Plagio y el autoplagio en documentos académicos son apenas un par de los muchos aspectos que habrá que supervisar y prevenir con mayor precisión. En la actualidad, la existencia de softwares especializados permiten avances importantes en estos rubros, pero ante todo, está la acción individual y en las pequeñas colectividades que se forman en cada una de las instituciones de educación superior a partir de las cuales construir una política de prevención sólida.
Tal vez el reciente caso de presunto plagio en México salió a la luz por las diferencias políticas que están inmersas en nuestro contexto y por las ventajas que la tecnología ofrece, además de las filtraciones y hasta actividades de inteligencia y contrainteligencia de las que solo vemos sus efectos. Pero de nada serviría decir que fue un caso del pasado y no reforzar las acciones de prevención que se lleven a cabo y las que sea necesario realizar. Tampoco sirve esconderlo.
De fondo, habla de conductas que desde el pasado se han presentado y que deben ser evitadas por razones intelectuales, de calidad y de prestigio del sistema de educación superior completo. En todo caso, al margen de las personas y de los tiempos, en el gremio académico y en las instituciones habrá que seguir trabajando para cerrarle la puerta a dinámicas que en nada construyen ni en lo colectivo ni en lo individual.
Para diferentes instituciones que forman el sistema de educación superior no es ajeno, desde asociaciones nacionales e internacionales de instituciones de educación superior hasta las universidades y los investigadores en particular han tocado el tema en diferentes foros y publicaciones de tipo académico exponiendo resultados.
En esencia lo que este penoso acontecimiento debe impulsar las prácticas de prevención y supervisión en las instituciones tanto públicas como privadas a partir de las siguientes dimensiones:
La dimensión individual, donde se internalizan los valores y se construyen las acciones a partir de esos valores. La influencia familiar de las asignaturas incluidas en los programas de materia, las acciones de los profesores y la forma como valora y aprende a investigar y sus resultados son claves, pero ante la presión de los distintos factores externos, es necesario reflexionar sobre si ha sido eficaz y si es suficiente para construir individuos con alto sentido de responsabilidad y compromiso con la creación científica original.
Por otra parte están las colectividades, los pequeños grupos de estudiantes y profesores que se forman al interior de las instituciones y que posteriormente se convertirán en grupos de profesionales. ¿Cómo se produce? ¿Cuáles son los vicios que persisten y que no hemos podido eliminar?
El análisis de los grupos, la supervisión externa, la evaluación entre pares, la construcción de códigos de ética y su respeto, son dinámicas colectivas sobre las cuales ya se ha avanzado y sobre las cuales desarrollar estrategias de consolidación y de carácter permanente.
Estas dinámicas colectivas son resultado de nuestra cultura laboral. En todo caso, el plagio y el autoplagio ahí es donde se avalan, o se procuran esconder. Los factores externos presionan: tiempos de registro, tiempos de entrega, resultados en los sistemas de evaluación y aunque nada justifica estas conductas, son factores que están presentes y por lo cual, el trabajo sobre las colectividades no solo es necesariamente interno, sino sobre lo externo.
El último de los factores a considerar es precisamente ese, los programas de estímulos a la producción académica y formación de investigadores, como elemento externo que impacta en los procesos de producción y su evaluación.
Aunque efectivamente externo a la producción, es la que mueve en mucho los hilos de la producción al establecer criterios: normas para la construcción de grupos, apoyos económicos para la producción de esos grupos, temas de investigación.
¿Nos estamos equivocando en la política de gestión de la investigación científica universitaria? ¿En la política de impulso a la obtención de grados y posgrados académicos? ¿Estamos dejando de lado la formación ética y privilegiando solo los números como criterio base en la formación de los investigadores?
En realidad muchas de estas preguntas se han abordado en muy diferentes foros, de donde se han obtenido una diversidad de propuestas. Lo que es evidente es que se requiere de un cambio que de un nuevo impulso a la producción y al desarrollo académico de cada estudiante y profesor.
