En estos días he podido leer un libro que me parece fundamental para pensar nuestro contexto nacional y los escenarios que se abren ante nosotros: Cómo perder un país, de la escritora turca Ece Temelkuran (Anagrama, 2019). Temelkuran se ha destacado como analista política, periodista y novelista, cuya pluma, incisiva y brillante, la ha hecho trascender las fronteras de su país natal y ser un referente intelectual para la reflexión en estos tiempos en los que la democracia en las sociedades abiertas parece eclipsarse, mientras ganan terreno los liderazgos autoritarios, de corte mesiánico, que poco a poco van extinguiendo las libertades políticas y civiles en las sociedades a cuyo gobierno ascendieron autoerigidos como presuntos salvadores y con un significativo respaldo popular.
La historia es conocida: Así ocurrió en la Italia de Benito Mussolini entre 1922 y 1943 o en la Alemania de Adolf Hitler de 1933 a 1945. Recientemente encontramos los casos paradigmáticos de Hugo Chávez en Venezuela entre 1999 y 2013, heredando su régimen autoritario a Nicolás Maduro, que malgobierna hasta la fecha; o de Recep Tayyip Erdoğan, quien conduce con mano de hierro el destino de Turquía desde 2003, inicialmente como primer ministro y luego como presidente; o el de Vladimir Putin, quien se ha impuesto como amo y señor de Rusia desde 1999. En todos estos casos, carismáticos líderes han destruido un precario pero efectivo sistema democrático para convertirlo en un régimen autoritario, con partidos de oposición muy disminuidos o nulificados y elecciones que resultan una farsa, para terminar siendo países de un solo hombre. Desde luego, es preciso señalar que las historias de estos países tienen una serie de particularidades que los hacen únicos y diferentes a los otros: No es idéntica la Italia de Mussolini que la Alemania de Hitler y no es lo mismo el caso de Venezuela que el de Turquía o el de Rusia. Sin embargo, hay entre ellos analogías que resultan notables y de aquí la pertinencia del análisis comparativo del que es imperativo sacar lecciones para la elaboración de escenarios en nuestro horizonte político posible.
Todos estos regímenes autoritarios han tenido (Venezuela, Turquía o Rusia) o tuvieron (Italia, Alemania) una longevidad superior a los 20 años, a lo largo de los cuales, más poco a poco que súbitamente, fueron nulificando a los partidos de oposición, anulando la libertad de prensa y eliminando cualquier contrapeso institucional que impidiera la realización de la voluntad de su hombre fuerte, que así se fue convirtiendo en un dictador. Las voces críticas (intelectuales, periodistas o ciudadanos comunes) y los políticos opositores acabaron, como se decía durante el porfiriato mexicano, en el destierro, el encierro o el entierro. Con la fuerza del poder Ejecutivo del Estado, a base de favores políticos o económicos o con amenazas y chantajes diversos, fueron controlando hasta el sometimiento a los otros poderes estatales (sobre todo al Parlamento y al poder Judicial, pero también a los gobernadores de las provincias) hasta convertirlos en una extensión del poder presidencial.
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La destrucción institucional de estos países contó con dos elementos clave que favorecieron la expansión del poder autoritario: una relativa bonanza económica y el apoyo ferviente de sectores amplios de la población. En materia económica, por ejemplo, Hugo Chávez contó con una escalada muy importante en los precios del petróleo y de otras materias primas; Putin y Erdoğan, al igual que Hitler, contaron con el respaldo del capital internacional y sus grandes grupos económicos nacionales, a quienes no les suele importar mucho que haya democracia o no en un país con tal de que puedan seguir haciendo buenos negocios.
En cuanto al amplio respaldo popular a favor de estos regímenes, todos ellos se beneficiaron de significativos agravios acumulados por décadas, sufridos por grandes grupos de población en términos de pobreza, inequidad e inseguridad, aunados a una notoria corrupción de las élites representativas del régimen anterior. Estos agravios, arraigados ya en una narrativa ampliamente compartida entre la población en general, son explotados hábilmente por los líderes carismáticos que prometen el oro y el moro para resolver, de la noche a la mañana, los problemas estructurales históricos de la nación, pero que mientras esto sucede son muy efectivos repartiendo dinero en efectivo y dádivas diversas a sus clientelas electorales de quienes exigen apoyo y lealtad absoluta.
El aseguramiento del respaldo de las masas se realiza mediante un singular uso del lenguaje que, controlando magistralmente el discurso político, al mismo tiempo hechiza a sus leales, polariza a la sociedad dividiéndola entre buenos (los que están con el líder) y malos (los traidores, enemigos de la nación que se le oponen) e imponen una agenda única que no admite discusión de puntos alternativos. La verdad no importa y la objetividad de la información es irrelevante. De hecho, esta narrativa hechicera suele estar repleta de mentiras o verdades a medias: el liderazgo autoritario se respalda en sus propios cuentos y una increíble capacidad de manipulación a sus fanatizados leales. Así se pierde un país.
En México aún no perdemos el país. Pero si nos descuidamos tantito, hacia allá vamos. Estamos hoy en un muy frágil y delicado equilibrio, tal vez ya caminando sobre la cuerda floja. El presidente es un notable líder carismático que logró levantar un importante movimiento político, montado en la realidad de agravios históricos y deudas sociales vergonzosas que los mexicanos dejamos crecer como si no fueran relevantes. Movimiento que le da un respaldo popular que no baja de 60%, a pesar de las 100 000 mentiras contabilizadas y el desastre de su gobierno en materia de salud, seguridad y combate a la corrupción. La economía mexicana se está viendo muy beneficiada por la coyuntura de la redefinición de las cadenas globales de suministro, que con aquello del nearshoring atrae fuertes montos de capital internacional, a pesar de las políticas gubernamentales, y el tipo de cambio peso-dólar está en los niveles que se tenían en el 2014, lo que beneficia significativamente al régimen de López Obrador. El presidente cuenta también con el respaldo del crimen organizado que tiene un considerable control político y económico en diversas zonas del país. Con todo ello, en estos cuatro años de “cuarta transformación” hemos vivido una destrucción institucional sólo comparable a la de los años de guerra civil durante la Revolución.
Hasta ahora ha habido una resistencia relativamente efectiva derivada de la movilización ciudadana, de la crítica inteligente y activa en algunos medios de comunicación y la acción de dos bastiones institucionales clave: La Suprema Corte de Justicia y el Instituto Nacional Electoral. Pero todos ellos son atacados cada mañana con particular virulencia desde el pódium presidencial. No obstante, se echa de menos un rol más activo por parte de los empresarios agrupados en torno al Consejo Coordinador Empresarial, que sorprenden por su docilidad y sumisión ante el poder del Ejecutivo: les gana el miedo o tienen la cola muy larga. Nada que ver con aquellos líderes empresariales que alzaron sus voces contra los abusos de los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo y que fueron clave en la transición a la democracia. ¿No se dan cuenta? Les puede pasar lo que a la rana que cuando quiso brincar ya no pudo. Y llama la atención la indiferencia o abulia de mucha gente, más la ceguera ideológica o la incapacidad de otros muchos para reconocer el riesgo en el que estamos. Aguas: Podemos perder al país. Al menos por décadas.
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