La orfandad de la clase media progresista

Las clases medias, tanto las progresistas como las silenciosas, se sienten traicionadas e ignoradas por un proceso de transformación que no ha hecho otra cosa que darles la espalda. Gobierno y oposición deben entender correctamente el mensaje...

11 de junio, 2021

Las clases medias, tanto las progresistas como las silenciosas, se sienten traicionadas e ignoradas por un proceso de transformación que no ha hecho otra cosa que darles la espalda.

Gobierno y oposición deben entender correctamente el mensaje –y actuar en consecuencia– si no quieren perder la competencia por la sucesión presidencial de 2024.  

 

El pasado domingo 6 de junio se llevaron a cabo las elecciones más grandes en la historia de México. Ni la coalición del gobierno ni la de la oposición ganaron o perdieron de manera contundente. 

Los mensajes que el electorado envió con este ejemplar ejercicio democrático son muchos y muy variados. Lo triste es que, una vez más, la clase política en su conjunto –coalición de gobierno y de oposición– ha encarado los resultados desde una total desidentificación de los electores, clausurando cualquier posibilidad de autocrítica y empeñados en hacer lecturas sesgadas y grandilocuentes de lo ocurrido que les permita cuando menos ganar la “guerra de la narrativa”.  

Lo cierto es que la amplitud y complejidad de la jornada, con esa enigmática mezcla entre lo local y lo nacional, permite muchas maneras de interpretar los resultados, y en esta nota lo haremos desde la perspectiva de los votantes progresistas, de clase media, ubicados en centros urbanos. 

Para las elecciones de 2018 la fuerza representada por un naciente Morena buscaba ganar la Presidencia de la República. Para conseguirlo la estrategia consistió en construir un frente tan amplio como fuera posible –haciendo toda clase de promesas, adhiriendo al movimiento una amplia variedad de agendas y comprometiéndose con toda clase de grupos sociales– con tal de asegurar, no solo la victoria presidencial, sino también arrebatar al PRD los bastiones que la izquierda había construido durante la última década y media, muy en especial las alcaldías de la Ciudad de México. 

Los objetivos electorales se cumplieron, pero las promesas hechas y las expectativas generadas eran demasiado grandes, con lo cual, una vez en el gobierno, solo se atendió a nivel de políticas públicas los programas nacionalistas que correspondían con la histórica narrativa presidencial, dando la espalda a todas las demás agendas, en especial las de corte progresista, generando una frustración y un disgusto creciente en todos aquellos grupos que se sintieron ignorados.  

El más representativo de estos grupos es la clase media urbana y progresista, que para efectos de este texto dividiré en dos: la politizada y la silenciosa. En la primera categoría de clase media entran aquellos con educación universitaria, aquellos miembros de organizaciones civiles genuinas, que nunca se dedicaron a saquear al erario. Aquellas comprometidas con el medio ambiente, con las energías renovables, con la defensa de los derechos humanos, aquellas que denunciaron feminicidios y asesinatos de periodistas, que poseían una clara convicción igualitaria en términos de género, de feminismo y de derechos civiles e indígenas; aquellas implicadas en la cultura, el desarrollo científico, artístico y tecnológico.     

Esta clase media comprometida jugó un papel central en la caída de los partidos tradicionales y abrir camino para la nueva coalición, puesto que no escatimaron esfuerzo en desnudar los límites y las incongruencias de los regímenes anteriores, denunciando toda clase de corrupción, vicios, carencias, rezagos y problemas históricos que el nuevo gobierno prometió cambiar. Este grupo social, medular para el triunfo del movimiento naciente, ha sido, en primera instancia, ignorado y, en segunda instancia, atacado por sus posiciones críticas.   

La segunda categoría está compuesta por una clase media no politizada. Incluye a todos aquellos que, si bien han tenido la fortuna de gozar de ciertas oportunidades, han sido educados en una cultura de trabajo, mérito y superación.

