festividad profundamente religiosa y la celebramos volcados en el consumo, la deliciosa tragadera y el reventón con abundante alcohol y alegres bailongos.
No obstante los devenires de este periodo marcadamente postcristiano que nos ha tocado vivir (algunos decimos que no es solamente postcristiano sino contracristiano, o anticristiano), me parece pertinente dedicar unas líneas a la reflexión sobre el significado cristiano de la Navidad y el impacto histórico del cristianismo en la configuración de lo que ha sido, hasta la fecha, el núcleo duro de la civilización llamada occidental (europea y americana).
En primer lugar, el nacimiento de Jesucristo se enmarca en la esperanza mesiánica del pueblo judío, anunciada por sus profetas desde tiempos muy antiguos. Así, anunciaron la venida del Mesías el mismo Moisés, el Rey David, Isaías, Daniel, entre otros, y se encuentran diversas referencias a su advenimiento en muchos Salmos. Ese Mesías traería una renovación profunda de la vida, dando plenitud a la naturaleza (creada por Dios) tanto como a la vida humana. El Mesías saciaría el anhelo de justicia en el corazón de los hombres, traería consuelo y paz a los que sufren y marcaría el triunfo definitivo de la vida sobre la muerte.
Ese que sería llamado el rey de reyes, no nacería en un palacio sino con la mayor humildad: en un establo, entre la tierra, la yerba y la paja; entre animales y acompañado, quizá, por la más sencilla gente del campo, según cuenta el relato de los Evangelios. La precisión histórica de ese momento está perdida, pero los historiadores y exégetas la han situado entre los años 5 y 6 antes del momento en que se fijó el año 1 por parte de un monje bizantino llamado Dionisio el Exigüo, para separar la nueva era, gobernada por Cristo, del periodo pagano anterior. (La fecha del 25 de diciembre se atribuye fijada por el emperador Constantino, que hizo del cristianismo la religión oficial de su imperio, haciéndola coincidir con las festividades del solsticio de Invierno a fin de facilitar la conversión de su pueblo a la nueva fe).
Ese momento histórico, el nacimiento de un niño llamado Jesús, en un pesebre en Belén de Judá, marcó un punto de quiebre de lo más significativo para la historia de la humanidad, sin parangón con otros episodios relevantes de nuestra historia. Ni la caída del Imperio romano, ni el surgimiento del Islam, ni el descubrimiento de América ni la Revolución Francesa ni la explosión de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki o la llegada del hombre a la Luna han tenido tan grande impacto sobre el devenir de la vida humana. No exagero. Por una parte, fundamental, se debe considerar la actualización y renovación de la ley Mosáica, que se convirtió, de un estricto código de conducta cerrado exclusivamente para la comunidad judía de la región de Palestina a la norma moral por excelencia de quienes abrazaban la doctrina de Cristo, judíos o gentiles, romanos, egipcios, griegos, persas, visigodos, francos o germanos y, siglos después, aztecas, incas o japoneses.
El mandato supremo del amor al prójimo y la apertura del espíritu sobre la rigidez formal de la letra (“la letra mata, pero el espíritu vivifica”, dirá San Pablo -2 Cor. 3:6-) operará una revolución cultural de tal magnitud que, primero durante la Edad Media y más adelante durante el Renacimiento, dará origen a la noción de dignidad humana (el valor que tiene cada persona únicamente por la gracia de existir), que se abrirá después hacia el llamado derecho de gentes y se convertirá en los derechos universales del hombre (hoy citados por doquier pero sin conexión con la profundidad de su significado original cristiano).
Constantino, el primer emperador romano en hacerse cristiano, encontró en los valores y prácticas cristianas un modo muy eficaz de darle unidad a su imperio que se fracturaba por las fuerzas centrífugas de su tamaño y diversidad cultural de las etnias que abarcaba. Más adelante, ya en el siglo VIII, unos cuatrocientos años después del colapso del imperio romano de occidente, Carlomagno, en alianza con el Papa León III, restauró la unidad de los pueblos de Europa sobre los cimientos que había ido desarrollando la Iglesia cristiana (católica) durante los 500 años que transcurrieron entre la conversión de Constantino y la coronación de Carlomagno como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Tenían razón los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI cuando, en el contexto de los logros de la Unión Europea contemporánea, llamaban la atención sobre el hecho que el origen de la civilización europea es cristiano, o no se entiende lo que ha sido y hoy, todavía, es la civilización europea (y con su proyección hacia América, lo que se conoce como la civilización occidental).
Por último, aunque esta reflexión da para páginas y páginas, no dejar de hacer mención sobre el hecho de que, a la civilización cristiana, nacida en un pesebre y extendida de voz en voz y testimonio en testimonio a lo largo de muchísimas pequeñas comunidades de gente sencilla y después en monasterios, la humanidad le debe la creación de las universidades, el desarrollo de la ciencia especulativa, de la Filosofía, la astronomía, la genética, los derechos humanos y mucho más. Como referencia, conviene echarle un ojo al libro “Cómo la Iglesia Construyó la Civilización Occidental”, del historiador Thomas Woods.
Pues esto está detrás de la Navidad que en estos días celebramos.
A mis amables lectores les deseo una Navidad llena de bendiciones, en el más profundo sentido cristiano.
X: @Adrianrdech
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