El asesinato y decapitación del presidente municipal de Chilpancingo, más que un homicidio, es un mensaje de poder e impunidad. Las autoridades legítimas están tan ocupadas peleando por el poder, que cuando lo obtengan no tendrán territorio donde ejercerlo.
El domingo 6 de octubre de 2024 fue asesinado y decapitado el presidente municipal de Chilpancingo Alejandro Arcos Catalán, de tan sólo cuarenta y tres años. Apenas en julio había ganado la elección como parte de la alianza opositora. Tomó posesión del cargo el lunes 30 de septiembre y justo una semana después sufrió el atentado mortal. No fue la única tragedia ligada con la nueva administración, puesto que tres días antes el secretario general del Ayuntamiento fue acribillado a balazos en pleno centro del municipio.
En el caso de Arcos Catalán la escena con que se toparon las autoridades ministeriales fue dantesca. Y utilizo la palabra “escena” con toda intención: Los homicidas dejaron la cabeza del alcalde sobre el toldo de la camioneta blanca que él mismo conducía, y, en el interior, el cuerpo ensangrentado y cubierto con una sábana gris.
En nuestra cultura, más allá de la barbarie que acompaña al homicidio sangriento, profanar un cuerpo es un acto de desprecio, de burla, de humillación para quien lo padece, pero sobre todo para quienes sobreviven al profanado, tanto en lo familiar y personal como en lo político. Un Rubicón social que no tienen regreso.
Una decapitación va mucho más allá del asesinato. Nos guste o no, cumple funciones pedagógicas y disciplinarias, que incluso refleja una estética de la brutalidad y la desmesura. Matar, provoca un impacto brutal sobre la sociedad en que ocurre. Teatralizar el homicidio a partir de un performance siniestro que refleje el poder incontestable de quien puede agredir con impunidad no sólo deja dolor sino una herida física y psicológica permanente que no deje de supurar.
El asesinato puede ser producto de una explosión de furia, un impulso, una venganza o una reacción ante el miedo, pero manipular ritualmente un cadáver tiene, en sí mismo, la intención de comunicar, de mandar un mensaje tanto a la nueva autoridad que pueda ocupar el ayuntamiento como a la población que observa impávida cómo el tejido social se deteriora sin remedio.
Una vez que el cuerpo ha dejado de ser persona, se convierte en un instrumento de comunicación, en mensajero y mensaje al mismo tiempo. Es entonces que forma y fondo dialogan, se complementan, se conjuntan para formar entre ambas una sola realidad que grita de qué lado está el “poder real”, ese que “puede” porque tiene los medios, pero que también “puede”, no sólo porque nadie se lo impide sino que además nadie habrá de castigarlo.
Recibimos desde Chilpancingo una nueva postal macabra de la triste realidad que se extiende por el territorio en pleno: la ley que impera es la ley del crimen, la que impone el delincuente, la que apetece la mafia, cuyo único límite son las fronteras de «poder real» que disputa con las bandas dueñas de los territorios aledaños.
Mientras esto sucede en el espacio habitado por mujeres y hombres de bien, impotentes ante el abandono de la autoridad, los otros poderes, los que parecen no sólo “no poder” sino tampoco “querer”, se debaten entre dimes y diretes parlamentarios y legaloides, se disputan a golpe de imposiciones, huelgas y desacatos, una autoridad legal y legítima que de poco o nada habrá de servir cuando no haya porción de país donde imponerla.
Tanto las autoridades legalmente constituidas como las criminales mafiosas coinciden cuando menos en una cosa: en la intención de demoler las instituciones para erosionar el «poder legítimo» de un Estado sólido para dejarlo todo al ejercicio de «la fuerza» y al capricho de las circunstancias.
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Apagones a la mexicana
SOLAMENTE UNA NACIÓN DE INSTITUCIONES SÓLIDAS Y DE LEYES CLARAS Y RESPETADAS PUEDE ASPIRAR AL PROGRESO.
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