Si bien en teoría somos una unidad bio-psico-social, en la experiencia la mente, el cuerpo, las emociones, entre muchos otros ámbitos viven disociados y operando por su cuenta.
Se trata de entender los mensajes que cada ámbito nos envía, con el propósito de tener una experiencia más plena, integral y consciente.
Por más que en la teoría y los textos bienintencionados de autoayuda se diga varias veces por página que somos una unidad, por más que la psicología asegure que somos ente bio-psico-social, por más que se utilice cada vez con más insistencia la palabra “integral” para explicar esa supuesta unión natural entre los distintos ámbitos de lo humano, lo cierto que en la vida cotidiana, así como en la mayoría de las instituciones de salud, en las facultades tanto de medicina como de psicología, o en cualquier otra organización que intente entender y crear sinergias o productos para los seres humanos, la experiencia nos dice algo muy distinto: somos seres disociados en los cuales la mente, el cuerpo, las emociones, entre muchos otros ámbitos, funcionan cada uno por su cuenta, con sus propios objetivos, necesidades y recursos.
El propio lenguaje así lo confirma: cuando hablo de “mi cuerpo”, implica que hay un “Yo pensante”, que vive aparentemente en mi cabeza y que se asume como “dueño” del cuerpo, del mismo modo que se asume como dueño de su coche o de su celular. Es decir, que a nivel del propio lenguaje el cuerpo se convierte en un “objeto” del cual un “sujeto” (el Yo pensante) se hace consciente e instrumentaliza poniéndolo “a su servicio”.
Si de pronto experimento un dolor de estómago, el Yo que lo distingue y analiza, es distinto de la dimensión corporal donde se produce, al grado de es este Yo pensante el que decide tomar un analgésico para aliviarlo, y ambos, pensamiento y pastilla, son distintos del ámbito corporal donde el dolor tiene lugar.
Para ejemplificarlo de otro modo, pensemos que un buen día amanezco con espíritu masoquista y acepto subirme a la Montaña Rusa. El Yo que experimenta/padece el viaje está separado del juego mecánico que lo produce, del mismo modo que, en mi experiencia anterior con el dolor, mi estómago lo está del Yo que piensa y se hace consciente de esa dolencia.
La dinámica moderna de cómo concebimos el Yo está perfectamente descrita de una manera simple en la película de Pixar-Disney Intensamente. Ahí podemos ver cómo cada uno de los personajes tiene, dentro de la cabeza –la ubicación de este “cuarto de mando” no es casual, pues ahí se ubica el cerebro, al cual el ser humano le atribuye la función de pensar– una serie de pequeños entes que representan distintas voces. En el caso de la película de Disney, esencialmente se retratan las distintas emociones, que se “coordinan” entre sí, con mayor o menor fortuna según sea la situación y mediante las cuales los personajes se gestionan a sí mismos en su relación con el mundo y los demás.
En la existencia real el asunto de complejiza porque, además de la capacidad de pensar y de las emociones, un ser humano promedio posee muchas otras dimensiones que interactúan entre sí de forma dinámica y permanente:
Las sensaciones son los estímulos e información que recibimos del mundo exterior y que debemos interpretar en aras de sobrevivir y adquirir conocimientos. Tenemos también sentimientos, entendidos como emociones complejas que, a diferencia de las emociones primarias, que se alternan y estallan de forma aleatoria y con distintas intensidades según la situación –tristeza, asco, miedo, enfado, alegría y sorpresa–, son estables y se mantienen en el tiempo. Mientras que pasamos del enojo a la alegría en minutos, el aprecio que sentimos por alguien se construye y se mantiene a lo largo del vínculo o incluso más allá, pudiendo mantenerse intacto a pesar de la muerte.
Tenemos también impulsos, intuiciones e instintos, éstos últimos asociados con nuestra parte más animal. Y, desde luego, un cuerpo físico que ocupa un lugar en el espacio, que está formado por diversos órganos y sistemas y mediante el cual habitamos el mundo.
Esta complejidad vistas desde una supuesta comprensión integradora, está muy lejos de operar satisfactoriamente como eso, como una unidad, para parecerse más a un cúmulo disociado de facultades interdependientes que aún estamos en el camino de aprender a gestionar.
