Era Covid: El nacimiento de un Estado Solidario

Solidaridad es la manera colectiva de ser empático. Estado Solidario es aquel que se preocupa por sus integrantes sin importar sus diferencias. Su función consiste en cerrar la brecha entre sus miembros, no con demagogia y polarización,...

7 de mayo, 2021

Solidaridad es la manera colectiva de ser empático. Estado Solidario es aquel que se preocupa por sus integrantes sin importar sus diferencias. Su función consiste en cerrar la brecha entre sus miembros, no con demagogia y polarización, sino con transparencia y políticas públicas equitativas, más allá de intereses personales e ideologías. 

En naciones como México las diferencias entre ciudadanos son abismales en todos sentidos: manera de entender el mundo, costumbres, modos de vestir, platillos típicos, tradiciones y un largo etcétera. Pero las diferencias más significativas, las más dolorosas son aquellas que limitan las oportunidades, que privan de educación y salud, aquellas que lastran el desarrollo y la libertad del individuo. Son éstas últimas y no las primeras a las que un Estado Solidario debe dedicar sus esfuerzos para erradicarlas.

Al convocar una participación activa del Estado, no es para asignarle tareas de intromisión en los ámbitos privados. Se sabe que en las ramas de la industria, el comercio y la producción, su papel consiste en dar certeza jurídica con leyes justas que fomenten la participación y competencia del capital privado como motor del desarrollo económico. Sin embargo, también sabemos por experiencia que esa competencia descarnada, ahonda aún más la desigualdad, y es ahí donde, a partir de proveer un conjunto de servicios básicos universales de calidad con la intención de que el piso de desarrollo para la población en general sea más igualitario, que el Estado Solidario del Siglo XXI encuentra su lugar. 

Estamos en tiempos de cambio forzado y quizá, si actuamos con consciencia y sensatez, la coyuntura actual resulte apropiada para dar los primeros pasos en esa dirección. En principio de lo que se trata es justo de eso: de tener claro el rumbo al que queremos encaminarnos y que las instituciones que habrán de operar dicho cambio sean fortalecidas con las herramientas necesarias para ese tipo de Estado donde, más que el individuo que gobierna, lo que importa de verdad es la eficacia de los sistemas, los protocolos y la transparencia con que las instituciones del Estado habrán de operar para conseguir sus fines.

No se trata de hacer un cambio de un día para otro, una transformación mágica por decreto, sino una renovación paulatina mediante un proceso donde uno de los primeros pasos tendría que incluir un “nuevo pacto” entre ambos integrantes de la dualidad indisociable Estado-contribuyente que tendría como propósito cimentar una confianza mutua, hoy inexistente. El Estado tendría que abonar a ella con transparencia, probidad y sensibilidad en el uso de los recursos públicos, y el contribuyente, puesto que sin recursos no hay Estado que pueda ser eficaz, con el pago oportuno y justo de sus responsabilidades fiscales. El objetivo primario es que la recaudación suba, pero de la mano con una mejora sustancial de los servicios públicos y programas sociales. 

Al hablar de programas sociales no pienso en un Estado asistencial, porque, si bien este modelo institucional suele implementar planes de apoyo para los segmentos más desprotegidos, los recursos que otorga suelen estar enfocados en la supervivencia más que en el crecimiento y la creación de oportunidades. Esta manera de atender a los estratos más vulnerables mantiene el nivel de necesidad sin cambios sensibles en las oportunidades de desarrollo, en espera siempre de que sea el Estado quien subsane las carencias y con ello se fomenta una dependencia que, más que ciudadanos libres y pensantes, crea clientelas políticas que nutren los colores partidistas del gobierno de turno, en lugar de privilegiar la inversión pública que detone verdaderas oportunidades de desarrollo que abatan la pobreza y favorezcan la movilidad social. Por eso resulta preferible pensar en términos de un Estado Solidario. 

La solidaridad es la manera colectiva de ser empático. Y desde esta perspectiva, un Estado Solidario es aquel que se preocupa genuinamente por sus miembros, sin importar el estrato social, su origen étnico, sus convicciones políticas, sus preferencias sexuales y demás particularidades que si bien le dan diversidad al conjunto, crean también focos de polaridad que se traducen en tensiones, discriminación y deterioro del tejido social. 

