El viejo PRI como ente hegeliano por excelencia

El proceso de la Revolución mexicana sólo pudo ser llevado a buen puerto mediante la implantación de un régimen democrático propio, así como un traje hecho a la medida de la idiosincrasia, así como la problemática nacional,...

5 de julio, 2023 El viejo PRI como ente hegeliano por excelencia

El proceso de la Revolución mexicana sólo pudo ser llevado a buen puerto mediante la implantación de un régimen democrático propio, así como un traje hecho a la medida de la idiosincrasia, así como la problemática nacional, tan variada como compleja. La violencia liberada en este proceso fue la consecuencia de siglos de injusticias y abusos (que no comienzan en el Siglo XVI, con la llegada traumática de los europeos, sino mucho antes). 

Este sistema y/o pacto social va más lejos que la promulgación de la Constitución de 1917, gira más bien en torno a un partido político de Estado aglutinante de todas las poderosas fuerzas subyacentes y artificialmente contenidas durante el porfiriato y que, a manera de terremoto social, estallan en 1910 en una espiral que lucía no conocer un fin. 

 

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El éxito de este pacto social y su sistema político estriba en su naturaleza hegeliana: un poder cuasi monolítico en la punta de la pirámide, aglutinador de toda fuerza social y política, con la regla principal de renovación sexenal. He ahí la tesis dialéctica de Hegel: un régimen “de ponderación nacional” algunos se refirieron así al mismo, donde dicho partido (sin duda con rasgos metaconstitucionales) y todas sus corporaciones participantes en su seno, auscultaba las problemáticas del momento político, adecuando con base en esto al sucesor presidencial, árbitro siempre superior y de última instancia que funcionaba en paralelo al partido.

 71 años de un proceso coyuntural de ‘tesis – antítesis – síntesis’, en ciclos compuestos por seis años. No es imposible que esa fórmula de organización o “pacto social” esté hondamente ligada con la idiosincrasia mexicana. Un ejemplo es la definición del arte que, en algún momento, dio el pintor y muralista (por algunos incluso considerado el mejor artista del Siglo XX a nivel mundial) José Clemente Orozco: “El arte es el equilibrio qué surge espontáneamente al través de un proceso interno, cuándo nuestro caos trabaja para lograr una forma orgánica”. 

La tesis principal de Friedrich Hegel fue tomada y retorcida por vez primera de manera oportunista por Karl Marx, y si cabe el término, también le robó toda esencia al convertir la meta del comunismo por medio de la lucha de clases, la Revolución proletaria y el socialismo, en un dogma que llevaría a una utopía: la desaparición del Estado. Para Hegel, el Estado era un ente tan indispensable que se llegó a referir a él como “el cortejo de Dios en la tierra” y era un eterno mediador entre la sociedad y el individuo, por tanto, un ente siempre dinámico en un proceso evolutivo, jamás estático y mucho menos borrado en su pretendido sistema quimérico y por completo inmóvil y por ende, inaplicable en los hechos; el final y fracaso de ese sistema así lo evidencia. No hubo pues, ni de lejos, ese “fin de la Historia”, término acuñado originalmente por Friedrich Hegel.

El sistema mexicano de partido hegemónico tuvo su indudable éxito en no pretender utopías, en girar en torno a un ente político inclusivo y dialéctico; siempre dinámico, cambiante y adaptable a las coyunturas y las circunstancias. Lo anterior también se demuestra con el final del mismo, en las postrimerías del siglo XX, con la eliminación del partido omnipresente pero eficaz, por una pretendida y engañosa “Democracia sin adjetivos”, que no representó más que una coartada para un sistema de corte neoliberal, que casualmente y bajo otro dogma (esta vez el basado en las teorías económicas de Milton Friedman y compañía). 

Y es en este punto donde surge otro personaje oportunista de la gran teoría hegeliana como lo es Francis Fukuyama, que pregonó también “el fin de la Historia”, en un libro del mismo nombre publicado en 1992, al momento de la caída del bloque socialista, parafraseando a Hegel, pero con una ideología, lo mismo, que propugnaba por un camino que llevaría a otra utopía, la de “la competencia perfecta” (por medio, según él, de las democracias liberales) como camino hacia ésta y, acaso, panacea, en la que también el Estado, si bien no desaparecido por completo, sí reducido a su mínima expresión, dejando todos los conflictos y contradicciones políticas y sociales al mercado y su supuesta “mano invisible y mágica”, donde todo el proceso de dialéctica hegeliana no tendría prácticamente lugar, más que, las más de las veces, como proceso simulador. 

En el caso concerniente a México, esa dinámica viciada se rompe en 2018 con la vuelta al país de un régimen en el que el Estado recupera sus funciones tan debilitadas, si bien ya no de partido cuasi único, sí predominante, y por sobre todo, con una ideología que rompe con la dinámica neoliberal falsamente democrática, multipartidista sí, pero mucho más de forma que de fondo, en cuanto al inherente ciclo de efectiva mediación de conflictos por parte del Estado y la naturaleza que Hegel le atribuyó como ente indispensable para el desarrollo de las Civilizaciones. 

No está de más decir, por supuesto, que ni siquiera en la idea deslizada por Hegel de “fin de la Historia” se sugiere una desaparición del Estado, si bien esta se plasma con una hipotética visión a larguísimo plazo, basada en un punto culminante e idealizado de una eventual supremacía de entre la razón, la sociedad y el Estado, mas no está exenta de un ingrediente escéptico e incluso metafísico, en el que de hecho y ante la inclusión en esta idea suprema de la razón, una sociedad y un Estado, no deja entrever claramente el final definitivo de un proceso dialéctico dentro de un proceso político; un estadio donde, a lo sumo, exista una disminución considerable del conflicto inherente a la condición humana, mas no con una utopía en mente que negase la misma, ingenuamente y por completo, como sí lo dejaron entrever en su momento, tanto Marx como Fukuyama.

 

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