Mientras más años acumulo, más me sorprende el radical desagrado que nos tenemos entre humanos. Dicho de otra manera, cómo hemos normalizado que grupos sociales –sólo porque son «diferentes»– provocan una afronta o un insulto y que, debido a esta manera de ser, deben de ser alienados –o peor–. Pues, ¿qué no todos somos seres personas humanas merecedoras de los mismos derechos? ¿Acaso es tan malo que otras personas tengan un estilo diferente de ser e identificarse? Me refiero, por supuesto a todas las acciones que no tienen una intención deliberada de hacer el mal al otro. ¿Existe realmente una sola manera válida de vivir la vida? A este respecto encuentro mucho valor en la simplicidad de lo que menciona el papa Francisco en su carta encíclica Fratelli tutti –párrafo 100–: «el futuro no es monocromático, sino que es posible si nos animamos a mirarlo en la variedad y en la diversidad de lo que cada uno puede aportar. Cuánto necesita aprender nuestra familia humana a vivir juntos en armonía y paz sin necesidad de que tengamos que ser todos igualitos».
Hoy se celebra el Día Internacional del Orgullo LGBTQ+ –en remembranza de los llamados «disturbios de Stonewall» sucedidas en el barrio neoyorquino de Greenwich Village en 1969–. Su objetivo –como lo son en general estos días de conmemoraciones– es crear consciencia de que todas las personas que conforman la comunidad LGBTQ+ también merecen disfrutar de los mismos derechos sociales y políticos que los de cualquier otra comunidad que conforma la sociedad. En esta lucha encuentro la misma validez que el del movimiento feminista, así como la defensa de personas con discapacidad. En la auténtica democracia todos los puntos de vista tienen validez para construir una vida pública. Es decir, que debemos enfocarnos en cómo nos «integramos» y, posteriormente, cómo aseguramos una «inclusión» auténtica.
A primera vista, «integración» e «inclusión» suenan parecidos. Pero hay una distinción. Ejemplo rapidísimo. Recordemos los tiempos de la secundaria. Nunca faltaba la maestra de Biología que nos pedía armar equipos para presentar equis tema. Integrar un equipo es seleccionar a los miembros que lo conforman. Pero, como sucedía en ocasiones, si la maestra armaba los grupos, pasaba que no siempre todas y todos los integrantes tenían el mismo compromiso, o bien, había un rechazo a una persona en particular y se le excluía de participar. Ahora bien, cuando todos los miembros del equipo realmente participaron y entre todas y todos se enfocaron en escuchar las perspectivas individuales para armar la –tediosa para mí– presentación sobre el Ciclo de Krebs, entonces en ese equipo existió una auténtica inclusión.
Así, la inclusión ha de ser entendida como la construcción de todos los medios necesarios para que todas las personas –de todas las comunidades que forman la sociedad– estén incluidas en la vida pública. Es muy fácil decir que en un país todas y todos son libres. Pero si una pareja LGBTQ+ no puede contraer matrimonio con el respaldo jurídico o si son constantemente perseguidos por otros colectivos –por ejemplo, el asesinato sin clarificar del magistrade Ociel Baena o el reciente asesinato de la mujer trans, Valentina Sody– no se puede afirmar que hay inclusión. Lo mismo va para cualquier otra comunidad. Una empresa puede afirmar que contrata personas con discapacidad. Pero, si el edificio no cuenta con rampas, una persona con discapacidad motriz realmente no goza de la misma libertad dentro del edificio.
Sé que puede ser polémico que use la frase del papa Francisco para hablar sobre la inclusión. Sin embargo, considero que ese debería ser un criterio democrático esencial. El único gobierno donde todos son «igualitos» son los autocráticos y totalitarios, cuyo rasgo esencial es el abuso del poder y la extinción de libertades. Como lo comenté en otro artículo, más que buscar cómo tolerarnos –cómo nos soportarnos–, hemos de buscar el cómo dialogamos y encontramos puntos universales que permitan una construcción democrática en conjunto.
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