Moneda buena, moneda mala

Opinión H4   César Benedicto Callejas   Decía el viejo Borges, hablando del mar, que antes de que el tiempo se acuñara en días, el mar, el siempre mar, ya estaba y era. Me puse a pensar...

30 de marzo, 2021

Opinión H4

 

César Benedicto Callejas

 

Decía el viejo Borges, hablando del mar, que antes de que el tiempo se acuñara en días, el mar, el siempre mar, ya estaba y era. Me puse a pensar en la enigmática frase del maestro porteño porque los días que estamos viviendo se nos están acuñando en moneda de tesoro. Verá usted, amable lector, existe una ley de economía –esta sí se cumple por su irresistible lógica– la cual dice que la moneda mala desplaza a la buena, si en un mercado circula moneda de buen metal –oro o plata– e introducimos en él moneda de metal ruin –zinc o bronce–, la gente tenderá a atesorar la moneda buena para dejar circular la mala. En este momento no vamos a entrar en disquisiciones keynesianas, pero bástenos decir que el tiempo que vivimos se nos está acuñando en moneda de metales nobles, porque vamos a atesorarlo. No serán estos días de olvido como lo son muchos de muchas décadas y me temo que en unas décadas, cuando todo esto haya pasado, los historiadores verán que las jornadas que hoy enfrentamos tuvieron repercusiones tan grandes como la Segunda Guerra Mundial y si ya quiere que se lo ponga barato, por lo menos que la caída del Muro de Berlín.

Pertenezco a una generación que se ha cansado de no tener días de moneda corriente. A mis cincuenta años he vivido dos pandemias –la de 2009 y ésta–, dos terremotos, la caída del Muro de Berlín, el final de la Guerra de Vietnam y también la de la guerra fría, la llegada a Marte, la renuncia de un Papa, la llegada de la oposición al gobierno de la República, la guerra fantasmagórica del narcotráfico, la caída de las Torres Gemelas, la explosión en Chernobyl y una larguísima cadena de etcéteras que ya no quiero ni contar. Todos ellos, por nefastos o terribles que pudieran parecer, son moneda de la buena, para atesorar y recordar. Claro, uno quisiera que los días fueran de moneda de cobre, así baratija para el descanso y el olvido, pero ya será para otra ocasión.

Es moneda de cobre que mis padres me llevaran a vacunar cuando era niño, que hiciera un poco el remolón y hasta donde recuerdo tantito llorón (pero nada grave); que al salir me compraran una paleta o alguna golosina para premiar mi valor frente a las agujas. Pero es moneda de oro que, en esta ocasión, yo haya sido quien llevó a vacunar a mis padres hace apenas unos días; igual, no llorones pero él sobre todo tantito resistente por el origen de la vacuna; es moneda de metal para atesorar porque forma parte de un hecho de enormes dimensiones que está cambiando el rostro de la civilización y nuestro futuro como especie. No exagero, los formatos sociales no volverán como antes los conocimos, ni los lenguajes y menos nuestras expectativas políticas ni sociales.

Me encontré con la fiesta sobria de los adultos mayores que solos o acompañados de sus hijos o nietos, se acercaron con el valor de quien aprecia la vida y quiere prolongarla todavía más. Vi una organización suficiente, clara y bien definida, donde a nadie se le pidió nada que no fuera más que la identificación y guardar el orden, clases de chachachá para los que esperábamos a nuestros familiares o para ellos mismos si querían acercarse; no vi actos de proselitismo político si no fuera porque a la entrada, los Siervos de la Nación, eso sí, discretos y vigilantes. Pero lo cierto es que nadie percibía sino dos cosas: la esperanza de que estamos por fin próximos a ver la solución a este fenómeno y la solidaridad de todos quienes nos aprestábamos a ayudar a cruzar una calle, a conseguir una botella de agua –todos los vacunados recibieron como cortesía, fruta, alegrías, agua y palanquetas, en bolsas transparentes sin logos políticos de ninguna especie– o bien, a cruzar algún bache accidentado. Volví a ver aquel México de mi infancia, sabroso y colaborador, de fiesta hasta en las peores, arrimando el hombro para colaborar con el desconocido; en la serenidad de la esperanza irredenta que siempre nos dice “tranquilo mano, ya mero terminamos”.

Vi a un hombre de pasado los ochenta con su barba larga y blanca llevar la silla de ruedas de su mujer que, hecha un ovillo pequeño por la enfermedad se había hecho vacunar, el hombre era la viva imagen de la dignidad frente al peligro, no había ido a pedir nada, estaba cumpliendo su deber para no contagiar, se le notaba con el gusto y el honor de saber que aún es parte de la patria y que se enorgullece de, en su medida, servir y proteger a su esposa; a una pareja de gemelas que rondarían los setenta y varios más, alegres, llenitas y sonrientes como dos manzanas, salir alegres de la vacuna para integrarse a la clase de chachachá donde los marcianos habían llegado ya y la fiesta de la vida se prolongaba. Con mis padres, conforme mandan los cánones, nos acercamos a una cafetería que tenía dispuesta una terraza con las distancias necesarias, se habían portado bien y el que lleva a vacunar debe servir el café; en la mesa de enfrente una niña estudia matemáticas aplicada a un libro de texto auxiliada con su teléfono inteligente y entonces, también como lo mandan los cánones, una vocecita me reclama, me ofrece un mazapán por cinco pesos o dos por diez, la miro, es tan linda como la niña del teléfono inteligente, tienen la misma edad pero no solo no tiene dispositivo digital sino que no está en clases como su contemporánea; le acepto su oferta porque se me cae la cara de puritita vergüenza. Miro a mis padres que se la jugaron para que este país no se cayera a pedazos y ahora hay que protegerlos para que no se vayan dentro de la marea de estadísticas incontrolables de muertos y enfermos; me mata la vergüenza de que mi generación que había nacido con los mejores augurios, esté acumulando monedas de oropel para algún día, escribir la heroica historia de un siglo.

 

@cesarbc70

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