No hace mucho tiempo, escuché a un periodista decir que en México es un país violento desde hace décadas que se remontan a la Revolución Mexicana y que por lo tanto la violencia que vivimos de forma cotidiana es solo el reflejo de una suerte de condición intrínseca de nuestra cultura que nos inclina a la agresión, al desorden y al caos.
Según este periodista, tiene total sentido que nuestra Constitución fuera mucho más estricta que la estadounidense para la posesión y uso de armas de fuego: había que quitarle herramientas mortales a nuestros rasgos atávicos tendientes a la destrucción del otro.
Como toda opinión, es respetable, pero si la condición violenta se redujera a unos cuantos pueblos o a culturas determinadas no hubiera existido aquello que llamamos Guerra Mundial.
Lo que sucede en México no se explica desde desde una teoría antropológica extravagante sino que nos remite a las condiciones propias de la cultura de la legalidad y el estado de Derecho.
Seguramente el amable lector está familiarizado con el caso tan lamentable de la niña Fátima, estudiante de secundaria que, según las denuncias de sus padres, había sido objeto de acoso escolar desde diciembre del año pasado hasta que las agresiones llevaron a que fuera arrojada desde un segundo piso de la escuela secundaria a la que asistía.
Me gustaría decirle al amable lector que este es un caso aislado pero le estaría mintiendo. Según el Consejo Ciudadano para la Seguridad y Justicia de la Ciudad de México, el acoso escolar ha aumentado un 205% en la Ciudad de México desde 2019, y de acuerdo con el Instituto Nacional para la Estadística, Geografía e Informática (INEGI) tenemos una cifra de alrededor de 3 millones de niños y adolescentes que han sido víctimas de algún tipo de violencia en las escuelas. También recordemos que hay muchos casos de acoso que no llegan a las estadísticas oficiales.
Pero la cuestión aquí es que sí hay tanta violencia de diverso tipo en las escuelas y todos estamos tan preocupados al respecto ¿Por qué sigue ocurriendo?
Los estudiosos del Derecho podrán decir que no hay ley en el mundo lo suficientemente buena que pueda tener efecto si no hay personas encargadas de hacerla cumplir. De nada sirven campañas, discursos y promesas sobre erradicar la violencia en las escuelas si no hay nadie que se encargue de cumplir con la ley y hacer efectiva la protección que niños y adolescentes merecen en su espacio educativo. Aunque pueda resultar una disonancia cognitiva, podemos estar seguros de que si los casos de acoso escolar implicaran investigaciones y castigos con apego a nuestro marco jurídico, no veríamos cifras tan alarmantes como las que se viven en hoy en día.
La escuela no puede estar aislada del contexto social, no vivimos tiempos pacíficos en México, pero son los planteles educativos los que están llamados a hacer centros para hacer cumplir la tan mencionada construcción de la paz. Si los padres de familia tienen miedo de que grupos delincuenciales puedan afectar desde fuera a sus hijos, no es tolerable que haya padres de familias que tengan miedo de que sus hijos sufran daño por culpa de personas dentro de la escuela, el lugar donde depositan su confianza y su esperanza para que sus hijos vivan, jueguen, aprendan y se desarrollen.
Estoy seguro de que hay personas violentas en todo el mundo, y qué niños de Dinamarca, Australia, Japón y Corea han sido víctimas de profesores y compañeros abusivos. No debemos ir tan lejos como para ver los terribles casos de tiroteos al interior de las preparatorias y universidades estadounidenses, pero sin duda, algo está fallando en nuestro país para que este fenómeno no solo no se contenga sino que aumente.
El caso de Fátima no puede reducirse a otro frío recuento estadístico sobre la violencia en el país. Tampoco puede servir para que periodistas comodones se inventen hipótesis antropológicas para, de alguna manera, disculpar la falta de Estado de derecho que propicia la proliferación de estos hechos.
Las escuelas mexicanas deben ser espacios para una socialización segura, donde los niños aprendan a hacer ellos mismos. Lo último que cualquier padre de familia querría es que sus hijos aprendan a ser victimarios o aprendan a ser víctimas. Esperemos que las medidas que llegue a tomar la autoridad educativa en sus diferentes niveles contribuya a que, al menos dentro de los muros de la escuela exista un refugio frente a los tiempos violentos que vivimos.

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