Además de los impactos colaterales de una estrategia de gestión de la investigación y la producción académica que puede estar viciada, los impactos en el estrés, interacciones al interior de las instituciones y una mal entendida competencia dentro del gremio, también estudiados en diferentes espacios, son factores a considerar en el rediseño de las estrategias de promoción de la producción científica.
Con independencia de que se tomen las decisiones a nivel macro que se deban tomar, somos los propios individuos y comunidades que integramos el sistema de educación superior quienes estamos llamados a tomar acciones concretas para la prevención, de este y de cualquier conducta que socave la credibilidad sobre nuestras actividades.
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El estadista es quien no se erige como líder perpetuo, no se asume como un salvador y mucho menos que tiene la verdad absoluta. Se erige como un constructor del diálogo permanente en favor del Estado, teniendo como metas el fortalecimiento de la autonomía de las instituciones garantes del marco constitucional, de los derechos humanos, de la transparencia, de la rendición de cuentas y de la democratización de los procesos electorales, porque sabe que son las bases para establecer un Estado moderno, con libertad de expresión, controles, equilibrios y con participación ciudadana vigorosa, donde se garantice la posibilidad de la alternancia en el poder, lo cual denotaría un país con salud democrática con derechos y libertades, y no uno donde se descalifica y se restringen abiertamente o de manera simulada las ideas, las voces, el voto y el derecho a disentir, creando un clima de intolerancia que deja de lado el debate democrático y a la razón. El estadista fortalece a la democracia, no la vuelve frágil, asimismo, asume la crítica ciudadana, la de los medios de comunicación y la de sus pares con profunda reflexión, mas nunca con ataques sistemáticos, porque sabe que las voces detractoras son el mejor indicador de su actuar, lo cual lo considera y lo convierte de manera asertiva en estrategia para revertir el malestar y la crítica generada; en este sentido. Un estadista se asume como un ciudadano más, dando el ejemplo y no con demagogia, retórica y narrativas, sobre todo no culpa al pasado, porque tiene la claridad que por las fallas de sus antecesores, las y los ciudadanos optaron por elegirlo. El verdadero estadista hace de la crítica una reflexión para fortalecer el Estado. El estadista entiende que el pragmatismo excesivo y mal encausado hace que la política pierda dignidad frente a las y los ciudadanos; hace que la credibilidad de la clase política pierda valor al adaptar y viciar su ética en la toma de decisiones. Por ello, para el estadista son más importantes los ideales democráticos y los resultados tangibles. Porque sabe que las fórmulas de simulación, pragmáticas y populistas en la mayoría de los casos se dirigen a satisfacer proyectos personales e intereses de grupos, que están muy lejanos a resolver las grandes necesidades que enfrentan a diario las y los mexicanos. Después de las anteriores reflexiones a la interrogante ¿México sin estadistas?, se puede referir a que no se ve a primera vista a una política o político emanado de la 4T que tenga la capacidad de articular una posición y narrativa diferente a la que se dicta en Palacio Nacional para el próximo sexenio. Esa posición y narrativa que a diario divide a las y los mexicanos; mientras en la oposición, la realidad, la indecisión, la fragmentación interna y el tiempo les ha alcanzado y no se ve quién pueda cargar en sus hombros los destinos de una candidatura presidencial sólida para el 2024. No se ve quién pueda inspirar, entusiasmar y hacer reflexionar el voto de las y los ciudadanos . Por tal motivo, México enfrenta una de sus peores crisis de liderazgos políticos por la falta de estadistas. La clase política se ve incapaz, sin argumentos, sin oficio político y sin visión de Estado para contrarrestar el discurso y la narrativa de división que se orquesta a diario desde Palacio Nacional. Este discurso de división y denostación intenta acotar los equilibrios constitucionales y democráticos que dan autonomía a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, al