Estamos habilitados para decidir conscientemente en qué queremos creer y qué tipo de convicciones generales deseamos que nos rijan como humanidad. Este ejercicio deliberado permitiría que las verdades que emerjan sean cada vez más satisfactorias tanto para los individuos como para los grupos sociales.
A lo largo de la historia humana hemos construido nuestras narrativas a partir de creencias arraigadas tan hondo que ni siquiera nos resultan perceptibles. Citábamos el ejemplo de la Revolución Francesa. En el Antiguo Régimen pensar siquiera en que hombres y mujeres podrían tener los mismos derechos y acceder a las mismas oportunidades era un simple disparate: cada sexo tenía su “mandato”, su rol, y las cosas eran así porque Dios o la Naturaleza así lo quiso. Sin embargo, una nueva creencia, sostenida en el desafío de la anterior, emergió dando lugar a nuevas convicciones y, en última instancia, a nuevas verdades.
La metodología ha sido más o menos siempre la misma: primero nos enfrentamos a la necesidad imperiosa de explicar algo –un fenómeno natural, una situación social, algún elemento de nuestra subjetividad, la manera más conveniente de ejercer el poder, nuestra propia existencia, etcétera–. De forma paulatina la exploración al respecto de esta inquietud arroja una o varias explicaciones que se amalgaman en una más o menos homogénea que para el grupo termina por ser racional y razonable –dentro del contexto histórico vigente, desde luego–. Las creencias, conforme se asientan y se internalizan, se les deja de percibir como tales, y se transforman en convicciones, y conforme se repiten una y otra vez, en verdades obvias y manifiestas.
De manera simultánea y orgánica se articulan los relatos que racionalizan y aglutinan las convicciones y creencias dando lugar a una cosmovisión que organiza coherentemente el mundo alrededor de ella. Esta cosmovisión es interiorizada por cada miembro del grupo –incluso por aquellos que la critican– y se transmite a cada nueva generación con una certeza tal, que termina por convertirse en una verdad incuestionable.
De este modo suponemos erróneamente que el asumirnos como católicos, capitalistas, aristócratas o anarquistas nos convierte en “eso”, al considerar dichas ideologías como condición del “ser” y no reconocerlas como un cuerpo de ideas y creencias susceptibles de ser cuestionadas, desafiadas y modificadas. De ahí que estos “modos de ser” se asuman como Verdades Absolutas que nos lleve a resolver que todo aquel que no las comparta –puesto que está contra la Verdad– simplemente está equivocado y merece persecución y escarmiento.
Sin embargo hemos llegado a un nivel de evolución humana donde podemos dar un paso adelante y diferenciar lo que es una realidad física-química-biológicamente dada –como la fuerza de gravedad o el funcionamiento de nuestra fisiología o nuestra sexualidad– de una construcción humana que se transforma y adapta en cada tiempo y cultura –como las estructuras políticas o económicas, las leyes, las costumbres, los modos de vestir o la comprensión del género–.
Pensemos en tres preguntas que nos pueden servir para reconocer las diferencias entre ambas ramas de la Realidad:
1.- Vamos a tomar un vuelo y en la ruta hay una tormenta en progreso. ¿Qué preferimos que utilicen los pilotos como herramienta de conducción, el radar y la tecnología del avión o encomendarse a un dios primigenio y apretar muy fuerte un cuarzo azul mientras entonan cantos y rezos?
2.- Por más que “el otro” –cualquiera que este sea: otra raza, otro género u otra opinión– nos asuste y nos produzca rechazo por ser distinto a nosotros y confrontar nuestras convicciones, ¿estamos dispuestos a reconocerlo y entenderlo como un igual, con dignidad, derechos y obligaciones semejantes a los nuestros o decidimos continuar viviendo en un mundo de racismo, segregación, fronteras inexpugnables, censura y rechazo a la diferencia?
3.- A pesar de que la economía es una creación humana, ¿estamos dispuestos a aceptar que sea el capital y el mercado –ambos entes abstractos– lo dirija el destino de la humanidad, u optamos porque sea el ser humano quien dicte las reglas que rigen al capital y al mercado?
Una vez que estamos habilitados para identificar y separar aquello que forma parte de biosfera y que ha sido producto de la evolución planetaria e incluso cósmica, de las creaciones humanas, de las construcciones culturales, tanto materiales como subjetivas que nuestra especie ha formulado y reformulado a lo largo de los siglos y hasta milenios, estamos también en la posibilidad de decidir conscientemente en qué queremos creer y qué tipo de convicciones generales deseamos que nos rijan como humanidad en las distintas circunstancias y roles que desarrollamos. Este ejercicio deliberado permitiría que las verdades que emerjan –siempre parciales y susceptibles de reformularse cuando las circunstancias lo exijan– sean cada vez más satisfactorias tanto para los individuos como para los grupos sociales. Y por otro lado nos haría conscientes de que las convicciones de cada tiempo y cultura –incluidas las que nos rigen ahora mismo– no son sino creencias consolidadas y por lo tanto no están escritas en piedra y pueden reformularse cuando dejen de responder la pregunta que les dio lugar o deje de existir la realidad parcial que les dio vida.
En la próxima entrega profundizaremos más en la forma en que es posible construir nuestras propias convicciones.
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