Somos seres en interacción permanente, habitantes de un engranaje inevitable de interdependencia donde necesitamos de los demás no sólo porque no hay logro que cuente si no es reconocido por el grupo social, sino, sobre todo para retroalimentar nuestra vida emocional, afectiva, familiar y profesional.
En la novela Fortuna, del argentino-estadounidense, Hernán Díaz, y ganadora del Premio Pulitzer de Ficción 2023, se cuenta, a partir de una serie de voces narrativas articuladas con gran solvencia técnica y literaria, una especie de historia ficticia acerca de cómo se desarrolló el imperio de la especulación financiera, representada por Wall Street y los grandes fondos de inversión.
El texto tiene como punto de inflexión el crack bursátil de 1929 y sus consecuencias posteriores, pero a mi juicio lo que mejor se desarrolla en la novela es la concepción de individualismo característico del sistema neoliberal naciente a principios del siglo XX.
La trama gira en torno a los logros financieros del magnate multimillonario Andrew Bevel y su manera casi mágica de dominar los vaivenes de los mercados bursátiles, en especial durante la crisis de 1929. Mientras la mayoría de los inversionistas lo perdieron todo, él, de forma inexplicable, obtuvo beneficios fabulosos que lo convirtieron en uno de los hombres más ricos del mundo.
Si bien la trama se complejiza a lo largo de las páginas, dejando de manifiesto la tremenda importancia que tuvo en su vida su difunta esposa Mildred, en lo que quisiera enfocarme es la concepción de individualismo que ha alimentado al imaginario de los países capitalistas al grado de llegar a experimentos tan radicales como el que hoy encabeza el presidente Javier Milei de Argentina.
Para esta visión del mundo el individuo es un ente aislado, encapsulado, autónomo, que depende sólo de sí mismo, de sus actos y decisiones. El mundo es una especie de paraje inhóspito donde sólo el más apto, el más talentoso, el más audaz consigue imponerse y conseguir sus objetivos.
Puesto que el mundo es así, el individualista niega el sentido y la utilidad de cualquier cooperación mutua, de cualquier búsqueda del bien común, a menos que ese bien común le resulte favorable a sus intereses. En determinado momento Díaz, a través de la voz de su personaje Andrew, afirma cosas como las siguientes:
“Si se consigue que los suficientes individuos egoístas converjan y actúen en la misma dirección, el resultado se parecerá mucho a una voluntad colectiva o a una causa común. Pero en cuanto se pone en marcha ese interés público ilusorio, la gente se olvida de una distinción crucial: que el hecho de que mis necesidades, deseos y ansias puedan reflejar los tuyos no significa que compartamos una meta. Significa únicamente que tenemos la misma meta. Una diferencia clave. Sólo cooperaré contigo en la medida en que sirva a mis propósitos. Más allá de eso, sólo puede haber rivalidad o indiferencia”*.
Esa exacerbación del “egoísmo útil” es la base de este liberalismo extremo, fundado en las ideas de Adam Smith, y que se considera como la única forma de que el ser humano emprenda proyectos en común: que cada uno de los participantes obtengan beneficios personales que lo motiven a unir sus fuerzas con otros.
Al respecto Andrew afirma que: “Defender los intereses de otra gente sólo porque se dé el caso de qué coincidan con los tuyos no tienen nada de heroico. La cooperación, cuando su objetivo es el beneficio personal, no debería confundirse nunca con la solidaridad”.
Quizá en esto tenga razón y la solidaridad implique lo opuesto: renuncia y empatía. En todo caso, reconoce que existen personas que se creen capaces de actuar por el bien de los demás, pero incluso a ellos los cuestiona: “A los verdaderos idealistas, en cambio, les preocupa el bienestar de los demás por encima y sobre todo en contra de sus propios intereses. Si usted disfruta de su trabajo o se beneficia de él, ¿cómo puede estar segura de qué lo está haciendo por los demás y no por usted misma? La abnegación es el único camino que lleva el bien común”.
Sin pretensión revelar aspectos de la trama, al final el texto “prueba” que esa autonomía absoluta, esa libertad total para que el talento del individuos aislado se desarrolle hasta alcanzar las cúspides más deslumbrantes, y que el sistema capitalista neoliberal defiende como uno de sus valores supremos, es en realidad una ilusión, porque nadie, por más que se esfuerce en hacerlo parecer, puede alcanzar los más grandes logros sin la ayuda, y más aún, sin la colaboración directa de otros.
Somos, nos guste reconocerlo o no, seres humanos en interacción permanente, habitantes de un engranaje inevitable de interdependencia donde necesitamos de los demás no sólo porque no hay logro que cuente si no es reconocido por el grupo social, sino, sobretodo para retroalimentar nuestra vida emocional, afectiva, familiar y profesional.
Sin “el otro” no somos sino remedos de un Robinson Crusoe voluntario, atrapados en una isla que por más que consideremos de nuestra propiedad y nos autoasumamos como su soberano máximo, de nada vale si no hay con quién compartirla.
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