Ha pasado una conmemoración más del día internacional de la mujer y sus luchas históricas, luego de tres años muy crudos de la pandemia por Covid-19. La emergencia sanitaria representó un retroceso importante en el desigual camino de las mujeres en su aspiración por ser independientes económicamente, así como la obtención del reconocimiento laboral y profesional en un mundo capitalista que siempre privilegia al género masculino.
Al reflexionar sobre el sistema patriarcal profundamente arraigado en México me remontó a la cultura y costumbres que en mi infancia y adolescencia nunca cuestioné, dentro de un contexto de invisibilización de la lucha de las mujeres por sus derechos. Me era común ver como a las niñas se les educaba para aprender las labores domésticas del hogar, mientras que a los niños se les dispensaba de colaborar en alguna labor señalada como propia de las mujeres.
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En la tradición familiar observé cómo muchos tíos míos nunca supieron lo que era lavar un plato, limpiar pisos o cocinar algo, salvo que por causas de fuerza mayor se requiriera colaborar con las labores domésticas. Parecía inculcarse que si un esposo o concubino era un buen proveedor económicamente, la pareja femenina debía servir y protegerlo hasta la muerte, por así estar convenido socialmente.
En varias familias de aquella clase media capitalina de la postguerra mundial que permitió a los mexicanos tener un nivel de vida holgado, nunca vi a los miembros masculinos reconocer las arduas jornadas domésticas que realizaban “las mujeres de la casa”. Incluso se llegaba a estigmatizar que el trabajo del hogar, en sí mismo no era un trabajo, no contaba como experiencia laboral alguna y por lo general era una obligación casi devocional que las mujeres debían realizar por la tradición de los cánones sociales.
Aprendí a colaborar en el hogar por necesitarse un mayor número de manos en las interminables labores domésticas de una casa modesta, que por una educación que se encaminara a la igualdad. Durante el denominado milagro mexicano se logró hacer accesible a la clase media patrimonio como inmuebles, acceso a sistemas de salud, algo de educación de calidad y sobre todo un salario que permitía el desarrollo de la familia tradicional. Por lo que las esposas, no requerían de laborar para apoyar a la familia económicamente, pero sobre todo era natural que si estás obtenían algún ingreso monetario, en realidad era una extensión del salario “del jefe” familiar.
Conocer una mujer divorciada era un hallazgo solo comparable a un avistamiento OVNI, o tan inusual como quien se sacaba la lotería. No recuerdo mucho énfasis en la educación sexual que recibí por parte de mis padres, sumado a que la moral católica imperaba en conocer lo menos posible sobre el pecaminoso tema del sexo. No era imaginable que se hablara de anticonceptivos, interrupción del embarazo, libertad sexual, mucho menos identidad de género que eran conceptos en desarrollo, pero que para aquella época de “bonanza” y buenas costumbres, hubieran sido un choque cultural parecido a un cataclismo.
En la televisión solo existían telenovelas que repetían el cuento de la cenicienta con muy pocas modificaciones en el desarrollo de los personajes. Para que una protagonista ascendiera socialmente era necesario que su pureza estuviera garantizada, sin importar mucho que su educación fuera apenas básica, ya que para la trama lo único esencial es que al relacionarse con un hombre productivo, su condición de inferior sería cambiada al transformarse en la esposa de un empresario exitoso. La única excepción existente era que se descubrieran sus lazos sanguíneos perdidos, por alguna desgracia, que la reconocieran como parte de la oligarquía.
Al llegar “las modas” de mayor apertura a la sexualidad, la democracia, las libertades sociales y derechos de las mujeres, estas eran tratadas de forma velada, nunca se dio un espacio importante en los pocos programas de análisis existentes y por lo general se privilegiaba evitar tocar temas polémicos. La sociedad mexicana, históricamente conservadora, gustaba de vivir en el mayor inmovilismo posible que sentenciaba a las mujeres a continuar bajo el yugo del poderoso patriarcado disfrazado de protección masculina.
Películas y series controversiales eran censuradas o editadas para que no ofendieran las buenas conciencias mexicanas. Los horarios para las series norteamericanas donde hubieran escenas de mujeres en bikini, sexualidad abierta o temas como la infidelidad eran cercanos a la media noche y siempre cuidando el contenido mediante la edición de las escenas más controversiales, en detrimento de la historia artística original. Los escasos noticieros cumplían como una extensión del cuidado de las audiencias nacionales a las que había que evitarles se contaminaran con ideologías ajenas a nuestra tradición trabajadora y católica, por el ende el feminismo en sus etapas de desarrollo era algo prohibido dentro del arcaico sistema político que sentía haber cumplido con permitir el sufragio femenino.
Los contenidos predominantes en los medios de comunicación siempre fueron la familia tradicional, si se llegaba a mencionar a algún gay o una mujer que pretendiese romper con los estándares machistas impuestos, su inclusión estaba destinada para la mofa fácil y exhibirles como fuera de la norma aceptada. Las contadas mujeres empoderadas en las series de televisión eran producto de programas internacionales, y por la misma composición social de la hegemonía PRI-gobierno, se mostraba que esas mujeres eran ajenas a una realidad nacional. El camino “al triunfo” para una connacional tenía como requisitos: ser guapa, sumisa y sobre todo, evitar confrontarse con los hombres de poder.
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Recuerdo a la meritocracia masculina dominar, aun en mis etapas de universidad donde las mujeres lograban tener un espacio verdadero de desarrollo profesional, pero insuficiente para ocupar espacios privilegiados.
A pesar de los avances gigantescos en los derechos de las mujeres en estos tiempos, su rezago económico y de oportunidades es una dolorosa deuda que no termina de saldarse. Incluso quienes tratamos de ser empáticos y solidarios con sus inmensas luchas, padecemos aún desde la infancia de micromachismos que no logramos comprender y erradicar, al haber padecido décadas de influencia donde la cultura patriarcal que nos educó como replicadores de un sistema que privilegiaba la desigualdad entre los géneros.
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