La violencia en México se ha naturalizado. Llevamos en esta dinámica creciente desde el año 2006 y no parece que nada vaya a cambiar. Las campañas amenazan con exacerbar la tendencia y que al final sean los violentos quienes decidan el futuro de México.
México, según confirma la reciente estadística del INEGI, vive tiempos donde cotidianamente mueren en promedio más ochenta personas al día por homicidio doloso.
Sin embargo, más allá de algunos periodistas que enfatizan el hecho con frecuencia –y en algunos casos con vehemencia–, lo cierto es que para la población en general, en especial para aquellos que habitamos en zonas del país donde las condiciones son menos extremas, resulta un mero número estadístico que apenas y alcanza para que se comente en alguna sobremesa. Me pregunto qué nos lleva a, como ciudadanía en general, tomar una situación tan grave con tanta naturalidad.
Quizá, como cuenta la tradición, el mexicano entiende la muerte de una forma especial. No sólo la celebramos con efusión cada año, sino que además tenemos en casa catrinas y está plenamente incorporada en todas las manifestaciones artísticas nacionales.
En su libro de referencia, La jaula de la melancolía, Roger Bartra, afirma, acerca del supuesto desdén que el mexicano siente por la muerte: “Se ha dicho insistentemente que la burla y el desprecio a la muerte se conectan con una indiferencia hacia la vida: si la vida no vale nada, la muerte tampoco”.
Y algunas páginas más adelante concluye: “Así pues, la «indiferencia por la muerte» del mexicano es una invención de la cultura moderna. Tiene, por tanto, una existencia y una historia en los espacios de la mitología y del simbolismo de la sociedad contemporánea1”
¿No será que su sobre-exposición simbólica significa en realidad su negación? Quizá, al llenarnos de representaciones materiales de ella, nos separamos de la muerte y tratamos de olvidar su presencia ineludible y despiadada.
El mismo texto de Bartra parece darnos una pista. Con gran acierto propone que nuestra visión de la muerte tiene su origen en el desprecio por la vida ajena. Y esta visión se ejemplifica en el cuento de Juan Rulfo, ¡Diles que no me maten!.
En dicho relato un viejo se encuentra preso y a punto de ser fusilado. Su condena está relacionada con el hecho de que muchos años antes asesinó a don Lupe, el padre del coronel que lo ha detenido. Mientras relata con total naturalidad y distancia el crimen cometido –como lo haría cualquier sicario de nuestro tiempo–, lo atenaza un miedo atroz ante la posibilidad de su propia muerte. Por eso suplica: ¡Diles que no me maten!
Al mismo tiempo, su hijo escucha el relato de voz de su padre, quien aterrorizado no deja de implorar: ¡Diles que no me maten! Pero el hijo lo escucha incluso con indiferencia, como si la condena que pesa sobre aquel hombre desesperado no fuese de muerte.
No es que la vida no valga nada, no es que la muerte no importe, no es que el mexicano le haya perdido el miedo, sino que el mexicano valora la vida y teme a la muerte propia, pero desdeña la ajena.
Por supuesto que cuando digo “el mexicano” se trata de una generalización injusta, pero útil para hacer un retrato amplio del panorama. Un asaltante puede matar a alguien para robarle cien pesos, o un sicario por un par de miles. La vida del otro no vale nada, pero si la muerte se desborda, eventualmente nos rozará a todos de un modo u otro y entonces será la nuestra o la de nuestros seres queridos la que tocará a la puerta.
Quizá es justamente lo que sucede. Vemos la muerte ajena como un acontecimiento distante, natural, necesario y hasta pintoresco: somos un pueblo de machos y el macho no le tiene miedo a nada. Pero cambiamos por completo de actitud cuando es a nosotros o a nuestra familia a quién nos ronda. La violencia que se vive en México comienza a naturalizarse de manera alarmante. Hoy nos puede “tocar” a cualquiera y en cualquier lugar. Llevamos en esta dinámica creciente desde el año 2006 y no parece que vaya a cambiar, si no, más bien, al contrario, con la inminencia electoral amenaza con exacerbarse e influir de manera honda en el resultado de los comicios de junio, y, por lo tanto, en el futuro material de la nación.
Quizá convendría que ambas candidatas abrazaran el mismo eslogan de campaña: “Por el bien de todos, mantengámonos vivos”.
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