Por eso es perfectamente natural que escuchemos a alguien decir (o incluso que lo digamos nosotros mismos) cosas como: es que ése que golpeó a alguien “no era yo”. Es que no sé qué me pasó, lo dije sin pensar. Es que no es eso lo que creo. Es que no sé qué me pasa, pero por más que me proponga, si tengo delante un chocolate, no me puedo controlar… y un larguísimo etcétera. ¿Cómo podemos pensar seriamente que el “Yo-borracho”, el “Yo-glotón”, el “Yo-perezoso”, el “Yo-violento” no soy Yo? ¿Cómo puedo aceptar con tanta naturalidad que el “Yo-iracundo” que grita y explota ante cada instante de frustración no es mi auténtico yo? ¿Cómo conseguimos convencernos que ése que salió de compras y gastó el triple de lo programado en cosas inútiles no soy de verdad Yo?
Pues esto es justo lo que solemos decirnos: que aquel que hace lo que en mi pensamiento es inaceptable, en realidad no soy yo. Asumimos que ése que lastima su cuerpo, que daña su salud, que deteriora sus relaciones, que se sabotea profesionalmente no soy Yo, sino algo que funciona mal dentro de “mi cuerpo”, pero que con una pastilla, con una cirugía, tras una hipnosis “que curen ese aspecto mío que está fallando”, todo habrá de resolverse.
En todos esos casos que consideramos negativos, se trata de algo dentro de nosotros que está fuera de control y que desobedece al Yo que piensa y con el que, en apariencia, me siento más identificado; en una palabra: se trata de aspectos “míos” que traicionan al Yo verdadero.
Pero esta es solo una dimensión del problema. En el caso concreto de nuestro cuerpo, por ejemplo, cuando un órgano o una parte de él muestra un “desempeño inadecuado”, es decir, cuando enfermamos, vamos al médico en busca de una solución externa. Tratamos a nuestro cuerpo exactamente igual que a nuestro automóvil. Si aparece una alerta roja en el tablero, hacemos como que no la vemos y llevamos el vehículo al ingeniero mecánico para que resuelva el problema, para que sustituya la parte dañada, para que repare cualquier desperfecto y corrija cualquier falla. Así nos presentamos ante el médico. Que sea ella/él quien observe, haga un diagnóstico y proponga una solución, la cual, si podemos pagarla y no nos resulta dolorosa o incómoda en exceso, solemos aceptarla sin el mínimo cuestionamiento. Toda la dinámica equivale a si se tratara de un “objeto” que, si bien nos pertenece, está fuera de nosotros.
Es curioso que con la psicoterapia resulte un poco distinto. Quizá sea uno de los pocos especialistas de la salud que realmente sentimos que se enfoca en nuestro Yo verdadero, porque se centra en nuestro pensamiento, el cual consideramos nuestro auténtico Yo. El resto de lo que ampara mi identidad solo “me pertenece”.
Desde luego que los próximos artículos, que abordarán la relación de nuestros diversos “mis” –mi cuerpo, mis emociones, mis sentimientos, mis impulsos, etc.– con ese “Yo que piensa”, y el cual consideramos el núcleo de nuestra identidad, no abogan por rechazar la medicina o la ciencia, sino por replantearnos la manera como nos relacionamos con todos aquellos aspectos que nos constituyen para, en la medida de lo posible, dejar de entenderlos como entes ajenos y aprender, paso a paso, a experimentarnos como una unidad completa, de modo que, con independencia de que sigamos asistiendo al médico o al fisioterapeuta, aprendamos a leernos y entender mejor los mensajes que nuestro cuerpo, emociones, sentimientos, impulsos, intuiciones y demás elementos que nos componen nos ofrecen con el propósito de tener una experiencia más plena y consciente.
Desde luego que la disociación expuesta en los párrafos anteriores entre el “Yo que piensa” y mi cuerpo, mis emociones, sin sensaciones, etc., no es producto del azar, sino que tiene como origen conceptual en el trabajo de René Descartes y su célebre conclusión: cogito ergo sum y que solemos traducir como “pienso, luego existo”, con la cual, sin saberlo, fundó la modernidad.
En el siguiente artículo exploraremos el trabajo de este filósofo, indispensable para entender el origen de lo que hoy conocemos como individualidad.
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