Ese “Yo global” más amplio e incluyente implica necesariamente una perspectiva nueva. Exige la capacidad de dar un paso atrás de nuestros pensamientos y desarrollar la competencia de observarlos –aun cuando no sea posible controlarlos– como una parte de nosotros en vez de considerar que “somos lo que pensamos”.
En un artículo anterior, citando lo expuesto por el pensador norteamericano Ken Wilber, en su libro Una visión Integral de la Psicología*, decíamos que lo que cada uno de nosotros denomina “Yo”, es al mismo tiempo una función constante que articula y gestiona los diferentes “mís” que nos componen, como por ejemplo, mis emociones, mis impulsos, mi cuerpo, etc.
Pero ese “Yo” también funciona como una corriente evolutiva, como una fuerza, una tendencia que nos impulsa al desarrollo. Esa fuerza interna, difícil de describir, pero que nos hace transformarnos conforme crecemos. En el tránsito entre los distintos estados de la infancia o entre la infancia a la adolescencia, o de la adolescencia a la juventud, se ve con enorme claridad. Sin ser demasiado conscientes de cómo o por qué, de pronto entendemos el mundo, a los demás y a nostros mismos de manera distinta, modificando nuestra perspectiva existencial. Se trata de una fuerza subyacente que empuja al “Yo” para que se traslade una etapa, de un nivel de comprensión al siguiente.
Esta tendencia intangible en principio, una vez que comprendemos su existencia y su propósito, es susceptible de ser trabajada, en especial en los niveles mentales, donde el desarrollo deja de ser meramente orgánico para traducirse en distintos grados de madurez. Para Wilber, alcanzar ese “Yo Global”, es producto de una serie de decisiones y actos de voluntad. Está convencido de que si la trabajamos adecuadamente ese impulso alcanzamos ese siguiente nivel, ese “Yo global”, que podríamos considerar una amalgama de todos esos “mis” ya mencionados y que nos constituyen: desde el Yo mental –que visto desde el Yo Global se convierte en “mi pensamiento”–, así como los diversos “Yo objeto”, a los que caracterizamos con la proposición “mi”: mi cuerpo, mis emociones, mis sentimientos, mis impulsos, etc. Todos ellos, juntos, participan de nuestra sensación de identidad y son fundamentales para comprender nuestra existencia.
Esta capacidad de asumir los pensamientos, no como mi auténtico Yo, sino como la facultad que mi Yo tiene de pensar, donde esos pensamientos se convierten en “mis pensamientos” y por lo tanto puedo desidentificarme de ellos (no son Yo, es algo que hago –equivalente a ejercitar mi cuerpo– o que me ocurre –equivalente a una dolencia o a una emoción–) y si bien no resultan fáciles ni de evitar ni de controla, cuando menos sé que se trata sólo de un aspecto de mí y no mi totalidad.
Es a esta capacidad de separarse de los pensamientos y entender la razón como facultad y no como mi Yo a lo que Wilber llama nivel trasracional, hemos ido más allá del pensamiento y ahora podemos gestionarlo como una herramienta que forma parte de nuestro todo, sin ser propiamente nuestro todo.
Si bien es verdad que alcanzar esta perspectiva trasracional es aún poco frecuente, pues vivimos en un mundo donde la inmensa mayoría estamos atrapados en el “Yo que piensa”, y que vive disociado de su cuerpo, de sus emociones, de sus impulsos, etc., el proceso de integración puede acelerarse en la medida en que comprendemos el funcionamiento de este mecanismo de desarrollo.
Según asegura Wilber, en todos los niveles de desarrollo el proceso de trascendencia de cada es el mismo: tomar consciencia de la identificación exclusiva (ya sea con el cuerpo, con las emociones o con la mente), para luego desidentificarnos de ella reconociéndola como facultad, pero no como nuestro todo, para luego integrar dicha facultad a nuestro Yo Global y así trascender la limitación que enfocarnos en una sola facultad implica.
En otras palabras, primero se da una intensa identificación del “yo parcial” con las condiciones que el individuo está habilitado para percibir. El bebé, por ejemplo, está intensamente identificado con su cuerpo y por eso todo lo comprende desde ahí, al grado de que ni siquiera puede aún distinguir sus emociones. Poco a poco va distinguiendo los “mis”, que terminan por ser todo aquello que está fuera de él: su mantita, su oso de peluche, el biberón, etc. Mientras que en una etapa posterior, la identificación es con el Yo emocional. Todo él es emoción: alegría, tristeza, dolor, miedo. Conforme crece, va asumiendo las facultades racionales y es entonces cuando se comprende a sí mismo como un “Yo que piensa”, entendiendo su cuerpo, su emociones, sus impulsos, etc., como distintos “mis” de los que puede echar mano.
Es decir, que tras la identificación exclusiva del individuo con una comprensión del yo que equivale a ser un “Yo que piensa”, se es capaz de distinguir separadamente el cuerpo, así como todas las demás instancias mencionadas (emociones, sentimientos, impulsos, etc.) para de inmediato reconocer su importancia y desidentificarse de cada una convirtiéndolas en un “mi”.
Cada uno de esos “mis”: mis emociones, mis sentimientos, mis sensaciones, mis pensamientos, son aspectos o dimensiones de mi “Yo total”, o sea en cada uno de ellos se encuentra información distinta de quién soy y de lo que me está ocurriendo en ese momento. Es como si se tratara de los mecanismos de navegación de una nave y requerimos de todos para conseguir un vuelo seguro y pleno.
Una vez alcanzado el desarrollo hasta el “Yo mental”, donde todos los que leemos esto nos encontramos, somos capaces de reconocer la importancia de cada uno de esos “mís” que nos constituyen (incluyendo el pensamiento) para así ser capaz de integrarlas todas en ese “Yo Global” del que habla Wilber y que es capaz de entender sus pensamientos como “mis pensamientos”.
En resumen, cualquier aspecto de nuestro Yo que nos interese superar, porque estamos excesivamente identificados con él, implica necesariamente transitar por los procesos de diferenciación, desidentificación e integración, para así estar habilitados para trascenderlo y ensanchar las fronteras de nuestro “Yo Global”.
Ese “Yo global” más amplio e incluyente implica necesariamente una perspectiva nueva. Implica la capacidad de dar un paso atrás de nuestros pensamientos y desarrollar la competencia de observarlos –aun cuando no sea posible controlarlos– como una parte de nosotros (un “mi”).
Un mecanismo efectivo para lograr esa perspectiva –aunque exige constancia y enfoque– es la meditación. Permanecer en silencio, mirando hacia adentro y convencidos de que “no somos nuestros pensamientos”, nos permite eventualmente dar ese paso atrás y, aunque sólo por unos instantes, observar nuestras distintas voces interiores, convertidas en “mis pensamientos”, disputándose nuestra atención, amparadas en los motivos más diversos: retos laborales, relaciones conflictivas, obligaciones cotidianas y un largo etcétera de flujos de pensamiento que no nos dan un momento de serenidad. Una vez que podemos hacernos conscientes de esas batallas internas, y casi siempre muy ruidosas, comprendemos el grado de identificación que hemos tenido a lo largo de nuestra vida adulta con la perspectiva mental cartesiana.
*Wilber, Ken, Una visión integral de la psicología, Primera Edición, México, Alamah, 2000, Págs. 468.
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