Ya después de tantos gritos, sombrerazos, jaloneos, debates memorables (aunque no por las razones que uno quisiera), un cambio de candidato y una montaña de insultos (sí, de esos que se escuchan en hora pico al intentar entrar al metro), la cita de los estadounidenses con la democracia ya está a la vuelta de la esquina. Y en unos días, el mundo dejará de estar en ascuas preguntándose quién se quedará con el timón del país de las barras y las estrellas durante los próximos cuatro años.
Muchos analistas coinciden en algo: estas elecciones han estado tan escasas de ideas como el estante de descuentos al final de una venta. Por un lado, el trumpismo se ha dedicado a ganar la simpatía de celebridades derechistas de reputación cuestionable, en lo que parece ser un plan más enfocado a causar tendencia en internet (recordemos la famosa entrevista de tres horas con Joe Rogan) que a proponer algo concreto. Por el otro, la candidata demócrata comenzó bien, recogiendo la antorcha (¿o se la lanzaron?) dejada por Biden, pero poco a poco la vacuidad de sus propuestas redujo su campaña a un triste “¡Al menos, no soy Trump!”.
La decisión de los votantes se resume a elegir entre dos ideologías… o, mejor dicho, a recoger los pedazos de lo que queda de ellas en un escenario político cada vez más extremo y agresivo. A fin de cuentas, los ciudadanos votarán por lo que cada candidato dice representar, aunque sus acciones no siempre apuntan en direcciones tan diferentes. Los inclinados hacia una política más conservadora, cristiana y nacionalista podrán sumarse al tren MAGA de Trump. Mientras que quienes se identifiquen con políticas más progresistas e inclusivas, probablemente le den el beneficio de la duda a Harris. Sin embargo, basta con revisar las propuestas de ambos para notar que, más allá de los nombres, no varían tanto. Y peor aún: en muchas de ellas, falta el pequeño detalle del “cómo”.
En unas elecciones donde abundan los insultos, las acusaciones de película (desde calificar al movimiento de Trump como la versión moderna del nazismo hasta afirmar que Harris quiere instaurar el comunismo en EUA), e incluso los intentos de asesinato contra Trump, las ideas han estado más escasas que militantes del PRD en México. Lo cierto es que ambos aspirantes se han esforzado en ganarse el voto de una ciudadanía que se siente cada vez más desplazada y menospreciada por una élite arrogante, condescendiente y alimentada por la polarización (“divide y vencerás” en su versión más moderna). Particularmente, la clase trabajadora estadounidense ha visto cómo sus necesidades han sido relegadas por una élite que ha buscado moldear la sociedad a su gusto a través de políticas gubernamentales. Ese sentimiento de exclusión fue lo que encendió la llama del movimiento MAGA, que llevó a The Donald a la Casa Blanca en 2016. Ahora, ocho años después, veremos cuánto combustible le queda a esa llama populista y a quién elegirá la clase trabajadora para liderar este próximo capítulo en la vida política de los Estados Unidos.
Con todo, mientras ambos bandos pelean por el gran premio que es la silla en la Oficina Oval, los ciudadanos estadounidenses se enfrentan a la decisión de votar por quien represente “el menor de los males” y, al mismo tiempo, quien al menos considere, aunque sea de manera superficial, lo que realmente necesitan. Al final, esta elección no solo será sobre quién agarra el timón, sino sobre cuántos años más podrán los votantes soportar el vaivén de discursos vacíos, promesas sin fondo y ataques gratuitos. Sea quien sea el próximo inquilino de la Casa Blanca, que se prepare y que se prepare bien recio: después de tanta promesa y tanto eco mediático, tendrá la presión de pasar de las palabras (y los memes) a los hechos. Porque si algo ha quedado claro, es que este año los estadounidenses no están votando solo por un presidente, sino por algo de esperanza en medio de todo el espectáculo.
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