Instituto Nacional Electoral, a la libertad de expresión y a todo quien no coincida con la política que se asume como transformadora. Al día de hoy, no se ve quien pueda llenar los zapatos de un estadista; un estadista que pueda gobernar con el llamado al acuerdo y a la unidad, y no con rencores, revanchismos y polarizando la vida pública mexicana. México es un país al que le urge entre muchos temas: reducir las desigualdades, la pobreza y la inseguridad, así como garantizar el abasto de medicamentos y dar servicios de salud de calidad. Sería excelente para México que la clase política y quien aspire a un cargo de elección popular se asumiera como estadista. Si fuera así, México tendría la esperanza de un verdadero cambio; un cambio que deje atrás a la política del “no”, a la política de la “promesa”, la política “ficción” y la política “populista” que le ha restado dignidad, valor y credibilidad a la política de nuestro país. Al respecto, cito a Luis Donaldo Colosio Murrieta: “México no quiere aventuras políticas. México no quiere saltos al vacío. México no quiere retrocesos a esquemas que ya estuvieron en el poder y probaron ser ineficaces. México quiere democracia, pero rechaza su perversión: la demagogia”. Y concluyo agregando: México no quiere más fórmulas populistas. México quiere y necesita una clase política estadista con liderazgo y valores, que tome decisiones acertadas, que dignifique a la política y esté dispuesta a dar el rumbo democrático, de derechos y de libertades a nuestro país, alejado de fanatismos y posturas del pasado. Twitter: @ChristianCB06Te puede interesar:
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En Canadá, un país ampliamente conocido por su diversidad cultural y religiosa, entre un 19 y un 30% de la población mantiene puntos de vista ateos o agnósticos, y en los centros urbanos la tendencia aumenta. El 42.2% de los residentes de Vancouver manifiestan no tienen afiliación religiosa*. Acorde con información del informe ARIS*, en los Estados Unidos el 14.1% de los ciudadanos se describe a sí mismo como “sin religión”. La BBC inglesa arrojó en un ejercicio estadístico del 2004, que el 50% de los encuestados no creían en algún ser superior. En Suecia la situación es similar, con un 30% identificado como no creyente, junto con Francia y la República Checa liderando la Unión Europea con números que se ubican entre el 25-29%. Uruguay, Costa Rica, Alemania, Países Bajos, Nueva Zelanda, Noruega, Dinamarca y varios países más poseen números que gravitan entre el 12 y el 35% de su población total, mismos que se han incrementado con el inicio del presente siglo. Te podría interesar: Hábitos (esenciales) de mi vida diaria (ruizhealytimes.com) Una gran cantidad de hombres y mujeres jóvenes (entre los 18 y los 45 años) han optado por la “no religión” en lugares donde la fe cristiana era predominante y esto obedece en buena medida, acorde con información recopilada en distintos puntos del orbe, a que muchos de sus ritos, prácticas, doctrinas y premisas lucen arcaicos a los ojos del siglo XXI, con su ideología de género, su postura frente al aborto, con la búsqueda de libertad(es) de carácter sexual, económica, los avances científicos, genómicos, etc. En el mismo sentido Brasil y México, dos de los grandes bastiones del cristianismo tradicional (catolicismo), han sido partícipes importantes de la caída que diversos estudios y encuestas reflejan, aun cuando la población general sigue siendo predominantemente cristiana. No podemos obviar también los numerosos casos de abusos sexuales (la mayoría de ellos cometidos contra menores de edad) que han surgido en diócesis diversas durante las últimas décadas, los cuales no han logrado sino acrecentar la ira y el repudio, justificado sobra decir, de fieles, ateos y agnósticos por igual. Las atrocidades cometidas a lo largo de los siglos por parte de numerosos miembros de la Iglesia cuya sede se encuentra en Roma, y que la misma organización clerical haya permitido u ocultado éstas con mayor o menor grado de impunidad, ha terminado por pasar factura alrededor del mundo. Aún hoy, a pesar de la ambigüedad con respecto al tema que ha mostrado El Papa Francisco, para la iglesia los actos y conductas homosexuales constituyen un