Cultura política. Un problema que no se resuelve en las urnas

Debemos transformarnos de pasivos observadores a activos vigilantes del poder público. Nuestra misión como ciudadanos será asumir nuestro lugar como arquitectos de nuestro propio destino común. 

24 de mayo, 2024 Elección en Edomex

 «En otras palabras, nada en democracia puede darse por definitivamente adquirido, por lo que debemos siempre estar vigilantes, como sucede actualmente, cuando el sistema democrático padece de algunos males directos relativos a su funcionamiento…» – Emilio de la Rosa

La justicia y la paz son dos caras de una misma moneda. Ambas representan el fin al que todos aspiramos. Para vivir en paz, forzosamente se requiere que exista la justicia «en tiempo real» –como siempre me gusta llamarlo–. Así, hay dos ideas que –a mi parecer– explican este doble objetivo del Estado. La primera es «la paz de una ciudad es la concordia bien ordenada en el gobierno y en la obediencia de sus ciudadanos». Llamo a esta sentencia la dimensión política de la paz. La segunda idea es «la paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden. Y el orden es la distribución de los seres iguales y diversos, asignándole a cada uno su lugar». A esta sentencia la denomino la dimensión jurídica de la paz. En la dimensión política, san Agustín explica que no puede existir paz –entendido como el orden social– sin que haya esta relación bicondicional de cooperación entre los ciudadanos y el gobierno. Mientras que, para asegurar que este bicondicional suceda, debe haber mecanismos que aseguren el reconocimiento y protección de todas las personas dentro del Estado. Así, la dimensión política –cómo nos relacionamos– encuentra límites y acuerdos en la dimensión jurídica –las «reglas» del juego–. Lo político siempre necesitará de lo jurídico. De la misma manera que los funcionarios públicos deberían trabajar de la mano con la ciudadanía. La paz es, por lo tanto, el máximo bien público que nos corresponde a todas y todos construir. 

Esta introducción, querida lectora y/o lector, la escribo porque quiero resaltar en este texto la enorme importancia que tiene la cultura política en la construcción de una mejor democracia. Lo escribo, además, como una reflexión que surge al identificar la falta de profesionalización política que muchas y muchos candidatos han demostrado al momento de elaborar propuestas, debatir y dirigir sus campañas. Pero también redacto esta reflexión –al modo más clásico del ensayo– porque he visto una ciudadanía que no comprende su rol fundamental en la construcción del público. Hay una línea cultural invisible, pero con una enorme densidad, que nos ha hecho pensar que la política es para políticos y otra cosa por completo es la ciudadanía. Como si sólo fuera responsabilidad de los servidores públicos llevar las riendas del poder soberano. Y como si la política se tratara del arrebato del poder por el poder. Si hoy nos enfrentamos a un panorama incierto, no sólo debemos voltear a los políticos, sino a nosotros mismos.

La democracia, entendido como el gobierno en donde todas y todos los ciudadanos nos hacemos cargo del proyecto de nación, requiere forzosamente la participación real de la ciudadanía. En una democracia «el poder político o soberano reside en el pueblo, que lo delega a sus representantes. Este poder es el que manda, legisla, dirige el aparato del estado, asegura la cohesión y el equilibrio social». Por ello, el voto en las elecciones, aunque es el principio del ejercicio del poder soberano de la ciudadanía, no se agota en las urnas. Es un trabajo continuo. Debemos darle continuidad y seguimiento a lo que hacen las personas que quedan electas en los puestos públicos. Hemos de vigilar que, precisamente, el político respete el marco jurídico y guíe la construcción del bien público –las metas a las que toda la ciudadanía aspira alcanzar–. Que no nos sorprenda cuando quienes se llaman políticos se descarrilan en el camino, si no está la ciudadanía detrás de ellos. Si hoy se presentan tan terribles candidatos en las ternas electorales, hay que aceptar que hemos fallado en nuestra responsabilidad de supervisar las acciones de los partidos y de los servidores públicos.

Nosotros somos los auténticos soberanos dentro de la república democrática. Como bien afirmó en su momento Immanuel Kant, lo propio de una república es la división de poderes, pues las decisiones de cómo queremos construir nuestro proyecto común le pertenece a todas y todos los ciudadanos –res y publicum como los «asuntos de los ciudadanos»–. Frente a este deber ser, me parece que hemos caído en la trampa contemporánea donde la ciudadanía se vuelve en un consumidor y sólo basamos nuestro voto dependiendo en quién ofrece más, como si se trataran de ofertas, no en quién podrá construir mejores condiciones de vida. 

Regreso a mi introducción. La finalidad de cualquier Estado es la paz a través de la justicia y, para garantizarla, se requiere que sean los mismos ciudadanos quienes tomen las riendas. Cuando decimos que los políticos son otra clase de mexicanos, estamos reforzando este sesgo cultural tan erróneo –y tan perjudicial– que atenta contra el corazón mismo de la democracia. Y, al alejarnos de la gestión política, estamos permitiendo que los representantes públicos hagan lo que quieran con los mecanismos políticos y jurídicos. Ya lo decía Sartori, «si en la transmisión del poder los controlados se sustraen al control de los controladores, el gobierno sobre el pueblo corre el riesgo de no tener nada que ver con el gobierno del pueblo».

Es urgente un cambio de paradigma cultural. No es algo que resolverá en la urna. Será algo que debamos desarrollar de aquí en adelante. Debemos transformarnos de pasivos observadores a activos vigilantes del poder público. Nuestra misión como ciudadanos será asumir nuestro lugar como arquitectos de nuestro propio destino común. 

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