La empatía como motor evolutivo (parte 1)

Popularmente la simpatía se identifica como “ponerse en los zapatos del otro”. En principio, es una manera de verla, pero se enuncia mucho más fácil de lo que se consigue.

12 de noviembre, 2021 La empatía como motor evolutivo (parte 1)

La empatía es mucho más un tema de nosotros para con nosotros mismos que de nosotros para con el otro. Reconocer el sufrimiento y la vulnerabilidad de alguien que desprecio y actuar para con él dentro mis parámetros de generosidad y justicia no es un mero acto de amabilidad gratuito, sino una manifestación de coraje y valentía, de aceptación y humanidad que nos coloca en un nivel muy distinto del que solo aprecia y aprueba lo que lo conmueve de forma natural y cómoda.

 

En las semanas anteriores hablábamos de que el ser humano está en el umbral de una nueva Era y que para transitar hacia ella se requerían, entre otras, de la herramienta de la empatía. 

La definición más simple de ella es conocida por todos: “ponerse en los zapatos del otro”. Se refiere a sentir el sufrimiento ajeno como si fuera propio y actuar compasivamente hacia aquel que sufre. En principio es una manera de verlo, pero se enuncia mucho más fácil de lo que se consigue. 

Más que decir si somos o no empáticos, como si se tratara de un botón de encendido y apagado, se trata mucho más de un asunto de grado, de logro progresivo que conlleva diversas etapas y que suelen ser distintas dependiendo del destinatario. Podemos ser más o menos empáticos y de forma distinta con diferentes grupos e individuos. Lo importante en primera instancia es aceptar la capacidad de serlo y la posibilidad de que desarrollar esa facultad pudiera ser producto de una decisión consciente.  

La empatía que nos resulta más fácil de sentir es aquella que experimentamos hacia un individuo o un grupo de individuos con los que no tenemos demasiado apego emocional.  Si vemos un documental que muestre injusticia y sufrimiento lejano –que puede ser al otro lado del mundo o a la vuelta de nuestra casa, pero con gente con la que no tenemos nada que ver– o nos enteramos de una catástrofe natural que dejó a infinidad de personas en la miseria, podemos llegar hasta donar dinero o incluso nuestro tiempo con el propósito de ayudar a quienes están en apuros. Sin embargo, aunque de alto valor, a este tipo de expresiones yo las llamaría “simpatía”: somos capaces de imaginar lo que otro sufre, nos condolemos de ella, él o ellos, compartimos una parte marginal de nuestros bienes y nuestro tiempo, incluso proyectamos sincero sufrimiento propio, padeciendo realmente tras re-vivir una situación análoga de nuestra biografía, pero no sentimos realmente el dolor del otro, sino compartimos con el otro nuestro dolor y desde ahí nos conectamos con ella, él o ellos.    

No hay duda de que este nivel de simpatía es un sentimiento encomiable y que haríamos muy bien en manifestarlo con mayor intensidad y frecuencia, pero a mi juicio es insuficiente para impulsar el nivel de transformación que los seres humanos necesitamos materializar para, por un lado salvarnos del inminente apremio ecológico en que estamos cada vez más comprometidos, pero sobre todo para encontrar la fuerza para, como especie, abordar los problemas, como la desigualdad o la inequitativa distribución de la riqueza a nivel global, que nos tienen al borde del colapso moral, económico y humano. 