grave pecado mortal debido a que atentan contra el orden natural de la sexualidad creado por Dios, al tiempo que la ideología de género gana terreno en el mundo occidental. Bajo este contexto quisiera rescatar dos episodios poco conocidos que muestran un escenario distinto del anterior, ajeno a la batalla ideológica que se libra hoy en día; uno donde aquellos clérigos cristianos, aún a pesar de las afrentas, los prejuicios, el miedo y en contra de los mismos preceptos que dictaba la iglesia institucional, lograron llevar ayuda, consuelo y una mínima dosis de paz a seres humanos vulnerables y en situaciones desoladoras, hace no muchos años. Los inicios de la pandemia Los últimos meses del año 1979 y los primeros de 1980 comenzaron a arrojar evidencia de que algo grave, infeccioso y mortal, se estaba gestando en diversas ciudades del orbe. Lo anterior venía precedido del punto más álgido en materia de liberación sexual, entre principios de los años sesenta y finales de los setenta, que revindicó o generalizó la sexualidad como parte integral de la condición humana, el papel de la mujer en la sociedad, las relaciones homosexuales, el uso de métodos anticonceptivos y otras posturas y condicionantes que se habían mantenido relegadas u ocultas durante mucho, mucho tiempo. Si bien es cierto que la información más aceptada dentro de la comunidad científica acerca del origen de la zoonosis que después llevaría el nombre de Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida estipula que ésta comenzó en el continente africano (específicamente en la zona de África central a finales del siglo XIX, siendo Camerún, Gabón, Guinea Ecuatorial y el Congo los epicentros de esta), su evolución al interior del continente tomaría aún varias décadas y su propagación alrededor del mundo, otros años más. Los tejidos y muestras conservados, así como análisis posteriores han permitido identificar una de las cepas tempranas del virus de inmunodeficiencia humana como el causante de las afecciones que acabaron con la vida de un adolescente en Missouri en 1969, un ayudante naval en Noruega en el año 1976 y una cirujana danesa en 1977, siendo éstos, los primeros rastros de una pandemia que, de a poco, comenzaba a germinar en occidente. No muchos años después, uno tras otro, día tras día y noche tras noche comenzaron a acudir a diversos centros hospitalarios, públicos y privados, de las ciudades más populosas de la unión americana (New York, Los Ángeles, San Francisco y en otras alrededor del mundo, después) pacientes aquejados de diversas molestias que parecían ser recurrentes: resfriados, fiebres, micosis, neumonías, padecimientos que, en lo general, no deberían representar mayor problema para aquellos a quienes aquejaban: hombres jóvenes, la mayoría entre los veinte y los cuarenta años. La única característica que compartían era su identidad homosexual, aunque los casos de usuarios de drogas autoadministradas por vía intravenosa comenzarían a emerger poco después. Para inicios de 1981, estos casos parecían multiplicarse sin que hubiera una razón específica ni un tratamiento eficaz. En su libro “Perspectives in a pandemic”, el doctor y especialista en enfermedades infecciosas Kevin Cahill, radicado en Nueva York, recuerda lo sorpresivo que resultó la primera oleada de enfermos. En pocos meses, muchas de aquellas primeras víctimas habían muerto. Algunos otros sólo semanas después de acudir a revisión. Había algo, propagándose de una manera no identificada, que estaba matando a todos aquellos jóvenes de una forma devastadora y nadie sabía con mínima certeza su origen. Menos aún, qué hacer al respecto. ¿Era acaso alguna bacteria, un virus, algo en las drogas recreativas que muchos de ellos consumían? Betty Williams, quien laboraba como trabajadora social encargada de gente sin hogar en Nueva York a finales de los años setenta y principio de los ochenta, habló años después de algo a lo que en un principio se le denominó como “junkie flu” o “resfriado de adicto”; y cito textualmente: “Las historias de horror comenzaron a llegar: hombres y mujeres que se inyectaban, los cuales tenían neumonía o bronquitis, diarreas y morían poco después”. Estos casos, que pueden rastrearse desde 1975 hasta 1980, no fueron reportados como algo