Cierto orden en la disciplina fiscal y cierto control sobre el superávit primario no hacen una política pública tendiente a la regulación de la economía y la distribución de recursos. El Instituto Central de Moneda o Banco de México desde luego hace su parte en el control cambiario y control de reservas, pero es ajeno al dispendio de la transición que gobierna y desboca el gasto público, como ajeno es a las cancelaciones de reservas y fideicomisos y protecciones de contingencias creadas en administraciones pasadas. La autonomía del Banco de México y la regulación monetaria no necesariamente son mecanismos que la hacienda pública considere en la conformación de ingresos y egresos para normar el gasto corriente.
La decisión del Banco de México de situar sin cambio la tasa del 4% para las operaciones centrales del Instituto obedece a la aproximación que pudieran lograr precios estables en la tercera parte de este ejercicio; esto es, que la inflación no exceda del 6% aproximadamente, a tasa anual. Una reducción en la tasa provocaría de momento un alza en la demanda de crédito y a la vez una reducción en la captación de tesorerías de instituciones e inversiones de corto plazo del exterior. Lo primero, un alza crediticia supuestamente sería para recomposición de pasivos a plazo, dejando fuera la posibilidad de inversión y lo segundo, afectaría niveles de confianza tradicionales en mercados de dinero.
A pesar de la ayuda en la autonomía de la Junta de Gobierno del Instituto Central, sobre todo en control de variables, la política económica de este gobierno no resuelve de fondo la implementación de políticas de plazo en las áreas críticas que pudieran acelerar o estimular el crecimiento, como tampoco resuelve la desaceleración de la economía previa a la pandemia. En marzo de 2020 existía una caída del producto que ya alertaba sobre recesión técnicamente hablando. Desde luego, la pandemia consumó este hecho irrefutable de estanco de la producción, pero el descenso del producto no obedeció solamente al desequilibrio de las fuerzas de mercado, obedeció a un abandono total de esta transición.
Los criterios de esta transición, la tercera de nuestra etapa democrática, desviaron el curso de las funciones productivas para instalar una deformación del ahorro como capítulo que no existe en materia económica. El resultado ha sido un desastre en política económica; el derroche de recursos ha constituido una verdadera calígine presupuestal, al grado de no existir parámetros similares en la historia de la nación. Esta transición ha traicionado todas las formas en materia de captación de recursos, instalando centralización, opacidad en el reparto de la riqueza de la nación y una corrupción monstruosa jamás experimentada y a la vista de todos.
La corrupción ha inundado todos los terrenos de la vida pública; las asignaciones se han concedido sin licitar y sin concurso, las prerrogativas de mando se han vertido en nepotismo sin mesura y sin méritos profesionales; la vida del exterior se encuentra en manos inexpertas y la diplomacia sufre un revés jamás imaginado. El desdén por los foros internacionales ha sido una constante desde la presidencia y el desdén por las formas nacionales e internas inicia con desplantes tan simples como el uso de un cubreboca por el presidente. Así hemos caminado, transitado por esta vía penosa, cubierta de eufemismos y subterfugios verbales y acciones y pronunciamientos de acecho desde el poder. Así se ha transformado la vida pública del país, para insertar en cada mañana un nuevo despertar incierto y provocado, un nuevo proceder y un nuevo atentado a la estabilidad y la paz social.
En este despertar el primer pago ha sido la economía; reunimos trimestres de contracción económica, tenemos pérdidas sensibles en el ingreso, no en la dádiva inserta como mal endémico, tenemos pérdidas cuantiosas en valor y en activos, pérdidas en competencia y especialización, pérdidas en investigación y desarrollo, pérdidas en la constitución y reparación del abasto para las cadenas productivas y pérdidas irreparables en la capitalización de agentes productivos y en el empleo.
A este despertar debemos sumar la incompetencia de políticas públicas que pretenden un retroceso al pasado en la instalación de fórmulas caducas y monopólicas en funciones de Estado, ya alejadas de tiempo atrás y con participaciones de riesgo del exterior con firmas con experiencia muy por encima de la media mexicana. El empeño en fórmulas antagónicas ha llevado en casi tres años de esta experiencia fallida de gobierno a un retroceso de décadas y a una recomposición que vendrá sin duda, pero será generacional.
A este despertar debemos sumar el manejo irresponsable del endeudamiento tanto interno como externo; las cifras son ofensivas no solamente en sus montos, ofenden en la representatividad y proporción del producto de la nación. En 2019, la deuda representaba el 45% del PIB; ahora supera el 56%. Debemos resaltar la gravedad de esta circunstancia; la deuda no ha sido destinada a la creación de infraestructura, simplemente se ha dilapidado en funciones que ahora son costos para la nación y nunca verán retorno: programas clientelares para compra de voluntades o votos y programas de auténtico desperdicio de recursos en obra inútil e innecesaria.
El último despertar lo reclama el futuro, un futuro pletórico de circunstancias adversas, un servicio de la deuda que condena a cada mexicano a sufragar los yerros del capricho y la obstinación de un solo hombre: el presidente actual, un hombre que creó deuda donde no existía, al secuestrar un activo de la nación en Texcoco, un hombre que no atiende las vicisitudes del progreso, un hombre ciego a las expectativas del concierto de naciones, un hombre sumido en un ostracismo de perturbación sin la mesura y consecuencia de sus acciones. Es ese hombre el responsable de esta herrumbre y parálisis económica, el responsable de esta senda sin rumbo y sin proyecto económico.
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