Diseñemos nuevas utopías que respondan a la pregunta: ¿cómo tiene que ser el mundo y la interacción entre humanos para que nos guste la idea de vivir ahí?, ¿cómo tiene que ser una civilización para que quepamos todos en aceptable armonía?
La semana anterior decíamos que una creencia es el relato o explicación de un hecho, una idea, una circunstancia que se convierte en un referente para nuestra estructura de pensamiento y opera como organizador de nuestra percepción en aras de darle coherencia, solidez y sentido a nuestra experiencia de estar vivos. De manera coloquial podría decirse que una creencia es la certidumbre irreflexiva que sentimos acerca de algo, aquello que “sabemos”, pero que no sabemos qué sabemos, ni mucho menos cómo lo aprendimos.
¿Cómo distinguir creencia de conocimiento, creencia de verdad? En contraste con la creencia, un conocimiento, además de acotar con claridad el objeto de análisis y las circunstancias específicas en que tiene lugar –es decir, no es producto de una generalización automática–, puede ser sujeto a una comprobación empírica que se reproduce de forma idéntica siempre que las condiciones originales se repliquen.
Pensemos en un ejemplo: el conocimiento del que disponemos coincide en que la inmensa diversidad de especies que habitan el planeta son producto de un proceso de evolución. Abundan todo tipo de estudios que confirman que los especímenes más aptos de una especie sobreviven, mientras que los menos aptos perecen, en especial cuando hay cambios mayores en las condiciones del ecosistema. Hasta aquí el conocimiento. Y a partir de él hay una vertiente de pensadores que “cree” que sobrevive el más fuerte y otra vertiente que “cree” que sobrevive el que mejor se adapta y el que mejor coopera. La diferencia parece menor, pero si llevamos estas posibilidades a la evolución humana, tendremos dos mundos muy distintos. Si pensamos que sólo sobrevive el más fuerte, el que más recursos acapara, el que se impone sobre los demás, las cosas serán de una manera muy distinta a que si estamos convencidos de que la adaptación y la cooperación son la llave para evolucionar. Se trata de dos sistemas de creencias que, si bien parten del mismo cuerpo de conocimiento, se manifestarán con distintas éticas, distintos modos de entender la economía, el Estado, la relación comunitaria, etcétera, y promoverán conductas muy distintas entre los individuos.
El cambio climático es un desafío global inminente que pone en riesgo la viabilidad del ser humano como especie. Si queremos sobrevivir habrá que tomar medidas concretas y de carácter general. Si el camino para hacerlo es que las naciones más poderosas impongan criterios y a partir de su fuerza –y toda suerte de sanciones económicas, políticas y militares– busquen someter al resto exigiendo cambios desproporcionados, dará un resultado muy diferente que si cada nación adopta compromisos de cooperación y mejora según sus posibilidades y condiciones concretas. En este caso, las naciones más poderosas tendrían que adaptarse, adquirir compromisos mayores y cooperar más. Aún cuando librásemos el problema climático, el resultado serían dos mundos muy distintos. Es así que las creencias, de forma subrepticia, se manifiestan y moldean la realidad concreta.
Los seres humanos, tanto en lo individual como en lo colectivo construimos, mediante el lenguaje, infinidad de relatos, historias, narraciones que plasman nuestra manera de entender el mundo y la existencia.
De ningún modo se trata de algo inédito o novedoso. Pensemos como ejemplo en la obra de tres autores, entre la infinidad que podrían ser citados, cuyas creencias convertidas en relato acabaron por cambiarle la faz al mundo, cada uno a su modo: Karl Marx, Sigmund Freud y Aristóteles.
Esas narraciones no llegan de la nada, sino que emergen de una combinación de los contextos en que estamos inmersos y la interpretación particular –a partir de nuestras vivencias, conocimientos, referencias, etc.– que hacemos de ese mundo al que pertenecemos y que nos moldea.
En esa interacción con la existencia, con nuestra gente querida, con las experiencias que tenemos día con día, con aquello que leemos, vemos en la televisión, el cine, los diarios… nos “enseña” en qué creer, que dar por verdadero, que suponer incuestionable.
Las creencias nos habilitan o deshabilitan para hacer o no ciertas cosas. Por eso, para que, por ejemplo, pueda haber un sistema de cooperación entre naciones, primero necesitamos creer, mediante un relato que lo confirme, que es posible, porque de lo contrario no lo será. Y para que esto suceda es indispensable construir conscientemente narrativas que lo retraten, que lo imaginen posible, que especulen sobre lo que resultaría de una realidad así.