nuevo dado que las afecciones no eran desconocidas y la inmunodepresión no era ajena a un grupo vulnerable como éste, así como dada la renuencia de muchos de los usuarios de drogas intravenosas a acudir a hospitales aun estando enfermos o a proveer información personal. De manera oficial, la pandemia del sida comenzó el 5 de junio de 1981, cuando el CDC (Centro de Control de Enfermedades, por sus siglas en inglés) reportó casos inusuales de neumonía en cinco hombres homosexuales de Los Ángeles. En el transcurso de los 18 meses siguientes, más casos serían reportados a lo largo y ancho de los Estados Unidos, junto con otras enfermedades oportunistas como el sarcoma de Kaposi, la linfadenopatía, la candidiosis, el herpes, diversas infecciones estomacales, así como fiebre y cansancio generalizado. El New York Times, en un artículo firmado por Lawrence K. Altman, lo llevaría al público general el 3 de julio de 1981 con el titular: “Rare cancer seen in 41 homosexuals”, siendo uno de los primeros recuentos del síndrome que pasaba de ser un terrible rumor a una realidad aún peor. Para junio de 1982, con un notorio aumento en el número de diagnósticos, dada la prevalencia en hombres homosexuales y con la teoría de que el agente era transmisible mediante el contacto sexual, se denominó GRID (Gay related immune deficiency) o inmunodeficiencia relacionada con la homosexualidad. Poco después comenzaron a tomar mayor fuerza los casos entre usuarios de drogas, trabajadores sexuales y hemofílicos. El surgimiento de la COVID-19 puede brindarnos ahora, aunque sea un poco de contexto, con respecto a aquellos años a principios de los ochenta: un escenario plagado de incertidumbre, miedo, zozobra, alienación, desconfianza y el desconocimiento respecto a las vías de contagio (contacto casual, alimentos, superficies, aire, etc) no hizo sino acrecentar el enrarecido ambiente. Peor aún, derivado de la estigmatización relacionada con los primeros casos (homosexuales, drogadictos, trabajadores sexuales) la gran mayoría de los enfermos se vieron confrontados por la peor versión de la naturaleza humana: el señalamiento, el rechazo, el abandono, la negligencia y la más absoluta soledad. Miembros de diversas congregaciones religiosas llegaron a expresar públicamente que el nuevo padecimiento no era sino “un castigo divino dadas las costumbres y depravación de la comunidad homosexual”. El caso de Clair Harward, que llegó a los titulares nacionales a través de la Associated Press, no era poco frecuente. Harward, un joven mormón de 26 años diagnosticado en una fase avanzada de sida, sin familiares ni amigos que pudieran ayudarle, acudió a su obispo en Utah, de nombre Bruce Don Bowen, penitente y consciente de su destino para solicitarle consejo y auxilio. Bowen, después de escucharle, le pidió no volver a acercarse a la iglesia y lo excomulgó. Clair Harward moriría solo, algunos meses después en el Saint Benedict´s Hospital de Ogden, Utah. La gran mayoría de aquellos primeros enfermos perdieron sus trabajos, fueron desalojados de los lugares donde vivían, hubo numerosos padres que desconocieron a sus hijos y se negaron a atenderlos, cuidarlos o incluso verlos tras el descubrimiento de la enfermedad, lo que generó que aún menos individuos quisieran realizarse pruebas de diagnóstico. Muchos de aquellos jóvenes llegaban demasiado enfermos a los hospitales y otros provenían de un entorno agresivo y complejo, como los trabajadores sexuales y los usuarios de drogas y ahora todos debían enfrentar una nueva forma de rechazo. Los pacientes morían por decenas, algunos en sus casas, otros en salas de emergencias, otros en las calles. La expectativa de vida tras el diagnóstico era de seis meses durante los primeros años de la década de los ochenta. En realidad, había poco que hacer por los hombres y mujeres aquejados por el sida en aquella época que no fuera tratar de proveerles cuidados, alojamiento, muchos de ellos completamente solos, y acompañarlos durante los días y semanas previos a su muerte. Y lo anterior no resultaba una tarea fácil, dado que había muy pocos lugares que aceptaban recibirlos y los hospitales estaban llenos de enfermos en distintas etapas de la afección. Good Samaritan Project (Kansas City) Una de las personas que