La “Cultura de la cancelación” se manifiesta de formas distintas dependiendo quién la ejerza: los grandes grupos de poder o el ciudadano común. La finalidad: “cancelar” al individuo o contenido en cuestión, sin importar las afectaciones que implique… un modo de censurar que técnicamente no califica como censura.
La censura ha existido siempre, desde regímenes religiosos, aristocráticos, de corte socialista e incluso en aquellos que se manifiestan liberales y comprometidos hasta el tuétano con la libertad individual, siempre y cuando ésta no se utilice para desafiar al statu quo.
También las manifestaciones de dicha censura han sido diversas a lo largo de los siglos, pero hasta hace muy poco la aplicación de restricciones era usualmente ejercida por los Estados en aras de defender su hegemonía ideológica y material.
Sólo como un ejemplo reciente, a partir del 1 de octubre del 2021 el gobierno chino prohibió la ejecución de ciertas canciones en los casi cincuenta mil locales de karaoke que existen a nivel nacional. Los criterios en los que se basará el Ministerio de Cultura y Turismo para ajustar los catálogos permitidos consistirá en retirar todo aquel tema que ponga en peligro la unidad nacional, la soberanía o la integridad territorial; también aquellos que violen las políticas religiosas del Estado al propagar cultos o supersticiones y el que fomenten actividades ilegales como el juego y las drogas.
El Ministerio anima a los proveedores de contenidos a suministrar música “sana y edificante”, lo que al parecer se traduce en que serán los locales quienes tendrán la responsabilidad de gestionar los catálogos y restringir los temas que no cumplan la norma, con lo cual se convierten en co-responsables, lo que sin duda será un “gran aliciente” para ejercer criterios aun más estrictos que los de un censor común1.
Gobiernos autoritarios de todo el mundo, según sus propios sesgos ideológicos, regulan contenidos que consideran violentos, pornográficos, subversivos o incómodos en cualquier sentido. Pero no sólo este tipo de Estado lo hace.
Por décadas en los Estados Unidos –la democracia liberal por excelencia– cualquier cosa que se interpretada como “comunista” o alentara cualquier idea anticapitalista era perseguida de forma compulsiva.
Sin embargo en las democracias liberales del siglo XXI, mucho más que los aspectos ideológicos, lo que determina qué debe retirarse de la conversación pública se centra en todo aquello que desafíe el statu quo vigente, en especial lo que entorpezca el beneficio económico y la conservación de la estructura hegemónica.
Esta dinámica de “cancelación” se manifiesta de formas distintas dependiendo quién la ejerza. Detecto principalmente dos grandes vertientes. La primera de ellas es el tipo de cancelación que ejercen o bien el Estado o bien los grandes grupos de poder. La segunda es la que lleva cabo el ciudadano común, bien sea contra uno de sus pares –en especial si se trata de alguien famoso o considerado celebridad cuya reputación haya caído en desgracia por cualquier motivo– o contra una empresa, marca o institución pública o privada cuyas acciones sean consideradas inapropiadas por el discurso hegemónico del momento.
La “cultura de la cancelación”, desde la perspectiva del Estado o los grupos de poder, podría definirse como el conjunto de acciones, descalificaciones, juicios y boicots encaminados, o bien a destruir la reputación de alguien a causa de sus opiniones, actos o iniciativas interpretadas desde dicho entorno de poder como contrarias a lo considerado “necesario”, “correcto” y apropiado para fines públicos –cuando dicha cancelación la ejecuta un funcionario del Estado–, o bien a eliminar o desaparecer del escenario público cualquier dicho, opinión, contenido o individuo que sea contrario a las “políticas” de las empresas cuyos portales hospedan dichos contenidos –cuando la cancelación la lleva a cabo una empresa privada cuyo negocio consiste precisamente en la gestión de contenidos privados que se hacen púbicos a través de las redes sociales–.
En ambos casos la finalidad es “cancelar” al individuo o contenido en cuestión, borrarlo del entorno público, sin importar las afectaciones personales, profesionales, laborales o económicas que implique.
Esta primera modalidad, ejercida por el Estado o por los grandes grupos de poder, es quizá la más evidente, burda y sin duda la menos interesante las dos, pero quizá es la más violenta y autoritaria debido a la desproporción entre los involucrados. Quien ejerce la cancelación posee un poder abrumadoramente superior al del cancelado, que suele recibir la “sanción” sin posibilidad alguna de defenderse.
En este caso, los mecanismos son variados. Si un funcionario público de alto nivel descalifica a un individuo no lo hace a título personal, sino desde la investidura que le otorga su puesto o jerarquía dentro del Estado.
En México un claro ejemplo de esa práctica podemos verla en la famosa conferencia “mañanera”, que encabeza el Presidente López Obrador.
