La vida surgió de la Tierra, pero a la vez es la culpable de que nuestro planeta sea lo que es. Ni la vida ni el ser humano fueron colocados sobre un planeta en estado de plenitud estancada, sino que se trata de una Tierra viva y en permanente transformación, de la que todas las especies somos parte.
En la novela El fin de la muerte, tercer volumen de la espléndida trilogía de ciencia ficción del escritor chino Cixin Lui, El recuerdo del pasado de la Tierra –pero que los lectores suelen referirse a ella por el título de la primera entrega: El problema de los tres cuerpos–, vemos una escena donde dos científicos discuten acerca de un modelo matemático capaz de simular la evolución pasada, presente y futura de la superficie terrestre teniendo en cuenta un inmenso número de factores biológicos, geológicos, astronómicos, atmosféricos entre muchos otros.
A partir de este simulador los dos científicos involucrados reflexionan a cerca de cómo, cualquier pequeñísimo cambio en los parámetros o en las condiciones que dieron lugar al Big Bang hubieran construido un universo totalmente diferente. Acerca del tema muchos autores han reflexionado también, y un buen ejemplo es Ken Wilber quien asegura que el desarrollo cósmico ocurrió como ocurrió, pero que bien pudo ser de muchas otras maneras y que lo que entendemos por “leyes cósmicas” son más bien “costumbres cósmicas” que se han consolidado a fuerza de la repetición, pero que no hay intrínsecamente una razón absoluta para que las cosas sean como son y que, bajo los estímulos correctos, pudieron ser de otra manera, al grado de que la gravedad podría no existir o el hidrógeno no ser el elemento más abundante del cosmos, con lo cual la cara y le funcionamiento del las galaxias –si existieran en esa nueva e inimaginable costumbre cósmica– serían radicalmente distinto.
Pero no nos desviemos del tema y volvamos a la novela de Cixin Liu. Llegado a ese punto, uno de los científicos dice: “no soy un experto en el Big-Bang, pero te equivocas al respecto de la Tierra. La vida nació de la Tierra, pero la vida también la cambió. El entorno actual del planeta es el resultado de su interacción con la vida”(1).
Con ayuda de dicho modelo matemático llevan a cabo una simulación que recrea la evolución planetaria, pero suprimiendo de la ecuación el factor “vida”. La supercomutadora hace sus cálculos, mostrando las diferentes etapas de la Tierra a lo largo de las diferentes eras geológicas, pero prescindiendo de la vida. Cuando la máquina terminó sus operaciones emergió un planeta naranja y yermo. Una Tierra sin vida carecería de océanos, de ríos, de vegetación.
La reflexión conduce a comprender que la vida, a lo largo de sus etapas evolutivas, en complicidad con largos periodos de tiempo, da lugar a ella misma y las condiciones que la sustenten. Como dice Liu por boca de sus personajes: “aunque la vida no sea capaz de formar montañas, si puede alterar la distribución de las cadenas montañosas”(2).
Imaginemos dos montañas, una cubierta de vegetación y la otra no. La erosión afectaría muchísimo más a la deforestada y muy pronto cambiaría su forma y dimensiones al grado de correr el riesgo real de desaparecer.
Y pone Liu pone un ejemplo análogo a lo que los humanos hemos hecho con el planeta: “si una colonia de hormigas es capaz de transportar un grano de arroz en un día, en mil millones de años pueden arrasar el mismísimo monte Tai. Siempre y cuando disponga del tiempo necesario, la vida es más fuerte que el metal y la roca, más poderosa incluso que cualquier tifón o volcán”(3).
Es verdad lo que dice Liu, la vida no es “algo blando y frágil que se aferra a la superficie del planeta” sino mucho más: “La Tierra en la que vivimos ahora es un hogar construido por la vida para sí misma”(4).
En la siguiente entrega reflexionaremos un poco más a fondo acerca de lo que este pasaje puede significar y las enseñanzas que de él podemos obtener.
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1. Cixin Lui, El fin de la muerte. Trilogía Vol. 3, Primera Edición, México, Ediciones B-Nova – Penguin Random House, 2018, Pág. 32
2. Íbidem, Pág. 33
3. Ídem.
4. Íbidem, Pág. 34

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