No necesitamos creer que el sol habrá de salir cada mañana, porque éste es un hecho probado científica y empíricamente, pero sí necesitamos creer que ciertas habilidades están en nuestra “caja de herramientas” individual y colectivamente para que podamos echar mano de ellas cuando el desarrollo humano lo requiera.
Desarrollar creencias a la medida de nuestras necesidades y posibilidades no es un acto de magia, sino una acción consciente y racional que nos pondría en camino en un cierto objetivo deseable. Si dentro de un programa computacional no están consideradas ciertas acciones, la computadora no podrá ejecutarlas. El programa (software) es la “narrativa” del hardware y lo posibilita para llevar a cabo acciones muy concretas. Con los humanos sucede lo mismo, si dentro de nuestro programa existencial está grabado a fuego que “la gente no es digna de confianza”, cuando llevemos a cabo acciones, cuando iniciemos interacciones con los demás, la confianza en el otro no será una herramienta que podamos usar.
Para cambiar al mundo se necesitan relatos “creíbles” que den marco a lo que deseamos que suceda. Sin las narrativas conscientes esto no será posible. Muchas de las cosas que resultaban inimaginables o imposibles, como, por ejemplo, detener la economía, la Era covid nos ha demostrado que no lo eran tanto. Como ésta hay muchas más cosas –reducir la emisión de gases contaminantes o la violencia por cuestiones de género– que sí son posibles si nos lo proponemos de manera consciente y tomamos acciones en esa dirección. Pero sin pensarlo y sin creerlo, será prácticamente imposible que suceda.
Muchas de las narrativas deseables son rechazadas de antemano por considerarlas ingenuas. Pero es posible hacer un bypass al prejuicio de la “ingenuidad”, asumiéndola como una condición habilitante, como un acto de protesta contra la autolimitación, como una manera de abrirse a lo posible, aun cuando en principio parezca absurdo e inalcanzable. En vez de interpretar esa “ingenuidad” como candidez, inocencia o tontería, la propuesta es entenderla deliberadamente como una demoledora de muros, como una disipadora de brumas que nos impiden ver más allá y abren ante nosotros panoramas extensos y nuevos.
En su libro Ingenuidad aprendida1, el filósofo español Javier Gomá Lanzón rescata ésta, la ingenuidad, como una actitud susceptible de ser asumida de forma consciente y que lejos de convertirse en contratiempo, resulta en una herramienta invaluable para forzar las fronteras de lo que nuestros prejuicios consideran imposible.
Mi propósito consiste en aventurar la invitación a que creemos –y creamos– no las narrativas posibles, sino, más allá de su practicidad o realismo, las narrativas necesarias para configurar el mundo donde queremos vivir. Se trata de diseñar nuevas utopías que respondan a la pregunta: ¿cómo tiene que ser el mundo y la interacción entre humanos para que nos guste la idea de vivir ahí?, ¿cómo tiene que ser una civilización humana para que quepamos todos en aceptable armonía?
Esas son las narrativas que tenemos que construir, aquellas que nos pongan en camino del sitio al que queremos llegar, pero teniendo como premisa central la autoexigencia de que se trate de un mundo donde quepamos todos, tanto los que comparten nuestras convicciones como los que no.
Puesto que no podemos saberlo todo con certeza, requerimos nuestras convicciones como motor existencial para pasar a la acción. Mediante las creencias decodificamos el mundo; lo hacemos para sobrevivir, interpretamos lo que nos rodea, cada cosa que nos sucede, cada decisión que tomamos, cada persona con la que generamos una interacción y cada trabajo que aceptamos o rechazamos. Por conducto de cada uno de nuestros actos, conductas e intenciones se manifiestan nuestras configuraciones subjetivas en el mundo material.
La misión entonces consiste en creer de forma sistemática, lúcida, abierta, vacía de prejuicios, consciente, intencional e ingenua y traducir esa manera de entender la existencia compartida en relatos que articulen una convivencia constructiva, global, cooperativa y enriquecedora, aun cuando cada narrativa sea construida desde su propio espacio cultural, desde su propia visión, desde su propio lenguaje e identidad particular.
El reto es mayúsculo, pero el tiempo apremia… seamos ingenuos y hagámoslo posible.
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1 Gomá Lanzón, Javier, Ingenuidad aprendida, Primera Edición, España, Galaxia Gutenberg, 2011, Págs. 174
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