Asumir una convicción de forma profunda y general conlleva infinidad de consecuencias; la forma en que concibamos las cosas –aún sin ser conscientes de ello– determina nuestros actos.
Cada convicción consciente se convertirá en un fundamento que rija la narrativa que se articule a partir de ella. Dependiendo del tipo de decisiones que tomemos a este respecto, el mundo en que habitemos será objetivamente distinto.
En el artículo de la semana pasada se planteaba la posibilidad de elegir conscientemente las convicciones que, superponiéndose a prejuicios y miedos, sustituyan nuestras creencias inconscientes para regir con ellas nuestro comportamiento como humanidad. Una vez asumida esta posibilidad, la pregunta que emerge de manera natural sería: ¿Hay unas convicciones mejores que otras o cualquiera que se escoja tiene el mismo valor? Y en caso de que unas sean preferibles a otras, ¿bajo qué criterio se escogen las convicciones “correctas”?
Lo primero es decir categóricamente que sí, que en efecto hay convicciones más deseables que otras y por eso el definir criterios para jerarquizarlas resulta fundamental. Uso con toda intención la palabra “jerarquizar” porque, por más que resulte políticamente incorrecto decirlo, hay ideas y valores más deseables que otros. El nazismo hitleriano no es intercambiable en términos de valor con la desobediencia civil pacífica de Gandhi, por más que todo mundo sea libre de pensar lo que quiera.
Tomemos como referencia la primera pregunta del ejemplo anterior para tratar de encontrar algunos elementos objetivos que funcionen como criterios para definir cuál de las convicciones planteadas es más deseable. La pregunta decía así:
1.- Para explicarnos los fenómenos naturales, ¿preferimos un mito o una tradición, o mejor optamos por la investigación científica?
Lo primero es plantearse si alguna de las dos alternativas es intrínsecamente mejor que la otra. A mi juicio, la respuesta es: sí. Una primera razón es que la ciencia llega como consecuencia del proceso evolutivo de las ideas humanas. Del mito y de la tradición emerge la ciencia como instrumento para explicar lo que los primeros no podían. E incluso dentro de la propia ciencia el proceso evolutivo no cesa. Debió existir Newton, como máximo exponente de la física tradicional, para que emergiera Einstein y relativizara lo que hasta entonces se consideraba como verdades cósmicas absolutas.
Una segunda razón es porque en el mito no cabe la ciencia. Cuando una verdad se asume como dogma inquebrantable, la duda científica es expurgada. Mientras que en el mundo de la ciencia, la tradición y el mito cohabitan siempre y cuando sea posible cuestionarlos. La ciencia, en tanto producto humano que busca la certeza y la verdad de una vez y para siempre, se articula creando paradigmas, que en cierta forma equivalen a los mitos, sin embargo, a pesar de buscar certezas, la ciencia se permite la duda, la crítica, el cuestionamiento, lo que abre espacio para muchos de esos paradigmas que se creían inamovibles se sustituyan por nuevas comprensiones un poco más “verdaderas”. El mito, por su parte, se asume como la explicación final y definitiva que no permite cuestionamiento ni mejora. En una última instancia, la ciencia podría probar que el mito es verdadero, mientras que desde el mito, el cuestionamiento científico es inaceptable.
El proceso evolutivo del planeta entero tiende a la amplitud, a la complejidad, a la especialización. Cada nueva etapa de la evolución abre un nuevo espacio que integra y abraza a lo existente en el estadio anterior, por eso en el mundo newtoniano la relatividad es inimaginable, mientras que en mundo relativo de Einstein, Newton es el cimiento principal.
Una tercera razón es que mientras el mito se explica de forma distinta en cada región del mundo y en cada tiempo, las explicaciones de la ciencia son universales y atemporales. No hay matemáticas americanas, matemáticas rusas o matemáticas islámicas. Lo mismo ocurre con el tiempo, las matemáticas es un lenguaje atemporal, y si bien las desarrolladas en épocas antiguas eran más básicas y elementales, eran parte de un mismo cuerpo de conocimiento que, como buen proceso evolutivo, se ha ido ampliando y complejizando con cada nuevo descubrimiento, pero cuyos fundamentos continúan aplicando hoy, lo mismo que aplicaban en la Grecia clásica. Mientras que, por su parte, las concepciones míticas sí responden al tiempo, espacio e idiosincrasia en que fueron articuladas.
Asumir esta –o cualquier otra– convicción de forma profunda y general conlleva infinidad de consecuencias, porque la forma en que concibamos las cosas –aún sin ser conscientes de ello– determina nuestros actos. Por ejemplo, una vez que aceptamos como humanidad que sea la ciencia la que explique lo relacionado con los fenómenos naturales, ya no habrá lugar para continuar negando el cambio climático, las políticas sanitarias referentes a la Covid-19 –o cualquier otra contingencia de salud– se decidirán desde el criterio médico y no político o económico, los datos estadísticos serán centrales para definir cómo y dónde aplicar determinadas políticas públicas y dónde y cuándo no hacerlo, y un largo etcétera. Por eso las convicciones no son asunto menor. Se trata de fundamentos que rigen las narrativas que decidamos articular, y según sean unas u otras, el mundo en que habitemos será objetivamente distinto.
Y el mismo ejercicio podríamos hacer con las otras dos preguntas del ejemplo, y con muchas más que nos permitirían redefinir nuestras convicciones por encima de las creencias que nos lastran. Pero siempre, para escoger la respuesta más apropiada, lo deseable es tomar como criterio central las características mismas del proceso evolutivo en general y de las tendencias que ha seguido el desarrollo humano a lo largo de los siglos. Por ello siempre serán más valiosas las convicciones más amplias, aquellas que den cabida a escenarios más complejos, las que permitan una mayor diversidad, una mayor especialización, que favorezcan más matices, que armonicen la mayor cantidad de variables, y aquellas que nunca se consideren a sí mismas como productos terminados, sino como procesos vivos del desarrollo humano.
Y es desde ahí, de esa redefinición voluntaria y consciente de nuestras convicciones como humanos universales, conservando la particularidad cultural de cada visión del mundo, que resulta indispensable construir las premisas que den sentido a nuestro modo de pensar, a nuestras leyes, a nuestra convivencia social, sobre todo ante los enormes retos que el presente y el futuro próximo ponen ante nosotros como especie.
En los artículos siguientes repasaremos posibles convicciones que a mi juicio deberían formar parte de nuestras nuevas narrativas que nos permitan superar del todo esta Era Covid que nos agobia y que de forma tan brutal ha desnudado nuestras limitaciones y contradicciones.
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