Un extraordinario ejemplo de con qué facilidad confundimos la simpatía con la empatía nos lo regala, en su único libro, Lo contrario de la soledad, publicado tras su trágica muerte cuando apenas contaba con veintidós años, Marina Keegan. En dicho texto la autora reflexiona acerca de cómo los seres humanos sentimos una preocupación muy real hacia los animales, al mismo tiempo que nos despreocupamos de los otros seres humanos que padecen a nuestro alrededor. Explica Marina: 

 

“A veces me preocupa que los humanos teman ayudar a los humanos. Con los animales hay menos riesgos, menos miedo al fracaso, o a involucrarse demasiado. En las películas bélicas, miles de soldados pueden morir de la forma más atroz, pero cuando le disparan al caballo al público se le parte el alma1”. (P. 155)

Enseguida nos cuenta lo que ocurre cuando un grupo de ballenas aparecen varadas en una playa: la comunidad entera se vuelca a “salvarlas”, pero…:

“Cuándo nos enteramos de que la vecina tiene cáncer, no acude todo el pueblo a su casa. Nos pasamos el día empujando, excavando y humedeciendo ballenas, y luego volvemos a casa atravesando el centro y pasamos junto a vagabundos acurrucados en bancos –arrastrados a la cuneta cual ballenas–. La luna los ha hecho emerger y boquean en busca de aire entre las alcantarillas. Ellos también se están asfixiando, pero no hay cadena humana de comida en el pueblo. No se respira una palpable urgencia, ni despegan aviones. 

Cincuenta ballenas varadas son una crisis tangible con una solución visible. Hay camaradería en el proceso, una fantasía estilo Liberen a Willy, una imagen de Flipper en la cabeza de todos y cada uno de los implicados. Nada tiene de romántico, en cambio, despertar a un hombre tumbado en el banco de un parque y acompañarlo a un albergue. La pequeña dosis de farisaica satisfacción procede de enviar un cheque a Oxfam International2”. (P. 155)

 

Hasta aquí las palabras de Marina Keegan.

Desde luego que no está mal en absoluto comprometernos con el cuidado del planeta y del resto de las especies, en especial cuando somos en gran medida nosotros, los humanos, quienes devastamos los ecosistemas. Simplemente aquí, al hablar de empatía, pareciera que el proceso natural de expansión de la misma pasa primero por aceptar, proteger y cooperar con nuestros iguales. 

El problema radica en que, mientras damos la vida por otras especies, entre nosotros nos despellejamos; es entonces que dicha empatía da una potente impresión de falsedad o de inmadurez. 

Pareciera que tras estas conductas compasivas ocultamos nuestro miedo a la interacción humana profunda. Es muy difícil pensar en una genuina conciencia planetaria, que incluya tanto a la biosfera como al resto de las especies y que nos lleve a transformar nuestra manera de vivir de forma sustentable y masiva, que no parta de apreciarnos a nosotros mismos, de respetar a nuestros cercanos, de valorar a nuestros prójimos y de aceptar y colaborar con aquellos con que no coincidimos.  

La empatía verdadera de la que hablamos aquí, esa que habrá de ayudarnos a hacer un alto en la autodestrucción y retroceder ante el abismo inminente que como humanidad se abre ante nosotros, es un sentimiento expansivo que parte de la aceptación incondicional del propio yo y va ampliándose en esferas cada vez más extendidas y abarcadoras y no un sentimiento selectivo, enfocado solo en aquellos que consideramos dignos de él. 

No se trata de caer en la ingenuidad o en el buenismo simplón, pero recordemos que en nuestra búsqueda como especie por mantener nuestra viabilidad en el planeta, o nos salvamos todos o no se salva nadie. Y sin una empatía genuina este propósito será imposible de cumplir. 

La siguiente semana profundizaremos más en la búsqueda de una empatía más profunda, que vaya más allá del mero acto generoso y filantrópico para sacudirnos de verdad hasta lo más hondo. Solo desarrollando una empatía como ésta conseguiremos salir del callejón sin salida existencial en que nos hemos metido. 

 

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Facebook:  Juan Carlos Aldir

 

1Keegan, Marina Evelyn, Lo contrario de la soledad, Primera Edición, Primera Reimpresión, España, Alpha Decay, 2015, Pág. 155

2Keegan, Marina Evelyn, Lo contrario de la soledad, Primera Edición, Primera Reimpresión, España, Alpha Decay, 2015, Pág. 155

 

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