“Pequeños milagros transformadores”: ¿azar, destino o producto del libre albedrío?

A veces un solo instante puede cambiar nuestra vida, como si de un guion de película se tratara. ¿Cómo interpretamos esos momentos: azar, casualidad o tal vez destino?

3 de junio, 2022

Dinámica del “milagro inesperado”: sin haberlo previsto, estar en el lugar preciso en el momento oportuno para que suceda algo que modificará el devenir posterior.

¿Por qué suceden esos “pequeños grandes milagros”? ¿Por qué justo así y no de otra manera? ¿Por qué exactamente en ese instante? ¿Por qué a nosotros y no a alguien más?

No podemos tratar con seriedad la relación entre destino, azar y libre albedrío sin abordar ese sutil espacio donde las tres dimensiones se amalgaman y superponen, dando lugar a uno de los más grandes misterios de la existencia consciente. Se trata de esas casualidades inesperadas, de esa especie de “pequeños milagros” imprevisibles que, sin pedirlo ni desearlo, se presentan cuando menos lo esperamos, transformando nuestras vidas de manera profunda, en algunos casos para bien  y en otros, para mal y que una vez que ocurren, ya nada será igual porque nuestras existencia ha tomado un nuevo rumbo y nuestro devenir comienza inexorablemente a moverse por derroteros distintos. 

Este fenómeno se manifiesta de formas múltiples: a veces algo que nos ocurre, otras un acto que llevamos a cabo con intención y propósito y unas más, algo que no nos ocurre pero que nos habría trastocado la vida. La dinámica del “milagro inesperado” podría resumirse en el axioma: sin haberlo previsto, estar en el lugar preciso en el momento oportuno para que suceda algo que modificará el devenir posterior. Si existiera el destino, sería una bifurcación obligada para poder cumplirlo, y si se tratase de libre albedrío, una decisión que transforma nuestro rumbo final y le da un nuevo sentido a la existencia.   

Algunas veces pedimos trabajo justo el día que el entrevistador tiene un problema familiar y su juicio está nublado y nos nieva la vacante, o, al contrario, algo externo a nosotros le ocurrió que lo hace empatizar con nuestra situación y conseguimos la plaza. Abordamos –o dejamos de hacerlo– un automóvil que sufre un accidente. Cuántas historias hay que por razones inexplicables perdieron un vuelo que se fue en picada, mientras existen los casos opuestos de individuos que por una causa u otra tomaron ese sitio y encontraron la muerte sin que originalmente ese viaje formara parte de su itinerario. Un accidente desafortunado que deja a alguien cuadrapléjico a los veinte años, el descubrimiento inexplicable de un libro, conocer donde menos se te espera al gran maestro de la existencia o coincidir en la fila de Telcel –cuando nosotros en realidad queríamos ir a Telmex– con el amor de nuestra vida. 

Llegar quince minutos tarde salvó la vida de mi madre durante el terremoto de la Ciudad de México de 1985, mientras que varios de sus compañeros, que por primera vez en el año llegaron a su hora, obtuvieron como premio terminar sepultados bajo los escombros del Hospital Juárez. Y podríamos seguir por páginas y páginas reseñando eventos “fortuitos” e inesperados que cambiaron la vida de infinidad de personas a lo largo de la historia humana.

Apenas se busca en Internet o en la prensa, aparecen infinidad de testimonios que si bien resulta imposible comprobar la veracidad de cada uno, la propia experiencia de vida permite suponer que, aun con exageraciones e inexactitudes, bien pudieron ocurrir. De hecho, me atrevo a afirmar que la mayoría, por no decir todos, hemos vivido alguna situación inexplicable e inverosímil que marcó un antes y un después: un tren que parte sin nosotros, una enfermedad que nos cambia la vida, adelantar o posponer un viaje o un proyecto, dejar de hacer una llamada importante, mandar el mensaje preciso a un número equivocado, abrir o no un mail justo hoy. Ante la falta de certidumbre, lo que surge son preguntas: ¿por qué suceden esos “pequeños grandes milagros”? ¿Por qué justo así y no de otra manera? ¿Por qué exactamente en ese instante? ¿Por qué a nosotros y no a alguien más?

Uno de los grandes misterios irresolubles consiste en saber con certeza es si estos puntos de inflexión tienen un carácter personal, es decir, si nos ocurren a nosotros y a nadie más, porque tienen el propósito previo de moldear nuestra vida, de recalcular el rumbo preestablecido para nosotros y del cual, con nuestros actos cotidianos, nos estábamos alejando. O si en realidad se trata de coincidencias azarosas, sin la menor intención y sin propósito, que no obedecen a ningún patrón y que simplemente nos ocurren a nosotros como podrían haberle ocurrido a cualquier otra persona.  

El filósofo francés Voltaire escribió en alguna ocasión que “lo que llamamos casualidad no es sino la causa ignorada de un efecto desconocido”. Puede que tenga razón, pero el que esa casualidad tenga siempre una causa, aun cuando no la sepamos, no cambia el hecho inquietante de que la insondable “causa final” de ese acontecimiento exterior tenga una dedicatoria específica para una persona en particular, pues, de ser así, convertiría al hecho fortuito en una especie de tirano implacable que corrige aquellos actos que nos alejan del destino que alguien tiene prescrito para nosotros, mientras que el hecho de que no la tenga, de que lo le ocurrió a uno podría haberle ocurrido a cualquiera, nos hace sentir el tremendo peso del azar en nuestras vidas, quitándole importancia a nuestros planes, propósitos y objetivos: si, por más planes que hagamos, es el azar quien nos lleva por un sitio u otro, qué sentido tiene la planeación y el esfuerzo. Porque si bien es verdad que muchas veces estos “milagros” nos dan la clave final para alcanzar un conocimiento mayor que habíamos buscado por años y nos producen una epifanía luminosa que nos abre las puertas secretas que nos conducen a la realización, muchas otras convierten las vidas de quienes los padecen en fracasos ineludibles. Mientras hoy podemos gozar de la existencia de la pasteurización y los rayos X, productos ambos de accidentes y casualidades, cabe preguntarse cuántos genios, inventos o amores nunca se concretaron ante la aparición súbita de uno de estos puntos de inflexión imprevisibles.

No se puede negar que existen casos donde incluso quienes han padecido terribles limitaciones como consecuencia de ese episodio, terminan por interpretar estas desgracias como la guía para encontrar su auténtico destino o sentido de la vida, aquellos que tras perder la vista “lograron ver”, aquellos que tras perderlo todo “se encontraron a sí mismos”, pero no queda sino reconocer que se trata de casos excepcionales, que la mayoría de quienes una ruptura del devenir les trastoca el rumbo para mal, no se recuperan jamás. Del mismo modo que no todos los que reciben oportunidades inesperadas son capaces de aprovecharlas y sacarles el jugo que potencialmente tienen.  

En términos simples, estos “milagros transformadores”, si bien todos son “causados” materialmente por algo, aquí lo que se busca es reflexionar acerca de su origen más profundo, y desde esta perspectiva podríamos hablar de dos: ser productos de la casualidad, de la suerte, del azar, de una acumulación de coincidencias. O ser productos de una causalidad, de una intención, de un patrón preexistente que, aun sin que podamos percibirlo, hace que dicho evento posea un sentido y un propósito subyacente cuando se aplica a nuestra vida en particular. 

Ante la imposibilidad de definir esos “milagros inesperados y significativos” ni como la una ni como la otra, en la siguiente entrega abordaremos un concepto distinto a partir del cual podríamos buscar integrarlas en una comprensión donde quepan las dos: la sincronicidad.

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