con celeridad se dedicó a investigar por su cuenta acerca del virus que aquejaba a las grandes ciudades de Estados Unidos fue el clérigo John Barbone, de la Metropolitan Community Church de Kansas City, Mi. Barbone, una vez que la enfermedad llegó a Missouri a través de los pacientes que regresaban a sus ciudades natales a morir, se abocó al cuidado de los enfermos personalmente para después crear el proyecto denominado Good Samaritan (Buen Samaritano) en 1983. En un inicio, su labor consistía en visitar a aquellos residentes del área (pertenecieran a su congregación o no) que sabía estaban enfermos, en asegurarse que estaban comiendo o acompañarlos a sus citas y auxiliarles con su medicación. Pero una vez que estos fallecían se topó con un problema adicional; tras contactarles, se percató que muchas de las familias de los enfermos no querían saber absolutamente nada de ellos. Ante este escenario, la iglesia decidió hacerse cargo y pagar sus funerales y cremaciones. A pesar de que algunos amigos le ayudaban en su tarea, estos se vieron sobrepasados con rapidez. Pronto, derivado del número de defunciones (que superaba la veintena por mes, en 1983), Barbone buscó la manera de involucrar más gente en el proyecto para que sirvieran como voluntarios al tiempo que, gracias a una campaña de donaciones, logró hacerse de los servicios de profesionales con formaciones específicas (psicoterapéutica, médica, etc) para abordar la tarea de mejor forma posible. Del mismo modo, la iglesia adquirió una propiedad (Good Samaritan House) que permitía a los enfermos vivir ahí en su etapa terminal de modo que no tuvieran que morir completamente solos. Fueron años difíciles, de mucho desgaste y sufrimiento para enfermos y cuidadores por igual, con pocos medicamentos efectivos, largas horas de agonía y un final casi siempre fatal. El número de voluntarios del proyecto se elevaría a lo largo de los años hasta alcanzar los 1,200 miembros activos, cuyas labores incluían desde cuidar enfermos, atender líneas telefónicas que proveían información acerca del síndrome y sus características hasta individuos que brindaban orientación acerca de un trato más humano a enfermeras, enfermeros, médicos, etc. en una época en el que incluso el personal de los hospitales se rehusaba a entrar a las habitaciones de los pacientes para dejarles sus comidas del día. El mismo John Barbone, aunque tiempo después tuvo que delegar el liderazgo del proyecto y retomó sus actividades pastorales y administrativas, estuvo en numerosas ocasiones acompañando a los enfermos en el momento de su muerte, para tratar de brindarles paz y tranquilidad previo a su partida. Para 1999 Good Samaritan Project cambió su nombre a Spirit of Hope y en mayo de 2002, adoptó un nuevo enfoque comunitario llamado Culture of Christ y funcionó, ante la llegada de los efectivos tratamientos antirretrovirales, como centro de acogida para personas sin hogar. Barbone continúa hoy en día involucrado en labores clericales y comunitarias como pastor emérito en Missouri. Terence Cardinal Cooke (Nueva York) El Dr. Kevin Cahill, el infectólogo y uno de los encargados de la respuesta en la zona metropolitana de Nueva York, recuerda la dificultad para conseguir apoyo y difusión acerca de la enfermedad durante aquellos primeros años. El Estado norteamericano en lo general no actuó rápidamente ante la pandemia que se gestaba de manera local ni federal, mientras que los enfermos y las víctimas se multiplicaban con cada semana transcurrida. Después de tocar varias puertas sin éxito, la persona menos probable llegó para tratar de enfrentar la compleja situación: el arzobispo de Nueva York, Terence Cardinal Cooke. Cooke, cardenal de la iglesia católica romana, era una figura reconocida dentro del ámbito nacional; había sido nombrado Vicario apostólico de las Fuerzas Armadas en 1968, había acudido al Bronx para calmar los disturbios tras el asesinato de Martin Luther King y dirigió el funeral de Robert F. Kennedy en la catedral de San Patricio, además había creado la organización Birthright para apoyar a mujeres embarazadas en situaciones de riesgo o conflictivas. También había creado un fondo de becas para ayudar financieramente a estudiantes de escuelas católicas, entre otras cosas. Su postura