El centro del esfuerzo en un Estado construido bajo los parámetros de la solidaridad es conseguir que toda esa diversidad encuentre suelo fértil para el desarrollo y la convivencia pacífica y empática. Mientras un Estado asistencialista provee, un Estado solidario retira los impedimentos para los que ciudadanos diseñen sus propios proyectos de vida, se planteen metas y las consigan.  

Un Estado Solidario va más allá de ideologías o partidos políticos, porque está fundado y sostenido en las instituciones nacionales, creadas de forma paulatina y progresiva por todas las fuerzas políticas, a partir de las experiencias del pasado, las divergencias, los acuerdos –no siempre fáciles de alcanzar– y los nuevos contextos y realidades nacionales que emergen de los propios cambios sociales y de la influencia de un mundo cada vez más global e interdependiente, en vez de subordinarse a los designios volubles, interesados y transitorios del gobierno de turno. 

Este Estado Solidario, mediante el cobro de impuestos progresivos, no sólo fomenta y facilita seguridad, certeza jurídica y condiciones apropiadas para la competencia leal en el caso de la iniciativa privada, sino también financia bienes y servicios básicos, como una educación de calidad, una vivienda digna y una salud universal que permitan que aquellos que habitan los segmentos menos favorecidos encuentren avenidas de desarrollo y movilidad social. Se trata de cerrar las brechas entre unos segmentos de la población y otra, no con demagogia, sino con hechos, con acciones, con políticas públicas concretas y equitativas. 

En una democracia cada formación política tiene su manera específica de manifestar esa “solidaridad”, esa será parte de la labor del ciudadano: decantarse por aquella que resulte más acorde con sus convicciones, ideología y manera de entender el mundo, pero el propósito del Estado en su conjunto tendría que ser la de generar las condiciones para el desarrollo pleno de sus habitantes –en temas tan diversos como salud, vivienda, realización profesional, productividad– sin importar la filiación política del gobierno de turno. Las instituciones nacionales siempre tendrían que estar por encima de cualquier “estilo personal de gobernar”.  

Plantearse un Estado Solidario como solución de futuro es alentador porque los recursos invertidos en él serán recompensados con creces en el mediano y largo plazo. No hay mayor valor, mayor activo en una nación que su gente y por ello no existe mejor inversión que facilitar la formación y emergencia de mejores ciudadanos. Si la población de un país está más sana, mejor alimentada, acostumbrada a condiciones de vida dignas, y con mejores perspectivas de desarrollo y crecimiento para el futuro, estará más motivada en sus ámbitos de trabajo, será más productiva y podrá tener un mejor desempeño en los profesional y lo personal. Además, será naturalmente más crítica, fijará la vista más alto a la hora de escoger líderes y será más exigente con sus instituciones, lo que favorecerá para perfeccionarlas. 

Lo cierto es que la solidaridad es una carretera de doble vía: exige asumir responsabilidades. Por alguna causa tanto individuos comprometidos con su comunidad como organismos de la sociedad civil centran su lucha en la obtención de derechos. En países con atrasos tan profundos como México, esto se entiende hasta cierto punto, sin embargo es indispensable entender y aceptar que con cada derecho que se adquiere va aparejada una responsabilidad.

Si bien el Estado Solidario tendría que centrarse en fomentar el desarrollo y la libertad del individuo y las estructuras colectivas, también los individuos y las colectividades, tendríamos que asumir nuestra responsabilidad en todos los ámbitos, tendríamos que colaborar activamente para construir y fortalecer ese sistema solidario del que el Estado sería garante. 

La Era Covid es un tiempo de maduración, un tiempo en que las sociedades humanas debemos pasar de la adolescencia caprichosa y dependiente de que “papá gobierno” nos provea –quien por su parte disfruta de tratarnos con condescendencia infantil–, a una condición de “humanidad adulta y solidaria” donde, tanto individuos como colectivos exigimos enérgicamente nuestros derechos a partir de cumplir con nuestras responsabilidades y obligaciones en todos los ámbitos –ecológico, fiscal, cívico, profesional, familiar, etc–, permitiendo así que el sistema total funcione y se fortalezca. 

 

 

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