A lo largo de dichas conferencias, cuando el mandatario lo considera oportuno, ejerce su poder de “cancelación” hacia aquellos –personas, instituciones públicas o privadas o empresas de cualquier tipo– que considera que han llevado a cabo una acción inmoral, antiética o simplemente incorrecta dentro de sus estándares ideológicos y morales, ejerciendo sobre ellos una crítica, un juicio, y muchas veces una descalificación, que no es propiamente censura, puesto que los agraviados pueden responder como mejor les parezca, ni tampoco una persecución judicial, porque casi nunca las críticas, señalamientos o condenas presidenciales conllevan implicaciones jurídicas o legales. Sin embargo funciona como “cancelación”, y no como un mero intercambio de opiniones, porque la investidura presidencial y el espacio oficial –con cobertura nacional incluida– es desproporcionadamente más influyente que cualquier réplica llevada a cabo por un ciudadano común, aún siendo éste una figura pública.
En el caso de las empresas que cancelan, suele tratarse de un anunciante que, mediante la amenaza del retiro de su presupuesto publicitario, forza la eliminación de cierto contenido, cierto espacio creativo o el despido o retiro de cierto individuo a quien no desean relacionar con su marca. Ninguna empresa, en especial las trasnacionales con grandes presupuestos para publicidad, quieren asociar su marca con contenidos polémicos que puedan generar una mala respuesta del público. Esto que, desde el punto de vista del departamento de ventas de cualquier empresa suena muy razonable, es un pésimo criterio si se observa desde el punto de vista de la creatividad, la crítica, la libertad de expresión y la denuncia social.
Los medios de comunicación tradicionales pueden condicionar o en última instancia remover de sus espacios a quien opten por cancelar. Si se trata de cancelar a alguien externo a la empresa, las formas de hacerlo son muy diversas y tienen que ver con la forma, disposición y oportunidad para presentar la información que desean utilizar para llevar a cabo la cancelación proyectada.
Y por último, las empresas de redes sociales, como Facebook, Twitter o Youtube. En ellos, que supuestamente defienden valores liberales y que nacieron como vehículos para la libre expresión de ideas y opiniones individuales, la coerción que busca fomentar ciertos contenidos e impedir la difusión de otros va desde la cancelación literal del perfil –como le sucedió al expresidente de los Estados Unidos, Donald Trump con su cuenta de Twitter–, pasando por la “desmonetización”, hasta la simple y llana limitación de quién puede ver el contenido considerado conflictivo.
Lo interesante de “la cancelación” es que en ninguno de los casos señalados califica propiamente como censura, porque se trata de empresas privadas que, dentro de un sistema liberal, pueden definir sus políticas internas de difusión como les parezca más apropiado y se sobreentiende que en ese mismo carácter de empresas privadas, su fin último consiste en que el negocio prospere, lo que hace parecer razonable que las decisiones de cancelar, ya sea una publicación o un individuo, se funden en criterios económicos.
Las redes sociales nacen como consecuencia de las luchas por la igualdad que caracterizaron a la cultura posmoderna; sin embargo, conforme dichas empresas se convirtieron en grandes corporaciones multinacionales, quedó claro su tremendo poder para mantener o sabotear la estabilidad de los propios Estados. Llegado a ese punto, la idea de democratizar la opinión y abrir una ventana para todas las voces quedó en “buenas intenciones”. Ahora la premisa es otra: todo mundo puede decir y publicar lo que quiera en las redes sociales siempre y cuando las utilidades de la compañía se mantengan, y siempre y cuando no se desafíe de verdad el statu quo que da orden y sentido a la realidad tal y como es. Puedes ser todo lo transgresor, contestatario, insolente y maleducado que quieras, mientras la transgresión sea meramente cosmética y no busque modificar el orden profundo del sistema.
Para ello resulta muy conveniente conservar en un sólo cajón de sastre infinidad de posibles motivos de cancelación: desde el discurso de odio, pasando por la manipulación política, las fake news, imágenes inapropiadas, queja de otro usuario o cualquier otro eufemismo que pudiera justificar una sanción inapelable, que pudiera llegar incluso al retiro inmediato de la cuenta, sin que el usuario tenga instancia alguna a la cual acudir.
La siguiente semana continuaremos profundizando en este tema, ahora abordando la “cancelación” desde la perspectiva del individuo común, lo que la gente, cuando se une a la manada de la opinión hegemónica, hace contra aquel que cae en desgracia.
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1 Reforma.com, Reuters, Prohibirá China canciones con ‘contenido ilegal’ en karaokes, https://www.reforma.com/prohibira-china-canciones-con-contenido-ilegal-en-karaokes/ar2238009, Consulta: 11 agosto del 2021.
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