en contra del aborto era bien conocida, así como sus desavenencias con las agrupaciones LGBT+. Te podría interesar: La perspectiva del futuro: los idiotas al poder (ruizhealytimes.com) El arzobispo, que había sido diagnosticado con leucemia mielomonocítica en 1965, tenía contacto frecuente con Cahill quien era parte del grupo médico que supervisaba su estado de salud dado su padecimiento. Al consultarle vía telefónica acerca de los avances con respecto a la nueva enfermedad, Cahill le informó de la pobre respuesta por parte del gobierno y de sus pares médicos para llevar a cabo un simposio acerca del virus y el síndrome que generaba, en buena medida derivado de los grupos a los que ésta aquejaba. La respuesta de Cooke fue más bien un ofrecimiento: él mismo acudiría al evento y brindaría algunas palabras para buscar mayor participación por parte de aquellos involucrados, tanto gubernamentales como civiles. Una vez que hubo conocimiento de la participación del arzobispo, otras figuras prominentes tales como Ed Koch, el alcalde de Nueva York, que hasta aquel momento había asumido una posición reactiva para enfrentar la pandemia, decidió sumarse a la iniciativa del mismo modo que lo hicieron otros médicos del país y el senador Edward Kennedy. Durante el simposio, el arzobispo Cooke mencionó: “El trabajo en equipo debe de ir más allá de la comunidad médica e involucrar gente del ámbito religioso y al sector gubernamental para asegurarnos de que esta crisis se transforme en una oportunidad. Debemos entender los elementos de la pandemia del sida en términos de dolor, sufrimiento, ansiedad y miedo de los seres humanos como individuos y trabajar conjuntamente; Señor, oramos por nuestros hermanos y hermanas que sufren del síndrome de inmunodeficiencia adquirida así como por sus familias y amigos”. Cooke fallecería poco después, en octubre de 1983, pero su legado no terminaría ahí. El Terence Cardinal Cooke Health Center, una instalación hospitalaria con 729 camas disponibles además de una unidad de cuidados intensivos y de emergencias sería la primera en tener un ala especializada en el cuidado integral de los enfermos de VIH/Sida, la mayoría de ellos pertenecientes a grupos vulnerables y alienados no sólo socialmente sino también por el cristianismo tradicional (y otras agrupaciones luteranas, pentecostales, etc). Además de atención médica, el centro ofrecería programas de rehabilitación, consejería y apoyo psicológico. Para 1991, la Arquidiócesis Católica de Nueva York había creado cinco centros para atender a pacientes afectados por el síndrome, sumando 324 camas adicionales para ellos. Sobra decir que existieron muchos, pero muchos más, religiosos y seculares, médicos, voluntarios, hombres y mujeres, que se encargaron de cuidar de los millones de enfermos a lo largo de los años; muchos de ellos, lo hicieron durante aquellos terribles días de principios de la década de los ochenta. Todos y cada uno de aquellos individuos merecen el mayor de los reconocimientos. El pastor John Barbone y el arzobispo Terence Cook son dos de ellos. Entrevistado en 1989, el monseñor James T. Cassidy, director de salud y supervisor de los hospitales de la arquidiócesis comentó: “El mayor problema no es la falta de hospitales, que sin duda existe, sino la falta de cuidados, de empatía. Nosotros sentimos que la necesidad estaba ahí y era enorme”. El cristianismo tradicional y el surgimiento de la pandemia del síndrome de inmunodeficiencia adquirida; pocos pares tan opuestos como éste se han presentado a través de los siglos, acercando posturas aparentemente irreconciliables. Sin embargo, existen determinados momentos a lo largo de la vida y de la historia, en los cuales no importa cuán opuestas o disimiles sean nuestras ideas, perspectivas, creencias o preferencias; si algo resulta cierto es que todos, absolutamente todos necesitamos un refugio en medio de la tormenta. *Censo Canadiense. 2001. INEGI, México. 2020. Instituto Nacional de Estadísticas, Uruguay. 2006-2015. New York Times archives 1983-2020. The Aids memorial – Stories of Love, Loss and Remembrance. AIDS in Kansas City: The Early Days, Documentary, Nov. 2022. Centers for Disease, Control and Prevention (CDC). 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