La empatía que transforma no es un tema de buenismo simplón, sino de auténtica aceptación y congruencia con lo que consideramos valioso en nosotros mismos como humanos.
La semana anterior decíamos que la empatía verdadera de la que hablamos aquí, esa que habrá de ayudarnos a hacer un alto en la autodestrucción y retroceder ante el abismo inminente que como humanidad se abre ante nosotros, es un sentimiento expansivo que parte de la aceptación incondicional del propio yo y va ampliándose en esferas cada vez más extendidas y abarcadoras y no un sentimiento selectivo, enfocado sólo en aquellos que consideramos dignos de él.
No parece que, aun resultando muy útil, la mera filantropía –la manifestación institucionalizada de la simpatía explicada antes– resulte suficiente. Tengo la impresión de que la auténtica empatía duele por sí misma a quien la experimenta, y mucho más que un acto de bondad natural o altruista que nos deja con una cálida sensación satisfactoria, se trata de un decisión consciente que por su propia naturaleza, nos resulta conflictiva y hasta lacerante.
Sólo somos capaces de empatizar de verdad con aquello que nos conmueve, con lo que nos produce un escozor emocional, con aquello que está vinculado de un modo u otro con nosotros, aun cuando la conexión no sea evidente. Salvo humanos excepcionales, es muy difícil experimentar empatía de verdad con lo distante, con lo que no me toca y estoy convencido que el acto más auténtico de empatía es para con aquel que me resulta difícil aceptar plenamente.
Dice Rousseau que “la compasión y la crueldad dependen de la facultad que tiene un individuo de imaginar el efecto de su actitud sobre otro1”.
Esa conciencia de lo que nuestros actos producen en los demás es la forma más básica de la empatía y cuando hay distancia física o emocional, dicho efecto es casi inexistente. Tratar como un igual a alguien a quien ya veía como un igual desde antes, no es realmente empatía. Pero concederle a ese “otro” la condición de igual e involucrarme emocionalmente con él cuando me conflictúa su cercanía, cuando se trata de reconocer una victoria o un acierto en un adversario político, cuando debo sobreponerme a los residuos de homofobia que aún me rascan las entrañas para apoyar los derechos de los homosexuales cuando éstos sean invalidados, cuando a pesar de mis prejuicios apoyé la promoción de una mujer a un puesto de mayor jerarquía que el mío reconociendo su valía, ahí se manifiesta de verdad la empatía genuina.
La empatía que transforma personas y sociedades no es un tema de buenismo simplón, sino de auténtica aceptación y congruencia con lo que consideramos valioso en nostros –en especial si carecemos de ello– y los proyectamos y apreciamos en los demás.
Carl Jung acuñó el concepto de “sombra” para caracterizar aquellos aspectos que desconocemos de nosotros mismos, pero que se manifiestan en nuestros actos, en nuestras filias y fobias, casi siempre de forma inconsciente, proyectando en los demás aquello que no queremos reconocer en nosotros. La empatía es una forma poderosa de descubrir esa sombra: ¿por qué el otro me genera tanto rechazo?, ¿por qué no lo soporto, aun sabiendo que es tan humano como yo?
Visto así, la empatía es mucho más un tema de nosotros para con nosotros mismos que de nosotros para con el otro. Reconocer el sufrimiento y la vulnerabilidad de alguien que desprecio y actuar para con él dentro mis parámetros de generosidad y justicia no es un mero acto de amabilidad gratuito, sino una manifestación de coraje y valentía, de aceptación y humanidad que nos coloca en un nivel muy distinto del que sólo aprecia y aprueba lo que lo conmueve de forma natural y distante, como las ballenas de las que hablaba Marina Keegan la semana anterior.
El problema más serio de renunciar al desarrollo de este tipo de empatía más profundo y genuino es que, al implicar fuertes conexiones emocionales, produce su opuesto, un odio y un desprecio que conducen a los escenarios monstruosos que nos han sido tan familiares a lo largo de la historia: el ahondamiento de la barbarie y la perversidad. Dice a este respeto Tzvetan Todorov: “Esta facultad nos motiva a ayudar aquellos que lo necesitan aun cuando no los conozcamos, a reconocer que los otros tienen la misma dignidad que nosotros aunque sean diferentes. Pero es también la facultad que nos empuja torturar al otro o a participar en un genocidio. Los otros son como nosotros, tienen los mismos puntos vulnerables que nosotros, aspiran a los mismos bienes, por lo que hay que eliminarlos de la superficie terrestre”.
En situaciones de conexión emocional poderosa no existe la neutralidad. Mientras la empatia consciente, que trasmuta el odio en compasión, produce solidaridad y tolerancia entre dispares, la ausencia de ella conduce a la crueldad y al encono.
Suele pensarse que la falta de empatía deshumaniza, insensibiliza, pero en muchos casos, en los más graves, ocurre lo contrario. Como asegura Todorov en la cita anterior, esos “otros” que nos gusta traducir como “muy diferentes”, en realidad nos perturban por lo mucho que se nos parecen. Una gesta heróica requiere un adversario de alto nivel que desafíe nuestros valores, nuestras creencias, nuestra manera de entender el mundo y nuestro odio y resentimiento sólo merece la pena cuando quien lo produce nos significa algo.
La empatía no es innata, ni se trata de un sentimiento que se tiene o no se tiene, sino que es una cualidad que se desarrolla gradualmente en función de nuestra conciencia y nuestro compromiso con el otro y el entorno que nos rodea. Y, conforme se desarrolla, es disparada o bloqueada por distintas circunstancias.
En ciertos casos la identificación identitaria exclusiva con un grupo, un prejuicio, un modo de ser o una ideología produce terror hacia cualquiera que la ponga en duda. Quien se identifica en exclusiva con una idea o con una cosmovisión no puede permitirse que una mirada distinta desestructure el único mundo que supone aceptable.
Lo mismo ocurre con aquel cuya autoafirmación patológica le impide validar los modos de ser y de pensar distintos al propio. Tanto la pertenencia ciega y recalcitrante como el individualismo exacerbado son obstáculos para que esa empatía real se manifieste. El problema es que sin ella, nuestras esperanzas como especie se reducen drásticamente.
Es demasiado lo que nuestro desarrollo presente y futuro depende de la empatía. Si algo debemos aprender de la pandemia por Covid-19 –para aplicar dicho conocimiento después, en la solución al cambio climático, la desigualdad, la violencia global y un largo etcétera– es que de los grandes problemas de la humanidad, o salimos todos o no sale nadie… y sin el desarrollo consciente de la empatía, la suerte estaría echada.
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1 Citado en: Todorov, Tzvetan, El miedo a los bárbaros, Primera Edición, España, Galaxia Gutenberg–Círculo de Lectores, 2014, Pág. 39
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