Se trata de esa ciudadanía silenciosa que con enormes esfuerzos pagan colegiaturas en escuelas privadas, que tienen coche o que lo ven como una meta alcanzable, que habitan a una vivienda digna, ya sea en propiedad o alquilada; aquellos que tienen un trabajo estable en niveles medios dentro de una empresa sólida o quienes se desarrollan por su cuenta tras haber montado su propia empresa pequeña o mediana –que quizá han consolidado a través de varias generaciones–, aquellos que venden bienes raíces, seguros, autos; aquellos que administran una peluquería, una tienda de ropa, un restaurante, un jardín de niños o una refaccionaria; aquellos que prestan servicios de contaduría, consultas médicas privadas, o hacen cálculos estructurales para un despacho de arquitectos; aquellos que para su futuro apenas cuentan con sus potenciales ahorros personales; aquellos que no tienen tiempo ni ganas de sumergirse en ideologías ni de un color ni del otro y que solo quieren vivir en paz.

Cuando hablo de clase media no me refiero a quienes se enriquecen con el dinero público obtenido fraudulentamente a partir de contratos con el Estado, no hablo de criminales ni del fuero común ni de cuello blanco, no hablo de los grandes evasores, sino, al contrario, de clientes cautivos del fisco que, aun a regañadientes al no ver de forma tangible lo erogado, pagan sus impuestos con puntualidad.  

Esta misma clase media, hoy injusta y peyorativamente tachada de fifí, hace tres años, harta de las mentiras y promesas huecas, de los dimes y diretes entre los partidos de siempre, de la corrupción cínica con que se han gestionado las arcas públicas durante décadas, de las mentiras sistemáticas, de la inseguridad creciente, de forma entusiasta dio su aval a una esperanza de transformación. 

Sin embargo hoy, frente a trato frío e indolente del gobierno de turno, vuelve a sentirse traicionada: insolidariamente dejada a su suerte durante una pandemia que la devastó; asustada ante decisiones inexplicables, como la cancelación injustificada de un aeropuerto en plena construcción; el regreso inaudito a energías sucias, infraestructuras sin futuro, suspensión de inversiones privadas –tanto en producción de energía como industrial–; desconcertada ante consultas populares sin justificación, leyes sin apego constitucional; impactada ante el abandono de la educación y una vaga promesa de que a pesar de todo, las cosas irán bien, sin que quede claro cómo habrá de suceder eso. 

Mientras las auténticas élites económicas tienen la posibilidad permanente de, en el momento en que lo decidan, tomar sus pertenencias, familia, perros y personal a su sevicio y marcharse a vivir a Miami, las clases medias progresistas y productivas de este país deben permanecer aquí, donde, para bien o para mal, está ligado su futuro y el de los suyos. Aquí tienen su vida, sus raíces, su trabajo, sus proyectos personales, sus empresas, las escuelas de sus hijos y por eso, aun sin ser, como consecuencia de un prejuicio gubernamental, parte de ese supuesto “pueblo” estereotipado y clientelar, tienen derecho a ser escuchados y tomados en cuenta con seriedad. 

No conozco ejemplos en el mundo ni en la historia donde se haya alcanzado la prosperidad y se haya abatido la pobreza y la injusticia demoliendo en el proceso a las clases medias o siquiera teniéndolas en contra.    

Y no se trata solo de los resultados electorales de la Ciudad de México, de por sí reveladores al tratarse de la ciudad más progresista del país y cuyo gobierno está aceptablemente bien calificado, y donde el derrumbe del partido oficial fue significativo, sino que más bien es posible observar una tendencia en la misma dirección de varios centros urbanos importantes –Puebla, Mérida o las zonas conurbadas del Estado de México, Guadalajara o Monterrey–. 

Si el partido gobernante quiere cerrar los ojos y culpar del revés local a la campaña sucia, que sin duda hubo, allá ellos. Eso será un insulto más a estas clases medias, a las que, vistas así, ya no solo se les descalifica como fifís sin serlo, sino que además se les considera tontas y fácilmente manipulables.   

Ojalá gobierno y oposición comprendan que tan solo con la fuerza del Estado y de las élites económicas y políticas no es suficiente. Que para crear auténtico dinamismo y un crecimiento horizontal, con una mejor distribución de la riqueza y el progreso, se necesita de una clase media pujante, dinámica y comprometida con el desarrollo nacional. 

Tanto para la coalición gobernante como para la opositora el mandato del electorado abre una enorme ventana de oportunidad: para unos de reencauzar la dirección, y para los otros de terminar de resucitar, de cara al proceso de sucesión de 2024. Veremos quién entiende primero y mejor el mensaje y consigue capitalizarlo… por el bien de todos.  

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Desencanto democrático / Juan Carlos Aldir

Web: www.juancarlosaldir.com

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Twitter:   @jcaldir   

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